A la mañana siguiente, muy temprano, llegó el mismo
funcionario del bastón que ya conocíamos y nos dijo que
venía a conducirnos a la Casa de los Extranjeros y que
había anticipado la hora
"para que pudiéramos tener libre
todo el día con objeto de dedicarnos a nuestras
ocupaciones. Pues - añadió - si siguen mi consejo, deben
venir primero sólo unos cuantos de ustedes, examinar el
lugar y ver qué es lo que les conviene; y después pueden
enviar por sus enfermos y los hombres restantes para que
desembarquen."
Se lo agradecimos diciéndole que Dios le
premiaría la molestia que se tomaba con los desolados
extranjeros que éramos nosotros. Así, pues,
desembarcamos con él seis de nosotros; cuando estuvimos
en tierra, él, que marchaba delante, se volvió y nos dijo
que no era sino nuestro servidor y guía. Nos condujo a
través de tres bellas calles, y a todo lo largo del camino que
seguimos había reunidas personas, a ambos lados de la
calle, colocadas en fila; pero se mantenían tan corteses que
parecía que no estaban allí para maravillarse de nosotros
sino para darnos la bienvenida; muchas de ellas, a medida
que pasábamos, extendían ligeramente los brazos, cosa
que hacen cuando dan la bienvenida.
La Casa de los Extranjeros es un edificio bello y
espacioso, construido de ladrillo, de un color algo más azul
que el nuestro; tiene elegantes ventanales, unos de cristal
y otros de una especie de batista impermeabilizada. Nos
llevó primero a un saloncito del primer piso y nos preguntó
entonces cuántos éramos y cuántos enfermos había. Le
respondimos que en total unas cincuenta personas, de las
cuales diecisiete estaban enfermas. Nos recomendó que
tuviéramos un poco de paciencia y que esperáramos hasta
que volviera, lo que, en efecto, hizo una hora más tarde;
nos condujo entonces a ver las habitaciones que habían
preparado, y que eran diecinueve en total.
Al parecer
habían sido dispuestas para que cuatro de ellas que eran
mejores que las restantes, albergaran a los cuatro hombres
principales de entre nosotros, individualmente; las otras
quince para los demás, dos por cada habitación. Eran los
cuartos elegantes, alegres y muy bien amueblados. Nos
condujo luego a una larga galería, parecida al dormitorio de
un convento, donde nos mostró a todo lo largo de un lado
(pues el otro estaba constituido por la pared y las
ventanas) diecisiete celdas, muy limpias, separadas unas
de otras por madera de cedro. Como en total había
cuarenta celdas (muchas más de las que necesitábamos) se
destinaron a enfermería para las personas enfermas. Nos
dijo, además, que cuando alguno de nuestros enfermos se
sintiera bien se le trasladaría de su celda a una habitación;
con este objeto habían preparado diez habitaciones
disponibles, además del número de que hablamos antes.
Realizado esto, nos llevó de nuevo al saloncito, y
levantando un poco su bastón (como suelen hacer cuando
dan una orden o un encargo), nos dijo:
"Deben ustedes
saber que nuestras costumbres disponen que pasado el día
de hoy y de mañana (días que les dejamos para que todas
las personas desciendan del barco), permanezcan sin salir
de esta casa durante tres días. Pero no se molesten ni
crean que se trata de una restricción de su libertad, sino
para que se acomoden y descansen. No carecerán de nada,
y hay seis personas que tienen la misión de atenderlos
respecto a cualquier asunto que necesiten resolver en la
calle."
Le dimos las gracias con el mayor afecto y respeto, y
dijimos:
"Dios, con seguridad, está presente en esta tierra."
Le ofrecimos también, veinte doblones, pero sonrió y dijo únicamente:
"¿Cómo? ¡Pagado dos veces!".
Y se marchó.
Poco después nos sirvieron la comida, que fue muy
buena, tanto el pan como la carne; mejor que en cualquier
colegio universitario que yo haya conocido en Europa. Nos dieron también tres clases de bebidas, todas ellas sanas y
buenas; vino, una bebida hecha de grano, como nuestra
cerveza, pero más clara, y una especie de sidra elaborada
con frutas del país; bebida ésta maravillosamente
agradable y refrescante. Nos trajeron, además, gran
cantidad de las naranjas escarlata, a las que ya me he
referido, para nuestros enfermos; nos dijeron que
constituían un eficaz remedio para las enfermedades
adquiridas en el mar. Nos dieron también una caja de
pequeñas píldoras grises o blanquecinas, pues querían que
nuestros enfermos tomaran una cada noche antes de
dormirse; aseguraron que les ayudaría a curarse
rápidamente.
Al día siguiente, después que cesaron las molestias
ocasionadas por el transporte de nuestros hombres y
equipajes desde el barco, y que estuvimos instalados y algo
más tranquilos, consideré razonable reunir a todos los
hombres, y cuando lo estuvieron les dije:
"Queridos
amigos: vamos a examinar nuestra situación y a nosotros
mismos. Cuando nos considerábamos encerrados en las
profundidades marinas, he aquí que nos encontramos
arrojados en tierra, como Jonás del vientre de la ballena; y
ahora que estamos en tierra nos hallamos, sin embargo,
entre la vida y la muerte, pues nos encontramos más allá
del viejo y del Nuevo Mundo; si hemos de volver a
contemplar de nuevo a Europa, sólo Dios lo sabe. Una
especie de milagro nos ha traído aquí, y algo así tendría
que suceder para sacarnos. Por lo tanto, en agradecimiento
por nuestra pasada liberación y por nuestro peligro
presente y los futuros, veneremos a Dios, y que cada uno
de nosotros haga un acto de contrición. Además, nos
encontramos entre un pueblo cristiano, piadoso y humano:
presentémonos ante ellos con la mayor dignidad posible.
Pero aún hay más; puesto que nos han encerrado entre
estas paredes (aunque muy cortésmente) durante tres
días, ¿no es acaso con objeto de observar nuestra
educación y comportamiento? Y si lo encuentran malo,
alejarnos; si bueno, concedernos más tiempo. Estos
hombres que nos atienden tal vez nos vigilan. ¡Por amor de
Dios, puesto que amamos el bienestar de nuestras almas y
cuerpos comportémonos como Dios manda y hallaremos
gracia ante los ojos de este pueblos!".
Todos, unánimemente, me agradecieron la
advertencia, prometiendo vivir sobria y pacíficamente, sin
dar la menor ocasión de ofensa. Así pues, pasamos
nuestros tres días alegremente, despreocupados,
esperando saber qué harían con nosotros cuando expiraran.
Durante aquel tiempo tuvimos la satisfacción constante de
ver mejorar a nuestros enfermos, quienes se creían
sumergidos - en alguna fuente milagrosa, ya que mejoraban
con tanta naturalidad y rapidez.
Cuando hubieron transcurrido los tres días, a la
mañana siguiente, se presentó un hombre, al que no
habíamos visto antes, vestido de azul como el primero,
excepto su turbante que era blanco con una pequeña cruz
roja en lo alto. Llevaba también una esclavina de lino fino.
A su llegada se inclinó ligeramente ante nosotros y extendió
sus brazos. Por nuestra parte lo saludamos humilde y
sumisamente, pareciendo que recibiríamos de él una
sentencia de vida o muerte. Deseaba hablar con algunos de
nosotros. Sólo permanecimos seis y el resto abandonó el
aposento. Dijo:
"Por mi profesión soy Gobernador de esta
Casa de los Extranjeros, y por vocación sacerdote cristiano;
y por esto, dada vuestra condición de extranjeros, y
principalmente de cristianos, es por lo que vengo a
ofrecerles mis servicios. Puedo decirles algunas cosas, que
creo escucharán de buena gana. El Estado les concede
permiso para que permanezcan aquí durante seis semanas;
y no se preocupen si sus necesidades exigen un plazo más
amplio, pues la ley no es muy precisa acerca de este punto;
y no dudo de que yo mismo podré conseguirles el tiempo
que sea conveniente. Sabrán ustedes que la Casa de los
Extranjeros es rica ahora, ya que conserva ahorradas las
rentas de estos últimos treinta y siete años, y en este
tiempo no ha llegado aquí ningún extranjero; no se
preocupen, el Estado costeará todo durante su estancia
entre nosotros. Por esto, no tengan prisa. Respecto a las
mercancías que han traído se emplearán, y cuando
regresen tendrán. el equivalente en mercancías, o en oro y
plata; pues para nosotros es lo mismo. Si tienen que hacer
alguna petición, no la oculten, pues observarán que, sea
cualquiera la respuesta que reciban, no dejarán de hallarse
protegidos. Sólo debo advertirles que no deben retirarse
más de un karan (milla y media entre ellos) de las murallas
de la ciudad sin un permiso especial."
Respondimos, tras de mirarnos los unos a los otros
durante corto tiempo, admirando este trato gracioso y
paternal, que no sabíamos lo que decir, ya que no teníamos
palabras bastantes para expresarle nuestro
agradecimiento; y que sus nobles y desinteresados
ofrecimientos hacían innecesario preguntar nada. Nos
parecía que teníamos ante nosotros un cuadro celestial de
nuestra salvación; habiéndonos hallado muy poco tiempo
antes en las fauces de la muerte, nos veíamos ahora en un
lugar donde sólo encontrábamos consuelos. Respecto a la
orden que se nos había dado no dejaríamos de obedecerla,
aunque era imposible, a menos de que nuestros corazones
se inflamaran, que intentáramos ir más allá del límite en
esta tierra sagrada y feliz.
Agregamos que primero nos
quedaríamos mudos que olvidar en nuestras plegarias su
reverenda persona o a todo su pueblo. Le rogamos también
humildemente que nos considerara sus verdaderos
servidores, con el mismo derecho con que estuviera
obligado cualquier hombre sobre la tierra; y que poníamos
a sus pies, tanto nuestras personas como cuanto
poseíamos. Contestó que él era un sacerdote y que sola
buscaba la recompensa propia de un sacerdote: nuestro
fraternal cariño y el bien de nuestras almas y cuerpos. Se
separó de nosotros con lágrimas de ternura en sus ojos,
dejándonos confundidos con una mezcla de alegría y
afecto, diciéndonos entre nosotros que habíamos llegado a
una tierra de ángeles, que se nos aparecían a diario, y nos
anticipaban unas comodidades que no pensábamos, ni,
mucho menos, esperábamos.