No me pregunten por las falsas bendiciones, por los falsos frutos del árbol colocado en el lugar del trono. ¿Qué le debí a la ortiga arrancada por la desesperanza? Montañitas de vidrio lila bajo tus pies, y el dolor de una muerte hostil atrapada en verde oscuro.
Abrías los biombos de marfil. La reina caminaba por el parque, completamente desnuda, con el grito recogido en murmullo, en pavor, en navajas brillantes ya ocultas por la herida. Todo me aleja al horizonte –ya gritas-, como si me reconciliara con el nacimiento. Pero no es un vuelo esta historia: Yo viajo hacia el condado de plumas negras, a un trópico de selvas donde erijo mi casa con brotes de murciélago. Clavículas de hechicera, en esa latitud hundo mi sueño, me absorbo en torbellino para reír de la muerte.
Se entrega a la lluvia. Atraviesa un espacio que podría oscurecerlo o acaso abandonarlo inútilmente a las furias. Pero invoca otro esplendor, y es otro el jardín con que nombra las cosas de este mundo. Altos sauces, raíces como naves naufragando hacia adentro, corteza de álamos donde se fija el sol de los aparecidos. Aguárdame vacío esmerilado con tu piedad. ¡Quiero el gesto hermoso del que jamás existió!
Así: beatífico y feliz y arrancado a tu misterio.
Manuel Lozano
Buenos Aires, mayo de 2005
|