En su acepción original, el adjetivo latino fósil se aplica a cualquier objeto desenterrado al margen de su cualidad orgánica; alude al procedimiento y no a la condición. Un fósil era cualquier pieza conseguida excavando la tierra. La identidad orgánica tardó siglos en incorporarse a la palabra en grado de representarla. Antes Leonardo da Vinci y Bernard Palissy, por ejemplo, lo habían anunciado, pero hasta el siglo XVII los sabios manifiestan una actitud acomodaticia, se acepta la condición mineral de los fósiles y su formación como producciones naturales independientes. Será en esta centuria cuando, paralelamente al desarrollo de la geología estratigráfica, se vincule al registro fósil la propiedad orgánica del elemento representado, tal y como ocurre hoy. Y aún se llego más lejos. Finalizando el siglo el micrógrafo británico Robert Hooke establecía una nueva frontera temporal al relacionar los fósiles con especies desaparecidas de la faz de la Tierra. Hasta entonces o bien eluden la cuestión de su localización o atribuyen los restos a habitantes de parajes inexplorados. La novedosa propuesta permite establecer tiempos diferentes en la cronología terrestre: el continuo tiempo planetario junto al tiempo biológico finito. Pero aún es pronto para que sepan desgranar el significado.
Desde el siglo XIX los fósiles testimonian los cambios anatómicos ocurridos en nombre de la evolución, son, como escribe Lamarck en su Filosofía zoológica, despojos de los cuerpos que vivieron antaño. Y, según el manual del geólogo británico Charles Lyell, se entiende por fósil la marca o el cuerpo de aquellos animales y vegetales enterrados por causas naturales. Formular una teoría evolutiva apoyándose en estos hallazgos ultratumba requiere grandes dosis de imaginación. Los restos paleontológicos prueban la pretérita existencia de otros seres cuyo significado sólo aparece cuando logramos correlacionarlos, lo cual no fue, ni es, tarea fácil. Junto a la existencia de especies extinguidas, la geología dictaminó la existencia de diferentes épocas geológicas caracterizadas por la impronta de una fauna y una flora genuinas. La consecuencia inmediata es la representación de la vida como un continuo proceso de cambio en el transcurso de dicha cronología. Y es relacionando la desaparición con la génesis de unas y otras como nace la teoría evolutiva. Concebida la idea el registro paleontológico encaja en el puzzle natural, pero faltan muchas piezas. Numerosos detractores del modelo evolutivo formulado por Darwin el año 1859 lo eran en nombre de la paleontología; y no lo fueron con la etiqueta antievolucionista sino antidarwiniana, porque la teoría no concordaba con los datos paleontológicos existentes. Al contrario de lo que parece, el debate dista mucho de haber finalizado.
En su versión geológica la naturaleza revela su cara oculta, una faz que cuanto más se perfila más la aleja de los atributos bíblicos. Los fósiles son un elemento de distorsión, pertenecen a una historia incompatible con la unidad y perfección del cuento recogido en las Escrituras. Para justificar tal desavenencia se recurre al catastrófico diluvio universal catalogando los restos como seres antediluvianos; o se procede a una relectura interesada interpretando el principio, aquellosprimeros días, en un sentido vago, un momento impreciso, ni tiempo ni espacio, donde todo pudo acontecer. O, sencillamente, se aplica el consejo del almirante Robert Fitzroy, conocido antidarwinista y capitán del Beagle cuando Darwin realizó su celebérrimo viaje iniciático: creer en Dios antes que en el hombre. Biblia en mano, Fitzroy pronunció estas palabras en el transcurso de una sesión científica recordada por otra anécdota. Bajo el lema creación frente a darwinismo el sábado 30 de junio de 1860 la British Association for the Advancement of Science celebraba en Oxford su reunión anual. En calidad de conferenciantes confraternizaban John Draper, profesor de la universidad de Nueva York, y el obispo local, Samuel Wilberforce. Expectante, la concurrencia abarrotaba la biblioteca universitaria. Entre los asistentes se encontraba el naturalista Thomas Huxley, apodado el bulldog de Darwin por su incondicional defensa de la causa. En un arrebato de ingenio, el obispo tuvo la feliz ocurrencia de preguntarle si descendía de un mono por parte de su abuelo o de su abuela. Las crónicas de la época cuentan que, colérico, Huxley se yergue lentamente farfullando entre dientes: el Señor lo ha puesto en mis manos. La respuesta fue vehemente, y alguna dama requirió el frasco de sales para recuperar la compostura. Dios y Darwin estaban condenados a entenderse, pero sería otro día. |