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JUAN CALZADILLA

Anotaciones para un enfoque transdisciplinario de escritura e imagen visual en la formación de las vanguardias en Venezuela (2)

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En cuanto a mí, para concretarme a lo que puedo decir del tema de este coloquio del mejor modo que conozco, o sea autoexplícitamente, me permitiré evocar algunos hechos poco conocidos. En la época en que se levantó la generación a la cual pertenezco, es decir, en los años cincuenta, ocurrió en la cultura venezolana un proceso singular y atípico. Aparecieron las vanguardias y con ellas un concepto muy diferente y dinámico de entender la interdependencia de las disciplinas artísticas e incluso las relaciones entre éstas y la literatura. Ese concepto tiene que ver con lo que entonces llamábamos integración de las artes, es decir, un tipo de interdisciplinaridad con el que no estábamos familiarizados y que tuvo como eje la forma casi hegemónica y autoritaria con que el arte abstracto surgió y se expandió en las principales ciudades venezolanas, llegando a tener gran influencia en la arquitectura y en disciplinas que como el diseño se asociaban a la también generalizada convicción de que el arte debe evolucionar al par del progreso de la sociedad industrial. Fue Alejandro Otero el principal exponente de esta tesis.

La crítica nueva nació por entonces entre nosotros, en principio estimulada por la relación que mantenían los escritores, y especialmente los poetas, con las artes plásticas. El interés general por la modernidad favoreció mucho este proceso que se interrumpió en Venezuela, bruscamente, a fines de los cincuenta, generando gran frustración. Durante ese período de formación de las vanguardias, la frontera de los géneros artísticos, la pintura y la escultura en especial, casi llegó a desaparecer a costa de privilegiar un arte objetivo representado por obras que se exponían al aire libre o a la intemperie y en las que se combinaba el uso de la policromía con los nuevos materiales de la industria dentro de un perfil tridimensional. Un arte al cual por entonces nadie llamaba por otro nombre que el de abstraccionismo geométrico. Con este nuevo lenguaje se pudo apreciar que la transdisciplinaridad que se buscaba con la integración de lenguajes abrigaba el propósito social de vincular las propuestas con los espacios públicos, con algo así como un museo urbano o peatonal. Propósito que como ustedes saben se vio frenado por la violenta irrupción de las vanguardias neo-expresionistas que dominaron en la década del sesenta y que acabaron con la ilusión de seguir pensando que el arte se rige por las leyes del progreso.

En una época en que el crítico de arte se formaba en la calle y no en instituciones académicas o museológicas y en que la actividad crítica se confundía con la labor periodística, no fue fácil para mi generación escapar a la fascinación que producía el descubrimiento de los grandes movimientos del arte moderno ni tampoco el interés que despertaba el hecho de que fuéramos testigos de una transformación del arte venezolano que se extendió también a otras disciplinas y en especial a la literatura, tal como pudo apreciarse en el surgimiento de grupos innovadores como Sardio y El Techo de la Ballena. En una época tan crucial y polémica en la que casi se le pedía a todo el mundo que tomara partido y gritara su rabia a las puertas de los museos, se hizo imperioso definir y afirmar afinidades para integrarnos a lo universal a partir de las modestas contribuciones que aquí hacíamos, comportamiento que parece ser desde entonces una de las peculiaridades del clima cultural venezolano.

De otra parte, los oficios o vocaciones que se podían elegir como ejercicio de vida no estaban en aquella época tan reñidos ni se excluían tan compulsiva y competitivamente entre sí como hoy, lo cual conducía a que no fuera infrecuente encontrar entre los pintores mismos gente pensante que, igual que reflexionaba sobre su trabajo, podía escribir ficción o dedicar tiempo al pensamiento crítico. No era extraño tampoco ver a los escritores inclinarse sobre el caballete para intentar borronear una figura.

Ahora bien, para continuar con estas anotaciones autobiográficas, diré que en l953, perdida la oportunidad de graduarme y frustrado políticamente por el fracaso del plebiscito electoral del año anterior, yo pensaba seriamente en que podía dedicarme a la literatura. Durante largas temporadas en la provincia y en el ocio de los difíciles días de una prisión política en Caracas y de varios meses de persecución en el estado Guárico, había yo hecho muchas lecturas de clásicos y modernos y escribía poesía medida y rimada. Recuerdo que Mariano Picón-Salas me publicó en El papel Literario de El Nacional una Egloga inspirada en una famosa pieza homóloga de Garcilaso. Aquel año de l953 alcancé un premio en un concurso de poesía en cuyo jurado estaban Ida Gramcko y José Ramón Medina. La torre de los pájaros era ese largo poema de inspiración withmaniana que dos años más tarde, en 1955, editó en Valencia Felipe Herrera Vial en los Cuadernos Cabriales.

Por esa época yo no tenía la menor idea del género de actividad al que podía consagrarme como medio de vida. Pero la ironía es que de poco sirvió aquel premio ni el estimuló que le atribuí. De regreso en Caracas, me dediqué afanosamente a buscar un puesto de trabajo, pero sólo conseguí que Pascual Venegas Filardo, enfundado en su talante huraño, me empleara a destajo en la redacción de El Universal para escribirle una columna semanal que salió durante varios años en el Suplemento Cultural de ese diario, con el título de Reseña de la Semana. Tengo que agradecerle a este espacio la audacia de haberme empujado a escribir regularmente sobre libros y sobre las artes plásticas y sus protagonistas. Por esta época el periodismo era la vía natural para el ejercicio de la crítica e incluso para perseverar en ella. No se editaban como hoy libros de arte y lo que se publicaba en los catálogos era extremadamente simple aunque muy sincero. Los escritores que se aventuraban a escribir artículos sobre arte, como Picón-Salas, Meneses, Pineda, Armas Alfonzo, Antillano y Carpentier, se sentían como prestados a aquella actividad y no hubo ni uno solo que, con la excepción de Gaston Diehl, (un francés radicado por entonces en Venezuela) se considerara a sí mismo crítico de arte. La museología estaba en pañales y no había como hoy facultades de arte ni revistas especializadas. Fernando Paz Castillo y Enrique Planchart se habían iniciado bastante antes, en l919, como gacetilleros en El Universal y después que yo, escribiendo para otro diario, lo hizo también Roberto Guevara. No eran hombres salidos de academias de arte. Pero cómo sabían. Por entonces Pedro Ängel González dictaba cátedra a las puertas del Museo de Bellas Artes y ya había muerto uno de nuestros docentes más agudos, esa figura tan querida por los valencianos de aquel tiempo que fue Antonio Edmundo Monsanto, cofundador del Salón Michelena.

El arte entraba por los poros o no entraba. La relación de pintura y escritura era más viva y personal de lo que es hoy en la era virtual, y uno podía llegar a comprender el proceso de elaboración de un cuadro con sólo realizar una inspección cuidadosa del taller del artista, o andando de exposición en exposición detrás de una entrevista con el pintor. Actualmente la información se maneja muy rudimentariamente, más con el propósito de mantenerse al día que de compenetrarse con el trabajo artístico, y ha desaparecido del trato de las apresuradas notas de prensa ese análisis de las obras en el cual tanto esmero pusieron las generaciones anteriores.

Llegado a este punto, no tengo que abundar en cómo yo mismo me he visto envuelto en esta problemática de la transdisciplinaridad y me bastaría recordarles que durante años, muchos años, me ocupé, ya de manera diligente o negligente, de esa actividad que en la cultura se conoce como crítica de arte. Desde luego que ésta es una función que se desprende de la existencia misma del arte y que por estarle supeditada se manifiesta como una explicación o valoración de sus objetos. Pero también está estrechamente asociada al lenguaje literario pues siempre se ha tenido en mayor estima el texto critico cuidadosamente redactado. Dependiendo de un factor verbal común a la literatura, la crítica mantiene una relación muy dinámica con la investigación histórica, a tiempo que ofrece una doble lectura interdisciplinaria en cuanto a lo que dice sobre la obra en sí misma y en cuanto a lo que dice de la realidad. El contexto es el lugar de convergencia de los juicios históricos, y la historia del arte lo es de los juicios estéticos o de valor. Aunque tampoco se niega que pueda tenerse acceso a la comprensión de la obra a través de la intuición expresada por medio de un verbo poético.

Total: que la relación entre el hecho plástico y la escritura se hizo para mí tan perentoria que llegué a pensar, tal como lo hice, en que podría llegar a entender mejor el proceso artístico si me dedicaba a su práctica misma. Por algún tiempo estuve en las clases de dibujo que en la Escuela de Artes Plásticas regentaba Pedro Angel González. Comprendí, sin embargo, que sería de mayor provecho si, abandonando el modelo vivo, experimentaba por mi cuenta, dado que lo que tú dibujas reproduciéndolo del natural nunca es tan fiel a lo que observas como a lo que ya conoces. Reproducimos mejor lo que conocemos bien, no lo que está delante de nuestros ojos, pues el conocimiento que suple la experiencia es siempre una evocación intensificada. El dibujo es una facultad analítica y lo que se aprende de él es realmente una disposición para observar con una agudeza que sólo se adquiere bien desde la infancia. He allí por qué el desarrollo de esta disposición, desde los siete años, hizo de Michelena un dibujante genial. Por mi parte, preferí dedicarme a la copia de la obra gráfica, vista en reproducciones y láminas, de los grandes maestros, como Goya, Rembrandt, Pícasso, todo lo cual, gracias a la destreza adquirida, me sirvió para abrirme cauce a los procesos de formación de imágenes por una vía automática. Entiendo por lenguaje automático un resultado dependiente de la velocidad, el azar y el control no razonado o consciente de las pulsiones o emisiones del medio empleado.

De lo demás, en cuanto a mi modesto trabajo cumplido en el discutible y resbaladizo terreno de la crítica, la mayoría de ustedes ya está enterada. Me limitaré a hacer una breve relación en torno a ese otro polo de mi experiencia transdisciplinaria representada por mi obra dibujística.

Para referirme a este punto, diré que entiendo la transgeneridad en el dibujo, tal como lo he practicado desde hace mucho tiempo, como voluntad de integrar la motricidad de la escritura considerada plásticamente a una pulsión psíquica incontrolada, de naturaleza orgánica, que se desarrolla en las dos dimensiones de un soporte plano. Cuando se dibuja mediante un accionar parecido a cuando se escribe a mano, uno termina por concebir el resultado como una caligrafía visual, compuesta de imágenes, en la cual, plásticamente hablando, signo y sentido son lo mismo. Eso explica que yo haya encontrado en el borrador del poema, o del texto de la página, una matriz primera del dibujo en su correspondencia con la hoja de un soporte en donde, siguiendo las tensiones de la pulsión automática, se ejecutara un dibujo de formas abstractas o figurativas. La plasticidad en el trazo dibujístico puro nada tiene que ver con el objeto que se representa con él, es simplemente expresivo. Para lograrlo basta limitarse al instrumental indispensable del dibujo, como son el papel, el lápiz, el gotero, la caña de bambú, el pincel y los negros, grises o sepias de las tintas.

Los procedimientos dibujísticos que he empleado han sido los que más contradictoriamente condenan en la obra todo propósito literario, anécdota o mímesis cuando se emplean esos procedimientos en función representativa. De hecho el método caligráfico, a la vista del resultado, exime de preguntarse por toda intención premeditada previa a la realización misma del dibujo y también exime de tener que explicar que el mejor dibujante es aquel que menos tentado se siente a hacer correcciones o enmendaturas en sus obras. La caligrafía en el dibujo puede ser considerada como una gestualización mínima en cuyo origen está un impulso motriz básico. A la inversa, en el origen de la gestualización pictórica, por más ampliamente que ésta se proyecte al plano, se encuentra una pulsión caligráfica. Al emplear un formato mayor, trasladando el acontecimiento al espacio, no se hace más que proyectar laa forma hasta los límites exigidos por su crecimiento, a partir del mismo impulso motriz mínimo que da origen a la formación del dibujo. Reducida a sí misma, la estructura del dibujo podría, con el mismo argumento, ahorrarse el empleo del color, al considerar a éste como mero relleno. El dibujo que necesita del color se vuelve un apéndice de la pintura.

Me interesa, así pues, algo simple como la forma o como el movimiento considerados como accidentes del azar, algo que pueda reducirse a su incidencia o a su continuidad misma en el momento de producirse. Me interesa su secuencia positivo-negativa fija en un plano, en un espacio por decirlo así abstracto y generalmente monocromático (en blanco y negro, quiero decir) sin que con ello esté negando validez al color.

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