Actualmente, el neodarwinista modelo evolutivo por selección natural se muestra inoperante, resulta insuficiente para explicar la complejidad orgánica descrita por los científicos. La ocasión es propicia para nuevos planteamientos evolutivos -el esquema simbiótico defendido por Lynn Margulis, la revisión neolamarckista realizada por Máximo Sandín, el ideario epigenético aplicado por Eva Jablonka y Marion J. Lamb, por ejemplo-, pero también ha sido la ocasión propicia para desempolvar el antiguo argumento del diseño en defensa de la creación. Apoyándose en la complejidad estructural del ser vivo se ha construido una interesada crítica antidarwinista cuya finalidad es, cuando menos, consensuar un planteamiento aséptico basado en la imposibilidad de explicar la complejidad orgánica que caracteriza el fenómeno de la vida. ¿Debemos hacer oídos sordos a estos cantos de sirena?
El diseño orgánico fue un argumento habitualmente utilizado por creacionistas y transformistas para justificar sus respectivas tesis sobre el origen de las especies. En el siglo XIII, la Summa Teologica escrita por el santo Tomás de Aquino lo recoge como el camino para llegar a Dios. Transcurridos varios siglos Schopenhauer, en su libro Sobre la voluntad de la naturaleza, sigue esta senda de perfección descubriendo un esquema unitario diferente porque el cuerpo animal es su voluntad misma, voluntad de vivir partiendo de ancestros comunes según el dictamen de la evolución. Entre las múltiples versiones que el tema del diseño mereció la del relojero, divulgada por William Paley en su Natural Theology, fue popular y exitosa. El resumen es sencillo: si paseando por el desierto encontrásemos un reloj no dudaríamos en atribuir su existencia a un relojero que habría diseñado, realizado, ensamblado, y ajustado sus piezas; análogamente, admitir que los objetos animados existen gracias a un constructor que ha procedido de manera semejante, dotándolos con los mecanismos necesarios para su correcto funcionamiento, resultaría más verosímil que hacer de su existencia el fruto de la azarosa actividad de la naturaleza.
En el bando opuesto, los Diálogos sobre la religión natural, escritos por David Hume en 1779, son referencia obligada. La propuesta contra el diseño divino es metodológica, argumentándose que al comparar procesos semejantes, como sería el caso, la presencia de características propias, la ausencia de una correspondencia absoluta, anula la posibilidad atribuirles la misma conclusión. La misma relación causa-efecto es aplicable sólo a procesos idénticos, el resto exigen una comprobación empírica. La presencia de un reloj determina su causa primera pero de su presunta analogía con animales y plantas no se infiere la existencia de un relojero universal, por ser fenómenos disímiles. Hume no discute la condición mecanicista del ser vivo, su definición como un agregado de partes simples, piezas u órganos, defiende que la diferente cualidad de los organismos refuta la analogía frente al arte humano. No se niega la existencia de Dios, se rechaza que los seres vivos, a diferencia del mecano, por analogía con él, prueben la existencia de un constructor.
También en el siglo XX la idea tuvo fortuna, por ejemplo con la fórmula del bricolaje de la evolución. En esta coyuntura se encuentra François Jacob, quien explica cómo los seres vivos evolucionan mejorando sus órganos durante millones de años igual que un experto en bricolaje construye sus enseres ajustando, retocando, y añadiendo nuevos elementos al modelo original; el resultado es la consecuencia lógica de la acción continua de la selección natural traducida en un diseño inconsciente. Científicos menos benévolos, entre ellos Stephen Jay Gould, se fijan en los defectos del diseño y aprovechan la ocasión para hablar de chapuza de la evolución, anulando la figura del creador que, de existir, habría sido más cuidadoso al construir los objetos que adornan su reino. Por su parte, el filósofo Elliott Sober retoma la polémica Paley-Hume aplicando el principio de verosimilitud. El análisis reconoce que el argumento del diseño resulta más verosímil que los sucesos aleatorios, pero no supera la comparación frente a la propuesta evolutiva de la selección natural. En esta línea, Richard Dawkins conjugó ambas opciones definiendo la selección natural como un relojero ciego agazapado tras la ilusión del diseño y la planificación percibida por el observador al contemplar el producto final ignorante del proceso. El diseño es la consecuencia del hecho evolutivo, es real pero no intencionado.
Recientemente, científicos como Michael Behe han liderado la oposición, hallando en la complejidad bioquímica de la vida la prueba del diseño inteligente como la explicación más adecuada al dilema del origen de los organismos. La cuestión es, aparentemente, sencilla. Por ejemplo, comparemos un cilio con un flagelo, dos elementos anatómicos morfológicamente próximos. Intuitivamente, el modelo gradual por selección natural puede resultar apropiado para relacionar evolutivamente ambas estructuras mediante sucesivos pasos intermedios. Sin embargo, el análisis bioquímico muestra una complejidad y diferencias estructurales tan notables que la hipótesis gradualista resulta, cuando menos, insuficiente. Disfrazados de diseño inteligente, los creacionistas pretenden sacar ventaja de esta anomalía ofreciéndose como la única alternativa válida a nuestra limitada capacidad científica. ¿Es el diseño inteligente la luz al final del túnel? Reflexionemos mínimamente. Recurrentemente, el debate sobre el origen de los seres vivos se reduce a una confrontación directa entre creacionismo y darwinismo ignorándose cualquier otra alternativa. Situación hegemónica derivada de interpretar la teoría de la evolución restrictivamente, en correspondencia directa con el modelo darwinista, tal y como proclama la ortodoxia científica. Sin embargo, la ecuación evolucionismo=darwinismo es errónea por existir modelos evolutivos alternativos al darwinismo excluyente. Consecuentemente, su posible refutación significa sólo eso, no es una negación de la evolución ni representa la prueba de la creación, necesitada de una demostración independiente para legitimarse.
Como hecho histórico, sustentada en el registro fósil, la teoría de la evolución tiene una solidez empírica inquebrantable. A pesar de lo cual hay que admitir, sin sobresalto, que el rompecabezas evolutivo está aún lejos de completarse. Faltan bastantes piezas por descubrir, de las conocidas muchas no se sabe dónde encajan, y algunas están mal colocadas. El trabajo será ímprobo, y conviene recordar que el neodarwinismo no es la panacea para reconstruir el pasado biológico; es más, su acérrima defensa supone un pesado lastre. Y mientras rellenamos los huecos seguiremos preguntándonos ¿qué ocurría antes, mucho antes, del Big Bang? Al responder podemos usar la razón renunciando a la posibilidad de saberlo todo o bien aceptar la figura del creador, pero entonces ¿qué sucedía diez minutos antes de Dios?, y así indefinidamente. Históricamente la respuesta ha sido, y será, plural, porque calibrar el sistema natural tiene un alto grado de subjetividad, lo cual explica que unos científicos describan la naturaleza agarrados a la mano de un ente inteligente, otros comulguen con el diabólico azar, mientras el resto conjugan ambas posibilidades. |