Como una niña y adolescente solitaria que fui, aprendí a crear mi propio mundo. Tuve la fortuna de disponer siempre de un cuarto propio, un lugar donde el tiempo se detenía cuando me encerraba los domingos a escuchar la XELA, lo que casi me convirtió en una consumada melómana. Allí escribí también mis primeros poemas, de los que nunca guardé copia, afortunadamente. Los cuentos que mi padre me contaba o leía noche tras noche contribuyeron a despertar mi imaginación. Mi avidez por aprender no tenía límite y casi a diario le preguntaba a mi padre cuándo me iba a inscribir en la escuela primaria. Llegó por fin el tan deseado día y para entonces ya sabía leer y escribir. Recuerdo las montañas de libros de cuentos que mi padre me llevaba de las ferias del libro (que ya desde entonces se realizaban en la ciudad de México), y que yo devoraba en una tarde.
Mi afán de encontrar palabras que nombraran la vida surgió de esas lecturas. Inevitablemente, la poesía se gestaba en mi imaginación avivada por el descubrimiento de Andersen, Salgari, Verne y los hermanos Grimm, entre otros. La revista argentina “Billiken”, que llegaba puntualmente a México y que se convertiría en lectura obligada de los escritores de mi generación, ocupa un lugar destacado en mi memoria junto con algunas lecturas prohibidas por mi madre, como lo eran el “Pep í n” y el “Chamaco”, cómics de la época. En mis primeros libros de texto recuerdo que se presentaban fragmentos de poesía del Siglo de Oro e inclusive aparecían los escritores mexicanos: Ignacio Manuel Altamirano y Juan de Dios Peza.
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