¿Qué devoción te consagra frente a los piadosos?
Soñé con El y enardecía su cabeza
desde el lenguaje inconcebible (sin trampas ni cautivos ni sílabas),
azotado por la purísima tempestad,
la inevitable araña del hartazgo
más acá de nubes, de pinzas y de hierros,
corrompiendo tu precaria pena
hasta donde llegan los ojos.
Ven en mí con el decoro atribulado del desertor
que lleva en sus espaldas la esquiva catedral llena de perras.
¿Qué llaga admirable gime en el costado de mi imperfección?
Fuiste arrojado por la boca que ve.
¿Por qué testimoniabas con desechos de tus padres y hermanos
al posible, enano morador de esa lujuria?
¿Es que tal vez había para mí una casa hundida
en el barro elemental de la pantera y el arce?
¿Nunca una casa para mí, un velador del infierno?
Allí no, allí no estaban nunca los hospedados de su insomnio,
adláteres en ascensión a la fiebre, pluma entre las piedras.
¡Pero qué quieres hacer muerte mía!
Y dije que hubo un soplo de sol agrietando los designios,
pero nadie escuchó.
El miedo -que abstrae y que somete-
subía por la carne amenazada.
¿Qué nieve perpleja sobre las rotaciones de esta opulencia futura?
Enmascarado en un terrón de incalculable soledad,
él te pidió inocentes para la desgracia,
exhibió, inexpugnable, agujeros de dolor en estos nichos
descendiendo como espuma hacia el lugar en que estás
caído hacia adentro y a oscuras.
Las glicinas me recuerdan, me suceden, me envenenan.
¿Y es éste el viento que desaparece
donde alguna vez dibujó el amor como el blanco relámpago
sobre los rizos dorados en la boca litúrgica?
Ladrón, cuenta los días: resquebrájate.
Pobres las manos que no encuentran las flores.
Pobre el marchito que viaja sin cesar entre magnolias.
Ni siquiera un albergue, ni la gota de lacre
adherida al mantel de los difuntos.
¿Qué se somete a la firme transfiguración
del supliciado por la noche?
¿Hasta aquí llegó el olor de tu hijo,
la suma insobornable de las tribus de Thot debajo de la luna?
Era en cuarto creciente y sobre tu cabeza.
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