Ya han comido de mi carne.
Es medianoche y sube el musgo en las paredes
con cruces tatuadas por la muerte.
Una silueta se acuesta con la sombra.
¡Fastuosa cicatriz la del harapo!
Pestilencial, veo su armadura invisible
atravesar muladares y cartílagos.
¿Adónde la libertad de los líquenes?
¿Qué edad tienen los días que mastican
la ruindad de los hombres?
Un teatro de incesto y calaveras
desentierras con la lluvia más fría.
-Vuelve a jugar-, dice el verdugo.
Pero yo he de tajar en piedra
la palabra que salva.
Del libro: "La rueca dorada"
Buenos Aires, febrero de 2005
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