Su cosmos no admite parangón ni debe nada a nadie, aunque Hierónimus Bosch,
Bruegel El Viejo o Richard Wagner dibujen sus perfiles por los entrecejos de
la parodia. Su obra nace aislada y permanece aislada en medio del ir y venir
de las modas y las necesidades que la pseudocrítica impone en el momento. En
1950, Luisa Mercedes Levinson asiste a la primera revelación de los
espectros que la mantendrán desde entonces ya para siempre desvelada. Y la
visión de la realidad resulta entonces absolutamente integradora. Su cosmos
está definido para siempre. "La casa de los Felipes" es una novela que
excede, como toda obra suya, la clasificación de géneros literarios. En
primer lugar, décadas antes de que se discutiera acerca de las antinomias
novela-rural, novela-urbana, novela-social, novela-metafísica, relato
naturalista o supra-realista, subjetivismo o novela objetiva, Luisa
Mercedes Levinson en un gesto de genio intempestivo, hace caer esas barreras
y con alarde de creadora absoluta, abre las puertas de un universo en
expansión, que vuelve eternamente sobre sí, para repetir hasta el paroxismo
las huellas que la conducen hacia un desorden magníficamente armónico, en el
cual se borran todos los recuerdos.
"Las casa de los Felipes" es mucho más que la crónica del derrumbe de una
sociedad que no puede sobrevivir al poderoso cerco de la tradición. Están ya
aquí los arquetipos que se repetirán obsesivamente en "La Isla de los
Organilleros" (1964), "A la sombra del Búho" (1972) y "El último Zelofonte"
(1984).
La vieja casa del Aromo - soñada pero real - es sólo el ámbito de encuentro de
los contrarios que se repetirán hasta el infinito. Sus túneles - sus
pasadizos subterráneos, sus ratoneras, sus iceberg - son los mismos pasadizos
de Dedalus. Allí se librará la lucha eterna entre el mundo ctónico - el de la
tierra sin origen - y el mundo saturniano: el de los arquetipos de la
tradición y el padre que se devora a sus hijos. Ambos son uno y el mismo:
Uno representado por Dionisios, otro por Apolo, uno por Asterio (el
Minotauro), el otro por Teseo (Walter); uno representado por José María del
Villar y (Terrero), el otro, por la casta de los O'Reilly. Unos,
repitiéndose ctónicamente a si mismos, y por eso siempre renovados en la "mismidad", los otros atados al deber que perpetua el poder omnisciente pero
decadente del día y de la luz.
La novela excede la pequeña historia del "gotic", la cronología de la
narración de situaciones y da paso a una visión más amplia y abarcadora de
la historia como "mitema". Los del Villar y Villar, casta de Minos, son la
entraña misma de la pampa argentina; símbolos de la feudalidad territorial y
metafísica que quiere repetirse en el insensato juego de la aniquilación de
los contrarios, o en el delirio supremo del incesto Son acaso América misma.
Los O`Reilly son de la casta de Teso y Albión, custodios del impenetrable
laberinto de Minos. ¿No será L.M.L. La reencarnación de Ariadna quien
llevaba en su sangre las encontradas pasiones de lo "ctónico" y "lo
saturniano", de lo solar y lo lunar? "La Casa de los Felipes" pone en
movimiento por primera vez ánimas. Estas ánimas son arquetipos de pasiones:
espectros, no personajes. Esta es una novela de autor, no de creador
omnisciente, sino de poeta en trance de alumbramiento. La pasión que mueve
con una fuerza ciega, salvaje, elemental, el destino de estas almas muertas
que pugnan por el grito, es el verdadero acontecimiento de la novela. La
pasión es la fuerza objetiva que opera constantemente sobre seres y cosas:
el "pathos" decía Nietzsche, es el ser del devenir. La subjetividad llevada
a sus extremos es pasión de ver, de desocultar lo oculto, de poner en
evidencia lo que existe de más evidente en la realidad. De ahí su
surnaturalismo -expresión usada por la autora - sea quizá la más adecuada
para definir los claroscuros de este relato, en el cual el incesto es el
túnel subterráneo que conduce de la verdad de la apariencia y el simulacro,
al simulacro de la apariencia en la verdad. Ya no hay una nada como verdad"del ser donador del sentido de la nada".