FELIPE MONCADA
Fue solo y agresivo el cardo.
Nadie amó sus corolas penitentes,
nadie, ni siquiera los asnos.
Alejandro Lavín . (1937-2012)La cuesta
Gotas de sudor caen al trumao. El color del suelo te reconoce: es el mismo de las canchas de tierra, cuando saliste jadeando del partido, escupiendo piedrecillas; es el que pensaste no volver a ver, con las rodillas flaqueando en un despeñadero; se parece al polvo de los eriazos que masticaste de vuelta a casa, después de un engaño. Caen gotas en el barro seco después de un temporal; suelo que rompiste a chuzo por poca plata o donde en cuclillas cosechaste tomates embrutecido por la fatiga. Sube. Piensa solamente donde poner el próximo pie. Que todo pensamiento sea el camino cuesta arriba, la próxima piedra donde pisar; lo demás vendrá después, cuando en lo alto de un portezuelo veas temblar robles a la distancia y pequeños ranchos llenos de pendencias. Sube. En cada gota que cae, un odio se hace más pequeño. Cada paso es un golpe, así cuando venga un latigazo verdadero, la burla, la risa de verte en el suelo, tengas un bosque en el aliento, una pequeña vertiente fría que refresque tus caídas de bruto entre las ortigas.
Montañeros
a Bernardo González
Llevan agua en botellas plásticas
y el bastón puede ser una rama de patagua.
No son necesarios zapatos de marca
pues las piernas son el soplo del bosque,
su aliento fresco en medio del cansancio.
Una olla vieja, una mochila descosida,
un jockey comprado en la feria.
De himno el grito de los animales perdidos
y por cielo una lejanía de volcanes.
No han subido las siete cumbres,
pero saben cuidar el fuego
para que no se ahoguen los carpinteros.
Y si te quedas atrás, sabrán esperar
jugando al vértigo del cóndor en un risco,
porque no hay carreras contra la belleza
y la espuma alcanza para todos.
Ceramista
A Alejandro Lavín
Podría ser
un inmortal desterrado
calando ideogramas
en la corteza de un canelo
o un anacoreta pariente del Bocaccio
dedicado a la consolación de las nativas.
La cosa es que este Monje
sabe más por viejo que por Tao,
más por conocer la textura de las piedras
que por traducir a Sutano o Mengano.
Y si no le importa dónde termina la corteza
y dónde comienza la cabaña
es porque toma agua en hoja de lingue,
ya que la taza es para el ojo y el tacto,
para imaginar montes de caolín
cada vez que llena una jarra
o se bebe alrededor de la parrilla
bajo la fronda de los avellanos silvestres.
Cocina a leña
Un pez de piedra en los médanos maulinos, ajo chilote, aroma y mareas en su redoma de bagual, polen araucano, merkén de los archipiélagos, changle de los robledales, caracoles de otoño en los mercados. Toda una gastronomía de aromas con siglos de lluvia sobre su poncho. Partimos el queso de Carahue, con ají preparado a orillas del Imperial. De un molino de madera caerá la espuma del Pacífico frente a Tirúa, sangre áspera de la manzana. Comeremos de la chorrillana lafkenche, mientras la lluvia lenta sube los caudales y hunde bueyes en las vegas. El tiuque y el chucao presagian la muerte de la semilla, oscuro soplo, viento en flauta de coligüe, un canto arcaico que despierta en el ruido, sagrado monolito de poleo en medio del raco. En la roja ceremonia brindaremos por el cuento de las caletas, territorio de luz, robalos de Nehuentúe, caminos barrosos de Cunco, agua de Lumaco, fiera resistencia de hablar en la cercanía del fogón, atentos al designio del rescoldo.
Semillas
A Chiri Moyano
I.
El arte de permanecer
pregúntaselo a una patagua,
el secreto de enraizar en el aire
y crujir con la ventolera.
Cada cual con su estrategia:
el belloto en su huevo de caoba,
el quillay con estrella de palo,
el chagualillo en su poliedro
de cien geometrías minerales.
Cada futuro es cáscara
antes de hundirse en el hueso.
Natural es el arte de permanecer,
ya seas maleza
o copa de cuarzo en la melosa.
En el otoño van juntos
a lucir el esqueleto de la persistencia:
ciprés de los peñascos,
mayu de los senderos,
palma de los arenales.
En un puñado puedes guardar
el pasado de los jardines colgantes.
Vendrá el viento de abril
y de todo esto quedará
el sueño largo de los escarabajos
y una dormida latencia de avispas.
II.
Sube las pinalerías
a recoger harina del pehuén.
Bordea las quebradas del Lircay
y busca en la hojarasca de los avellanos
el tosco sabor de la madera.
Remonta la cuesta por el estero
y hace rancho junto al palmar
esperando el gotear de los racimos.
Acude a la vieja roblería,
llena tu saco de digüeñes,
tu canasto de changles,
hasta que oigas el oscuro galope
de los antepasados.
Reúne el maqui, la mora, el boldo,
las flores silvestres del monte;
de todo esto quedará
una dormida colmena de abejas
y la densa cortina de la lluvia.
III.
Te puedes ver
en la cúpula de la astromelia
como en un cristal adivinatorio.
Antes de perder el sentido
hace tu nido bajo un canelo
mordiendo la pepa del sahumerio.
Quema la cáscara del chamico,
mastica la médula del cogollo,
machaca la savia del chagual:
dentro de todo duerme un dios curtido,
un diminuto reloj de los vientos
que le da cuerda al temporal.
Álbum de montaña
Ese hombre pequeño,
en un rincón de la fotografía,
tiene melancolía de las edades
y visita un lago
en la copa de los barrancos.
Mira la inmensidad
y bordea el acantilado
como esas hormigas
que trepan un basurero
una mañana de verano.
Esa mujer
que ordena su carpa
y aplica aerosol
contra los insectos
tiene miedo de morir
y siente al paisaje temblar
bajo sus botas carísimas,
y tiene orgullo
y deseos de vivir cien años
como ese joven coigüe
que le da sombra
en medio de la tarde.
El reflejo de ese niño
que salta de piedra en piedra
buscando el origen del agua,
quiere ser fuerte, como quienes
deciden donde acampar.
Por eso pasa entre los adultos,
que se escandalizan con la velocidad
y el vértigo de los moscardones.
Ese joven de gorro aimara,
que podría ser
una roca más de la escarpada,
una mancha
que contempla la tragedia de las nubes,
piensa en la hoja en blanco.
Y desea caminar por el fractal
como notas por el vacío
de una partitura, la quena
de un ave oculta
en las cavernas del barranco;
desea asomar a la belleza
sentado en un muro de granito
mientras agita los pies en el vacío.
Piensa en lo sublime,
en lo armónico,
y fuma un trozo de nube
en su pipa de cáñamo.
El gordo de bastón
pensativo al bajar un roquerío,
piensa encontrar el camino
al valle de los pudúes.
Le quedan pocos días
para volver a su trabajo
y no renuncia a buscar algo
que represente la idea de pureza,
una vertiente,
un trozo de cuarzo, algo.
Y recuerda la población
de su infancia, las teatinas
del bajo en el río Claro
más allá de los basurales,
la pureza, lo bello, ideas,
el valle de los pudúes,
y sigue bajando por las rocas
con la satisfacción
de sentir el viento en la cara
como si aquello
fuera una caricia.
Esos hombres
que huyen de las bombas
en la aridez de una escarpada,
no piensan en la belleza.
Conducen máquinas
en la arcaica soledad de la pólvora
y avanzan
como si en ello
se decidiera la suerte
de las constelaciones.
Un tordo
reposa en un tanque
antes de continuar su trazo,
invisible
en la última
fotografía de montaña.
Tambor de fuego
Al Monje, en su partida
Vuelves a bajar
por el sendero hasta el Lircay,
nadas contra la corriente
y cierras los ojos
para borrar el tiempo.
Saludas al roble seco.
La retorcida parra de la vega
agita sus brotes al verte.
Un chercán
mueve su cabeza en un boldo.
Levantas nuevamente trumao
bajando al estero de Las Ánimas,
acaricias la piel de la trupa
erguida en la huella
y te vas;
te pierdes por días
en las pozas del Candado,
comiendo truchas,
respirando la soledad de las piedras,
olfateando la ceniza.
Vuelves a subir la cuesta,
dirigiendo
con un bastón de coligüe
el canto de todas las aves;
saludas al almacenero,
al chofer del bus rural,
a las vecinas menudas
que siguen la pista de un gato.
Es necesario
prender la salamandra,
dejar al bosque
entrar en las habitaciones,
buscar entre la música
un barroco que sacuda su peluca;
buscar
entre los sacos del taller
una tierra volcánica
de Cauquenes,
de Corinto,
de Purapel
y echar a rodar la vieja chancadora,
mezclar el barro.
Pero te detienes,
te acuerdas
que ya no somos
de este mundo,
que dejaste enfriar
la cocina a leña,
y de tus manos
se desvanecen los cántaros
cuando acuñas
con semilla de quillay
una moneda de barro.
No te detengas.
Andrés reúne las astillas,
Anekke descorcha el vino,
Bernardo
hace recuerdos de la nieve,
tu gato
regresa a ronronear
trayéndonos un conejo muerto.
Prendamos el horno
antes que todo se desvanezca;
resopla, viejo dragón chino
en medio de los avellanos,
lanza chispas,
aturde a los abejorros,
que en el tambor de fuego
ya se atisba el cristal.
Y que nadie diga
una palabra,
somos, no somos,
¿y qué importa?
Estamos,
y ya no estamos.
Felipe Moncada Mijic (Chiloé, Chile, 1973). Licenciado en Educación y Profesor de Estado en Física y Matemáticas. Fundador de Ediciones Inubicalistas de Valparaíso. Ha publicado los libros de poesía: Irreal (2003); Carta de Navegación (2006); Río Babel (2007); Músico de la Corte (2008); Salones (2009); Mimus (2012); Silvestre (2015). En el género ensayo ha publicado Territorios Invisibles (2015). Ha sido traducido al inglés y participado en antologías de poesía en Venezuela, EEUU, México y Chile. Premio Municipal de Santiago 2016 por Silvestre. Premio Mejor Obra Literaria, Fondo del Libro y la Lectura, versión 2015, por Los Territorios Invisibles. Imaginarios de la poesía en provincia. Ha obtenido la beca de creación literaria del CNCA en cuatro oportunidades y premios de poesía en el ámbito nacional.
© Revista Triplov . Série Gótica . Inverno 2017