V
Yo no creo en las estatuas,
las estatuas son dioses que nunca he conocido,
que nunca han padecido frente al mar al mirarse el corazón.
Yo no creo en el filo que hay detrás de algunos huecos
ni creo en la oración que esas vidas tan largas nos provocan
ni en las filas que orinan una enorme ave frente al amanecer de la piedra.
Es que hay paisajes que me hieren las manos,
su ruido de alas mojadas, su ruido de semillas que arden,
y yo no quiero hablar de los reinos donde está encendida siempre la lengua de
mi madre,
yo quiero hablar como habla el manzano,
preciar un labio más que oír el relámpago
y en la algarabía de la música saber la estrofa de los vientres como un
parlamento conocido,
poseer la ceguera de la nieve, de sus bestias gemelas y enterrarlas.
Yo no creo en las estatuas y aguardo en mitad de mi lengua el oficio de los
nigromantes,
su ópalo gastado en los desiertos contra el hueso del hambre.
Yo no creo en los dioses que tienen un olor a ceniza
ni en los ojos redondos que la lluvia conoce,
que la lluvia fermenta despacio con su negra corona,
dueña de la flor, de la piedra y del agua.
Yo no creo en las estatuas ni en sus labios que arden poseídos de pájaros rojos,
no creo, yo no creo sino hasta que mis manos hayan bebido cada muslo que
quema.
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