Según Heidi, no soy lo que todos suponen que debo ser.
Huelo a pólvora y algún día fui sangre seca.
Ella y yo hacemos una hoguera de pergaminos legendarios,
de espuma gris que araña el pedestal,
de madera astillada y escamas metálicas,
hoguera de cuero negro y corazón desvencijado,
de estalactitas amontonadas, humo cósmico asciende,
hoguera sola, sola como yo, que me derramo epiléptica:
pero ni por ésas logro ser lo que todos suponen.
Cuando me quemo un poco los codos, la observo melancólica.
Heidi asegura acordarse mucho de Espinete,
punzones en su pelo, extraña Medusa, tan rosa la vulva de las yeguas.
Cuánto me duele ser una sombra en la puerta del colegio.
¿Justo ahora quieres tarta, Heidi? Yo te diré.
Te diré que derrumbo el pastel para que alguien
me enseñe a morder cerezas:
terciopelo por fuera, lino áspero por dentro.
Te diré que por tu culpa perdí la palabra luna mientras huía.
No llores, Heidi. No puedo rescatar los astrolabios.
Mira, Heidi, las letras de tabaco
esparciendo monigotes en cada primavera.
Tengo sueño. Mañana escalaremos la montaña
que tenga menos flores — tierra blanca como el mármol — ,
o la que más te recuerde a nuestro hogar. Somos fugitivas.
Aparco mi cabeza en el borde de este poema,
que es un mapa de metáforas manchado de café.
Parece que mi Heidi también duerme.
Pero no.
Ella es cruel como las institutrices políglotas.
Heidi, mientras rezo, se masturba al oeste de mi pecho.
(De Mi primer bikini)
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