Conocemos la naturaleza por las manifestaciones materiales y fenomenológicas que la conforman. Durante nuestra historia terrenal hemos dado respuestas diferentes a sus múltiples formas y misteriosos fenómenos utilizando dos niveles de información interactivos: conocimiento mágico y conocimiento reglado, religión y ciencia en definitiva. ¿Existe algún canal de comunicación entre estas esferas cognitivas aparentemente aisladas? La religión se salvaguarda en la fe, justifica su retórica con fenómenos sobrenaturales al dictado de una verdad absoluta. Por el contrario, los científicos están obligados a reconocer su incapacidad para resolver todos y cada uno de los interrogantes que nos acompañan; su verdad es relativa, escurridiza. Imposibilitado como está para explicarlo todo, el ser humano alivia su ignorancia aceptando lo sobrenatural; y buscando amparo en lo divino renuncia al pasado y al futuro . Sobrado de razones Francis Bacon reconocía, allá por el siglo XVII, que el hombre teme más a la duda que al error. Preferimos equivocarnos antes que caminar por el tenebroso sendero de la incerteza, por ello, aunque situadas en polos metodológicos y conceptuales opuestos, ciencia y religión convergen en los fines: liberar al hombre de la incertidumbre que limita su existencia. Una y otra son, simplemente, dos modos diferentes de integrar la naturaleza en un discurso social necesitado de creer para saber y viceversa. Hay, pues, un objetivo común y, también, cierta unidad de origen dado que ambas interpretaciones proceden de nuestra relación con el medio, convertida en acontecimiento intelectual. Al principio, indagamos por una mera cuestión de supervivencia pero luego, traspasado el umbral de la necesidad, nos atrevemos a preguntar cómo y porqué ocurren las cosas. Históricamente, la religión es el primer acto para acercarnos a la realidad; durante el segundo, los científicos convierten los sucesos, que pueden, en elementos conocidos y controlados por el hombre. Entre estos episodios se establece un vínculo cronológico caracterizado por un paulatino y unidireccional goteo informativo, de suerte que el conocimiento deja de ser mágico a medida que somos capaces de comprender racionalmente los hechos. El cambio de mentalidad conlleva un cambio de actitud. Gradualmente el hombre se independiza del medio y, gracias a la ciencia, se postula como alternativa válida al dios creador. La cuadratura del círculo.
El origen de la vida, su manifestación terrenal, es el principal arcano de la naturaleza. El misterio corre paralelo a la historia del hombre anhelando desvanecerse. Palpitante y ancestral, el tema ha experimentado una profunda transformación desde el inicial simbolismo divino -ejemplarizado sobremanera por el idílico paraíso-, hasta la perturbadora teoría evolucionista. Explicar la vida como un acto creador es sólo el punto de partida necesario para ordenar lo desconocido, voluntaria o involuntariamente. Cualquier objeto, todo fenómeno, lleva entre interrogación el marchamo relativo a su procedencia, y someter su existencia al dictado de un ser superior es aceptar una fórmula de compromiso necesaria para superar la ignorancia homogeneizando pasado, presente, y futuro, bajo el palio de un espacio y un tiempo comunes resultado del poder omnímodo. Ocurre que la naturaleza fue concebida y actúa por y para el fin que se creó en un escenario y con unos actores que se mantienen inalterables.
En el rincón opuesto, la teoría de la evolución ofrece la visión laica del universo, representando la vida terrestre como una secuencia de seres vivos relacionados por su forma a lo largo del tiempo, de suerte que, cronológicamente, las especies han surgido por transformación de unos antepasados a quienes sustituyen. Sin embargo, al contrario de lo que parece , la evolución no excluye el dogma del supremo hacedor, sólo lo redimensiona.