Cuánto amo todavía mi buche hinchado de presagios, mi vientre preñado de
tormenta,
cuánto quiero a mi animal que se echa a dormir los días de lluvia junto al patio,
mi bestia que se tiende hacia el sur con la lengua teñida de números impares,
su lengua que llega hasta el mar para lamer la barba de mis antepasados,
los brazos abiertos en honor a mis deudos indicando la casa de los polos,
el desastre del pájaro que silba en el jardín quemado por el viento de las
premoniciones,
la cantidad de almendras que ahora he de contar para morder las sílabas que
me otorguen la gracia,
los heliotropos que acarrean el mal, el canto como una gran paloma.
Cuánto amo todavía mis orejas, imanes de una fertilidad que no cabe en mi boca,
mi espejo sin azogue con el día enterrado al final de la noche,
mi uña melancólica que araña en el fondo el papel de plata junto al tigre,
mi cabello mojado por el agua sin nombre que cae como un alambre lento en
las destilerías,
un hilo que se despeña en vano del alambique que ata las palabras con fuego
y se acerca a mi frente y se extiende en el frío y cumple su mandato cuando
aúlla en mis huesos
y es otro el que se llueve y se escurre sin pausa
y restriega a mi hijo y mis llaves con arena,
los enigmas, las piedras, las manos que irrumpen de noche con las largas
herencias.
Cuánto amo mi cabeza destinada a la sal que llora la plegaria,
la oscura radiación de los lechos que entierra el vendaval de hormigas,
la caja cerrada donde escupen, el saco que llenan las víctimas con nieve,
las guarderías donde viven los graves rayos inmunes,
el lamento de las tortugas en el abecedario,
la mujer decapitada con un ideograma en la rodilla,
la cabeza del poema que arde en mi cabeza de madera cortada,
tabla de oscuridad, pájaro negro contra el cielo arañado por los discos.
Cuánto amo mi nombre y mis falsas predicciones sin dueño,
mis pobres ropas en la fotografía del tiempo entregado como limosna a los
náufragos,
el túnel tan ajeno con que intentan probarme,
la avispa en las bodegas donde canto
y oigo a un anciano y a su madre hablar de los incendios
y entonces reconozco a mis hermanas,
un rostro con dos cestas donde yace abundancia.
Amo todavía mis cantos, el polvo de mis venas,
mis instrucciones para arder en el vocablo del sábado,
pero no he comido de ellos, su fe me ha abandonado,
el suicidio del pájaro de Dios contra el árbol sin cielo,
el adulterio blanco que eyacula las letras de la palabra hijo.
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