Continuábamos nuestra charla cuando entró una
especie de mensajero, vestido con una rica capa y habló
con el judío; entonces, éste se volvió a mí exclamando:
"Perdóneme, pero tengo orden de salir con urgencia."
A la mañana siguiente vino hacia mí, alegre al parecer,
y dijo:
"El Gobernador de la ciudad ha sabido que uno de los padres de la Casa de Salomón va a llegar hoy; no
hemos visto a ninguno de ellos desde hace doce años. Su
llegada se celebrará con gran pompa, pero la causa de su
venida es secreta. Les facilitaré a usted y a sus amigos un
buen sitio para presenciar su entrada."
Le di las gracias,
diciéndole que me alegraban mucho las noticias.
Hizo su entrada al día siguiente. Era un hombre de
edad y estatura media, de aspecto gentil, y parecía como si
compadeciera a los hombres. Vestía ropas de buen paño
negro, con amplias mangas y una esclavina; la ropa de
debajo era de excelente hilo blanco, le llegaba hasta los
pies y estaba ceñida por un cinturón; una estola le rodeaba
el cuello. Calzaba unos bellos guantes con piedras preciosas
engarzadas en ellos y zapatos de terciopelo color
melocotón. El cuello lo tenía desnudo hasta el comienzo de
los hombros. Su sombrero parecía un casco, o una montera
española; sus bucles le caían por detrás con naturalidad. La
barba, un poco más clara que su pelo oscuro, la tenía
recortada en forma redonda. Venía en una rica carroza, sin
ruedas, a modo de litera, con dos caballos a cada lado
ricamente enjaezados con terciopelo recamado de azul, y
dos palafreneros a cada lado vestidos del mismo modo.
La
carroza era toda de cedro, dorada, y adornada de cristal,
excepto en la parte delantera donde tenía paneles de
zafiros, engastados en los bordes de oro, y en la parte
posterior lo mismo pero en esmeraldas de color Perú. En lo
alto, en la mitad, había un sol radiante dorado; también en
lo alto, en primer término, se veía un pequeño querubín de
oro con las alas desplegadas. La carroza estaba cubierta
con un paño dorado bordado en azul. Ante él iban cincuenta
servidores, todos jóvenes, vestidos con casacas, hasta la
rodilla, de satén blanco; medias de seda blancas, zapatos
de terciopelo azul, y sombreros de terciopelo azul con
bellas plumas de diversos colores colocadas alrededor en
forma de bandas. Delante de la carroza iban dos hombres,
descubierta la cabeza, con túnicas hasta los pies, ceñidas, y
zapatos de terciopelo azul; uno de ellos llevaba un báculo,
el otro un cavado de pastor; no eran de metal sino el
báculo de madera de bálsamo, y el cayado de pastor, de
cedro.
No se veía ningún hombre a caballo, ni delante ni
detrás de la carroza; al parecer era para evitar cualquier
tumulto o molestia. Detrás de la carroza marchaban todos
los funcionarios y jefes de las corporaciones de la ciudad.
El recién llegado estaba sentado solo, sobre almohadones
de una excelente felpa azul; sus pies descansaban en
curiosas alfombras de diversos colores, mucho más bellas
que las persas. Llevaba levantada una mano como si
bendijera al pueblo, pero permanecía en silencio.
La calle
estaba maravillosamente organizada, tanto que el orden
que mantenían las personas era superior al orden de batalla
en que pudiera estar cualquier ejército. La gente no se
amontonaba tampoco en las ventanas, sino que cada
persona se hallaba en ellas como si hubiera sido colocada
de antemano.
Cuando hubo acabado el desfile, el judío me dijo:
"Lamento no poder atenderlo como quisiera, pero la ciudad
me ha encargado que prepare los agasajos en honor de este personaje."