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ANDRÉS GALERA
GEA, IH, CSIC
España y Portugal: ciencia y política ultramarina
a finales del siglo XVIII (1)

Ciencia y política ultramarina a finales del siglo XVIII

Notas

Bibliografia

Ciencia y política ultramarina a finales del siglo XVIII
Reflexiona Foucault en su libro “Las palabras y las cosas” (2), que en el siglo XVIII un ciego no puede desempeñar el oficio de naturalista; y no le falta razón. Ver es una facultad imprescindible para describir los objetos naturales cuando conocer la naturaleza deja de ser una cuestión de fe, cuando los hechos sustituyen a la especulación. Escribía Rousseau que para observar es <<preciso tener ojos y dirigirlos hacia el objeto que se quiere conocer>> (3), puntualizando la ineficacia del órgano si falta la intención del uso. El maestro Linneo, en su Sistema natural, señala que la vista sirve al naturalista para diferenciar las partes que componen cada objeto, tras lo cual se describe y se nombra. Empleando tan sencillo proceder empírico los naturalistas prosiguen una labor infinita: inventariar la naturaleza. Pero el cometido de conocer y ordenar el inmenso zoológico, similar oasis botánico, y el conglomerado pétreo que las cosas componen sobre la Tierra no es tan fácil como enuncian las palabras. Para conocer las cosas es preciso buscarlas. En cualquier época viajar significa recopilar información y el naturalista o se convierte en un infatigable viajero, o necesita la colaboración de ayudantes que acopien los objetos por él. Dos tareas dos oficios: explorar y estudiar, recolector y naturalista de gabinete, dos personajes siervos de una misma causa con papeles muy diferentes en el teatro natural. Ciertamente, como explicaba el botánico Cavanilles, no es lo mismo ser viajante que naturalista, ver y recoger objetos que ser juez y determinar su significado científico (4).

En este contexto, durante el siglo dieciocho, desde Europa se organizan viajes de exploración al Nuevo Mundo etiquetados con la denominación de científicos, aunque el patrocinio de tan costosas empresas responda a intereses crematísticos y de dominio. Lo dijo Bertrand Russell (5), y lo repetirá Paul Hazard (6). Ciencia y política comparten ideales. Los sabios investigan el universo para controlarlo y los gobernantes suscriben este vanidoso y egocéntrico fin sine díe. Lamenta Rousseau en su Emilio que falten Platones y Pitagoras -si los había estaban ocultos-, lamenta que los sabios ya no viajasen para instruirse -lo hacían por interés, como todos-. La Corte los envía, los mantiene, y les paga un sueldo (7); la contrapartida al generoso dispendio eran los suculentos beneficios económicos derivados de la explotación de los recursos naturales; consecuentemente, la legión naturalista es fundamental para gestionar los territorios de ultramar. Compartiendo ideología fisiocrática las potencias europeas envían sus huestes a explorar América, Asia y Oceanía. Literariamente, el objetivo general es obtener una interpretación más completa del Globo y de sus habitantes, como explica Diderot analizando el viaje de Bougainville (8), en la práctica buscan conocer la su situación socio-política, saber más sobre agricultura, astronomía, cartografía, botánica, zoología, metalurgia, comercio, mineralogía, hidrología, sanidad, y aplicar estos conocimientos en  beneficio propio. Filosofar con la experiencia por delante es la clave intelectual de estas exploraciones, afirma Gaspar Gómez de la Serna definiendo el modelo de viaje ilustrado (9). En este marco España y Portugal mantuvieron una problemática particular nacida de su rivalidad territorial, capítulo al que pertenecen los dos episodios que analizamos comparativamente: los viajes exploratorios protagonizados por Alexandre Rodrigues Ferreira (10) y por Félix  de Azara (11).

En 1783 la corona portuguesa, la reina María I, decide inventariar sus posesiones ultramarinas. Rumbo a Cabo Verde navega el naturalista Joao da Silva Feijo, hacia Angola se dirige Angelo Donatti, y Mozambique es el destino de Manuel Galvao da Silva y Joao da Costa, mientras que Alexandre Rodrigues Ferreira emprende un Viagem filosófica por las capitanias de Pará, Rio Negro, Mato Grosso y Cuiabá. Durante nueve años, hasta 1792,  Ferreira explora el territorio brasileño. La primera cuestión a resolver es conocer el significado del adjetivo filosófico aplicado a una expedición. La pregunta ¿qué es un viaje filosófico? tiene respuesta en el “Compêndio de observaçoens que fórmao o plano da viagem politica e filosofica que se deve fazer dentro da patria”, publicado por José Antonio de Sá también el año 1783: <<A viagem filosofica nenhuma outra cousa tem por objecto mais, do que averiguar a natureza; fazendo por conhecer todos os productos, e riquezas, que o Omnipotente esplhou na superficie do Globo; a fim de se obter huma perfeita descripçao dos tres Reinos da natureza>> (12). No tenemos certeza que Ferreira conociese el libro, pero sus manuscritos atestiguan que siguió escrupulosamente está línea ideológica. Su visión de la naturaleza manifiesta, pues, el utilitarismo fisiocrático. Los objetos naturales se convierten en recursos naturales y el hombre en su hacedor terrenal, la naturaleza es un cúmulo de riquezas dispuestas para su beneficio. Aforismo desafortunado que sigue gobernándonos.

En segundo lugar, es obligado preguntar por la cuenta de resultados. ¿Cuál fue la contribucción de Rodriguez Ferreira al conocimiento de la naturaleza americana? La respuesta la encontramos en el polémico análisis, levanto las iras nacionalistas, que Sylvio Roméro realiza en un libro centenario, la “Historia da litteratura brasileira”publicado en 1902: <<Ao serviço de un governo em grande parte inepto e mesquinho, accumulou uma immensa rima de manuscriptos que lá ficaram pelos archivos para pasto das traças, e os factos novos, as descobertas importantes ali reunidas permaneceram como nao existentes e tiveram de ser produzidos de novo pela pleiada de viajantes estrangeiros que nos ultimos cem annos têm percorrido as regioes amazonicas>> (13). En 1804 Ferreira preparaba la publicación de una “Historia natural do Pará”, pero fracasó (14), y no todos sus materiales alimentaron a las polillas pues muchos formaron parte del botín que en 1808 recolectó en el Museo de Ajuda el naturalista frances Etienne Geoffroy Saint-Hilaire con ocasión de la campaña militar desplegada por las tropas napoleónicas en Portugal. El destino final de tan preciado tesoro fueron las dependencias del parisino Museo de Historia Natural, donde fue estudiado e incorporado al repertorio científico por un destacado plantel de naturalistas -el propio Geoffroy, Anselme Gaetan Desmarest, Henri-Ducrotay de Blainville e Isidore Geoffoy Saint-Hilaire (15)-.

Pero no conduciremos el relato por la senda del desagravio pues no hay otro agravio que el olvido del recolector de estudiar e identificar los especímenes. La situación nos conduce a una polémica habitual en la centuria ilustrada. El recolector se enfrenta al naturalista de gabinete. Aquél recoge los materiales y éste genera conocimientos, ¿cuál es la recompensa que cada uno merece? Ambos oficios se diluyen en una simbiosis perfecta, pero uno y otro, individualmente, alcanzan una repercusión social muy diferente. En el caso que nos ocupa, desconocimiento y mala salud son los escasos atributos que le atribuye el botánico Heinrich Link, tras su viaje a Portugal durante el periodo 1797-1799: <<O segundo conservador do Museu e Jardin da Ajuda é Alexandre Rodrigues Ferreira, do qual nada póde dizer-se a nao ser que esteve por muito tempo no Brazil, e que padece de gôta>>(16).

El juicio de Sylvio Roméro persevera en esta línea crítica, subraya el abandono del material expedicionario cuyo contenido se conocía sólo dentro del reducido círculo oficial lisboeta. Y <<Nao se lhe póde, portanto, fazer uma completa rehabilitaçao historica. Foi uma victima do seu meio e hoje é apenas uma curiosidade bibliographica. Vai n'isto immensa injustiça; mas a historia nao vive só de justiça; gesta muito tambem da felicidade, da força, da victoria. Aquillo que nao entra na circulaçao geral do organismo social, como elemento vivo, é esquecido, é eliminado. O sabio brasileiro nao póde ver seus livros impressos fazerem o curso da Europa e pelo menos sirverem de informaçao sobre a flora, a fauna e a etnologia amazonica, tanto peor para elle; mas, antes e acima de tudo, tanto peor para nós. A historia consignará ao menos que elle trabalhou e nao soubemos utilisar a seu trabalho>> (17). La dimensión científica de Ferreira se perfila próxima al ávido recolector y no al quehacer del naturalista, su principal mérito consistió en desplegar una incesante actividad fruto de la cual fue la enorme cantidad de información acumulada sobre los habitantes de la región amazónica. Su gran defecto es la <<falta d'uma vista de conjunto, a falta d'uma philosophia>> (18), su pecado capital es su incapacidad para superar la frontera que separa la recolección de la elaboración científica. Una situación común <<o todos os sabios portuguezes e brasileiros de suo tempo>>, polemiza Sylvio Roméro (19). Antonio de Sá achaca la situación a la ignorancia: <<Como os systemas de Historia Natural sao ha poucos annos estudados no nosso paiz, ha muita gente, aliàs, instruido, que sendo capaz de observar, e descrever a natureza, näo tem ainda uso, nem conhecimento dos systemas>> (20).

Aunque esta indolente actitud, olvido o incapacidad, de los naturalistas ibéricos para incorporar las colecciones de ultramar al repertorio naturalístico europeo pueda ser una característica representativa del estado de las ciencias naturales en la península durante el siglo XVIII, ésta, como toda generalización, tiene cierto grado de injusticia. Un principio que podemos aplicar al caso de Rodriguez Ferreira, pues el naturalista bahiano busca y encuentra orden y  sentido a sus observaciones en el modelo sistemático linneano y en la buffoniana “Histoire naturelle”, para componer, sí, un discurso elemental, anticuado y manido.

El episodio protagonizado por Félix de Azara fue un suceso paralelo y simultáneo. Este ingeniero militar llegó a América el año 1781 formando parte de la comisión de límites que, ejecutando los acuerdos del tratado de San Ildefonso, debía resolver el litigio que España y Portugal mantenían sobre las fronteras de sus dominios ultramarinos. Era uno de los comisarios. Su periplo duró casi dos décadas, no autorizándose su regreso a España hasta 1801 a pesar de su reiterada petición de traslado. En julio de 1794 escribía al primer ministro Antonio Valdés recordándole que habiendo esperado a los portugueses durante doce años había llegado la hora del relevo pues la comisión no tenía fin y se había convertido en un triste destierro (21). Pero el gobernante fue condescendiente con el retraso portugués e implacable con el destino del oficial, que esperará todavía siete años para celebrar su retorno.

Durante su dilatada estancia Azara exploró la región fronteriza del Brasil, la costa septentrional, los límites del río Paraná, y, partiendo de Buenos Aires, recorrió la extensa región de las Pampas para adelantar las fronteras hacia el sur. El resultado de su exploración es una ingente labor cartográfica —mapas del distrito de la ciudad de Corrientes, de las provincias de Misiones y Paraguay, del curso del río Paraguay, por ejemplo—, valiosos informes sobre geografía política y humana, y un compendio de historia natural americana bajo la forma de “Apuntamientos”sobre los pájaros y los cuadrúpedos del río de La Plata y del Paraguay, con los que alcanzó fama en Europa. 

Cuando Azara regresa a la península su hermano Nicolás desempeñaba el cargo de embajador en París, y allí se traslada al encuentro fraternal. Su estancia llamó la atención de Napoleón Bonaparte, perspicaz a la hora de comprender la relevancia del su testimonio para diseñar sus planes intervencionistas frente a Portugal, aliada de Inglaterra contra Francia. Napoleón pensaba invadir el sur de Brasil enviando un cuerpo expedicionario a través del río de la Plata y quiso conocer la situación de primera mano enviando un comisario a entrevistar y sonsacar al oficial español, que supo salir airoso de complicado trance.

Dentro del panorama científico conformado en España alrededor de la historia natural durante la segunda mitad del siglo XVIII, la figura de Azara tiene un valor excepcional tanto por la singularidad de su investigación como por la difusión europea de su obra, es uno de los naturalistas con mayor repercusión internacional gracias a su vinculación con el parisino Museo de Historia Natural. Su actividad científica fue un hecho fortuito, propiciado por la ociosidad derivada de su cometido como comisario de límites ante la ausencia del bando portugués. Desocupado, Azara emprende el estudio de los animales que le rodean buscando una distracción provechosa. Filosóficamente hablando, su inquietud cognoscitiva define el pensamiento ilustrado, en la práctica refleja un estado de ansiedad canalizado por un hombre culto hacia el conocimiento. El resultado de esta inacción política fue un tesoro intelectual sobre la naturaleza americana.

Como sucede con Rodrigues Ferreira, su investigación sobre la fauna americana tiene una predominante directriz descriptiva, constituyendo un cúmulo de información donde pronto nace la necesidad de aplicar un método clasificatorio necesario para ordenar la ingente cantidad de especies que pueblan el continente. Es un hecho derivado de la práctica, cuando el número de observaciones es tal que la continua revisión de notas y descripciones se convierte en una tarea dilatada y tediosa a la hora de identificar los especímenes. Desorden que le induce a interpretar la naturaleza aplicando el concepto sistemático linneano. Junto al inventario sus textos también componen la imagen de una naturaleza dinámica donde hombres, animales y plantas conviven en armónica relación, reflexionando sobre su morfología y costumbres para descubrir las leyes que regulan la actividad de estos seres vivos. Azara, y también Ferreira, acuñaron así un modelo de naturaleza de corte aristotélico, un mundo inocente cuyos habitantes ejercen libremente su actividad sin la participación del hombre civilizado.

El estudio antropológico del cono sur es uno de los importantes legados de ambos viajes. Durante el siglo XVIII el hombre indagó su pasado investigando las formas y costumbres de los aborígenes americanos, la antropología era un tema de actualidad. La materia ocupó a los numerosos exploradores que circularon por el continente recogiendo datos sobre unos habitantes desconocidos alrededor de los cuales se vertían relatos fantasiosos, informaciones que, sin mayor constatación, engrosaban las disertaciones de los crédulos académicos europeos. Por su rigor, las páginas escritas por Azara y los manuscritos de Ferreira responden a esta incertidumbre aportando noticias fidedignas sobre numerosas poblaciones aborígenes, sobre las que su testimonio es una fuente documental privilegiada. El indio americano aparece en estos relatos como un elemento consustancial a una naturaleza que le da cobijo y protección, ejercitando una indolente existencia acorde con el entorno, la idílica imagen roussoniana. Un estado de perfección que desaparece paulatinamente a medida que dirige sus pasos hacia la civilización. El indígena es un hombre cercano a las formas salvajes con las que convive, un ser en íntima comunión con el resto de animales conformando un grupo humano que todavía mantiene su faz animal. Este imaginario centauro representa la integración del nativo con su hábitat. Idealización que, lejos de significa añoranza o deseo por regresar al seno de la naturaleza, es, simplemente, el elogio de hombres y mujeres que viven alejados del artificio dominante en la sociedad civilizada. Ni Ferreira ni Azara están dispuestos a regresar al árbol.

El caso de Azara ejemplifica el modelo de investigación realizado por los científicos españoles en América durante el siglo XVIII. Una labor de recopilación que él supo diseminar internacionalmente, a diferencia de lo sucedido con la mayoría de sus coetáneos enviados por la Corona española a explorar los territorios de ultramar y, también con Rodrigues Ferreira. En 1801 se publicó en París el primer libro de Félix de Azara, “Essais sur l’histoire naturelle des quadrupèdes de la province du Paraguay”. Un año después aparece la versión en español titulada “Apuntamientos para la historia natural de los cuadrúpedos del Paraguay y río de La Plata”; y 1809 es el año de “Voyages dans l’Amérique Méridionale”, traducida al alemán, italiano e inglés y, finalmente, al español. Escueto y clarificador periplo editorial fiel reflejo de la difusión europea de su obra y la poca atención prestada en España. Fracaso pronosticado por el mismo Azara: <<No espero verla estimada en este país, donde el gusto por las ciencias, y sobre todo por la historia natural está absolutamente dado de lado>> (22).

Opinaba Rousseau que frente a los viajeros franceses, alemanes e ingleses, el español <<es el único que saca del viaje observaciones útiles para su patria>> (23). Juicio errado, sin duda, pero adecuado para el ejemplo que nos ocupa. Tanto Alexsandre Rodriguez Ferreira como Félix de Azara demostraron su capacidad para observar y sacar concluisiones beneficiosas para su país, pero en igual medida los gobernantes mostraron su ineptitud para aprovechar esta información dando la razón a Rousseau cuando nos califica como uno de los pueblos menos cultivados, aunque siempre nos quedará el consuelo de ser de los más cuerdos, como afirma el filósofo francés.

 





ANDRÉS GALERA
Professor. Investigador no CSIC: Consejo Superior de Investigaciones Cientificas, Madrid.