PANCRACIO.- Enjugad, señora, esas lágrimas, y poned pausa a vuestros suspiros, considerando que cuatro días de ausencia no son siglos. Yo volveré, a lo más largo, a los cinco, si Dios no me quita la vida; aunque será mejor, por no turbar la vuestra, romper mi palabra, y dejar esta jornada; que sin mi presencia se podrá casar mi hermana.
LEONARDA.- No quiero yo, mi Pancracio y mi señor, que por respeto mío vos parezcáis descortés; id en hora buena, y cumplid con vuestras obligaciones, pues las que os llevan son precisas; que yo me apretaré con mi llaga y pasaré mi soledad lo menos mal que pudiere. Sólo os encargo la vuelta, y que no paséis del término que habéis puesto.
Tenme, Cristina, que se me aprieta el corazón.
(Desmáyase LEONARDA.)
CRISTINA.- ¡Oh, que bien hayan las bodas y las fiestas! En verdad, señor, que, si yo fuera que vuesa merced, que nunca allá fuera.
PANCRACIO.- Entra, hija, por un vidro de agua para echársela en el rostro. Mas espera; diréle unas palabras que sé al oído, que tienen virtud para hacer volver de los desmayos.
(Dícele las palabras; vuelve LEONARDA diciendo:)
LEONARDA.- ¡Basta!, ello ha de ser forzoso; no hay sino tener paciencia, bien mío; cuanto más os detuviéredes, más dilatáis mi contento. Vuestro compadre Loniso os debe de aguardar ya en el coche. Andad don Dios; que Él os vuelva tan presto y tan bueno como yo deseo.
PANCRACIO.- Mi ángel, si gustas que me quede, no me moveré de aquí más que una estatua.
LEONARDA.- No, no, descanso mío; que mi gusto está en el vuestro; y, por agora, más que os vais que no os quedéis, pues es vuestra honra la mía.
CRISTINA.- ¡Oh, espejo del matrimonio! A fe que si todas las casadas quisiesen tanto a sus maridos como mi señora Leonarda quiere al suyo, que otro gallo les cantase.
LEONARDA.- Entra, Cristinica, y saca mi manto, que quiero acompañar a tu señor hasta dejarle en el coche.
PANCRACIO.- No, por mi amor; abrazadme y quedaos, por vida mía. Cristinica, ten cuenta de regalar a tu señora, que yo te mando un calzado cuando vuelva, como tú le quisieres.
CRISTINA.- Vaya, señor, y no lleve pena de mi señora, porque la pienso persuadir de manera a que nos holguemos, que no imagine en la falta que vuesa merced le ha de hacer.
LEONARDA.- ¿Holgar yo? ¡Qué bien estás en la cuenta, niña! Porque, ausente de mi gusto, no se hicieron los placeres ni las glorias para mí; penas y dolores, sí.
PANCRACIO.- Ya no lo puedo sufrir. Quedad en paz, lumbre destos ojos, los cuales no verán cosa que les dé placer hasta volveros a ver.
(Éntrase PANCRACIO.)
LEONARDA.- ¡Allá darás, rayo, en casa de Ana Díaz. Vayas, y no vuelvas; la ida del humo. Por Dios, que esta vez no os han de valer vuestras valentías ni vuestro recatos!
CRISTINA.- Mil veces temí que con tus estremos habías de estorbar su partida y nuestros contentos.
LEONARDA.- ¿Si vendrán esta noche los que esperamos?
CRISTINA.- ¿Pues no? Ya los tengo avisados, y ellos están tan en ello, que esta tarde enviaron con la lavandera, nuestra secretaria, como que eran paños, una canasta de colar, llena de mil regalos y de cosas de comer, que no parece sino [u]no de los serones que da el rey el Jueves Santo a sus pobres; sino que la canasta es de Pascua, porque hay en ella empanadas, fiambreras, manjar blanco, y dos capones que aún no están acabados de pelar, y todo género de fruta de la que hay ahora; y, sobre todo, una bota de hasta una arroba de vino, de lo de una oreja, que huele que traciende.
LEONARDA.- Es muy cumplido, y lo fue siempre, mi Riponce, sacristán de las telas de mis entrañas.
CRISTINA.- Pues, ¿qué le falta a mi maese Nicolás, barbero de mis hígados y navaja de mis pesadumbres, que así me las rapa y quita cuando le veo, como si nunca las hubiera tenido?
LEONARDA.- ¿Pusiste la canasta en cobro?
CRISTINA.- En la cocina la tengo, cubierta con un cernadero, por el disimulo.
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