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Avanza
el mes de abril y llueve con tiento, como si la lluvia se creyera en el
punto de mira de una entidad mayor inexplorada. Debido al refugio
prestado por el alero, son gotas indirectas las que llegan al cristal
desde el alféizar. Dividida la masa, su delgadez crece; y necesitadas
del peso de otras se deslizan con lentitud a la espera de compañía que
haga su ruta. La temperatura es algo fría, impropia de la época:
principios de noviembre parece. El día se muestra tintado de un color
gris metálico, e invita a la escritura densa y meditada.
Intuyo
que en su propio final inalcanzable se enraíza el imposible principio
del tiempo; que los bordes del espacio se alejan a la velocidad de la
luz, siguiendo los treinta y dos rumbos de la rosa de los vientos. La
eternidad es el tiempo que tarda la luz en recorrer el espacio infinito.
La infinitud es el espacio extremo que la luz alcanza en su recorrido
eterno. Ambas se explican juntas, y quedan en nada, eternidad e
infinitud, la una sin la otra.
Aunque sea tan sólo respuesta a una
hipotética pregunta que algún lector se haga, o testimonio destinado a
los amigos, aquellos a quienes me debo; aunque su utilidad no pase de mi
entorno cercano; creo positivo fijar al papel mi pensamiento, mi juicio
sobre los asuntos de médula y contenido, esferas de razón estudiadas
hasta agotar la capacidad lógica, persiguiendo trascendencia. Hablo de
cuestiones que revolotean alrededor de lo existente, viniendo de antes y
con expectativa de ir más allá.
Cabe
pensar, que siendo el Universo materia y energía, susceptibles las dos
de pasar de un estado al otro, finito añadido o restado al infinito sin
producir crecimiento ni merma; la materia, limitada y efímera como la
conocemos, nació de la energía inacabable. Cabe pensar que el supuesto
Creador, preexistente, hizo punto de partida universal de su sola
esencia; energía eterna e infinita la divinidad matriz, susceptible de
transformarse en materia inestable sin detrimento de sí misma. Llamamos
leyes naturales a los carriles seguidos por el comportamiento de ambas,
y creación al momento inicial de la metamorfosis. Cabe pensar que el
hombre está constituido de ese material transitorio, carente de voluntad
e inteligencia; y de energía, divino ingrediente libre de servidumbres.
Algo de sensatez poseerá esta teoría si ha llegado hasta ahora y
continua extendiéndose.
Se sabe
mi magín capaz de concebir eternidad e infinitud, de modo que acepta
esos extremos, y lo hace sólo porque está cansado de ir tras los límites
sucesivos del aquí y ahora, deseando librarse de la angustia provocada
por la persecución de los confines del Universo. Mi cerebro, no
obstante, se descubre incapaz de aceptar que el tiempo y el espacio son
inacabables: la suma de elementos finitos es finita. Pero tampoco pueden
considerarlos finitos por la imposibilidad de fijar sus límites. Y en
esa encrucijada mi inteligencia se queda perpleja un buen rato sin saber
qué camino tomar. A pesar de todo alcanza mi mente a formular preguntas,
que abren nuevas incógnitas retrasando la aceptación de conclusiones.
Para
mayor complejidad, en opinión de muchos intelectuales, esa energía de
origen divino nos hace a los humanos discordantes con el resto del
cosmos. Es más, nosotros, personas de cualquier condición: ignaros e
instruidos, menesterosos y acaudalados, según tales pensadores estamos
por encima de monos, álamos y piedra imán. Dándonos verdadero
fundamento, envolviendo la carne, penetrándola; aletea lo que llaman,
desde un punto de vista religioso, el alma: soplo vital que confiere a
los seres humanos disposiciones contiguas a las del Creador. De esa alma
intangible, de su naturaleza, cometido, potencias y necesidades; de esa
entelequia vaga hago el quid de la cuestión. Conciliando en sí misma los
contrarios, ha de poseer el alma capacidad de sufrimiento y de goce,
para padecer o gustar los premios y castigos eternos que la lleguen
según merecimientos.
Me
distrae una avecilla minúscula, poco mayor que un abejorro, menor que un
gorrión; negruzca, amarillenta, verdosa, rojiza, de alas breves y pico
fino y alargado. Es posible que haya escapado de la jaula vecina. Puede
que esperara algún descuido, cuando hace un rato la joven que mima su
cárcel añadía alpiste al cuenco mermado. Se posa buscando un refugio
momentáneo a la lluvia que cae sin resquicios y -al percibir el
movimiento de mi cabeza, quizá la cambiante atención de mi mirada-
reanuda el torpe aleteo sin claro objetivo.
Las
creencias y el intelecto son contendientes en el continuo transitar de
los días. Dispara el credo salvas que no dan en el blanco ni en las
inmediaciones. Dardos lanza la inteligencia que atinan en el centro de
la diana equivocada. Si Dios existe, el hombre no es libre; como yo soy
libre, Dios no existe: dice el anarquista agrandando al hombre que las
religiones empequeñecen. Si Dios se ocupa de todo, convertido el hombre
en simple instrumento movido por la pieza anterior, su única
satisfacción estribará en facilitar sin fallos el movimiento a la pieza
siguiente. Bien pensado; pero voy más lejos y en sentido opuesto.
¿Tiene
alma el esclavo? Me hago esta pregunta, insensata en apariencia, porque,
supuestos en la persona el conocimiento bastante para decidir sin
errores -que no se da siempre como es bien sabido- y el propósito
preciso de llevar o no las decisiones a efecto, la clave viene a
descansar sobre la tan traída y llevada independencia, verdadero ídolo
de la juventud humana. Conquista del individuo y de los pueblos, aparece
constreñida sin ambigüedades que induzcan a la confusión. Restringen
autonomía las normas sociales, reduce el instinto animal que
conservamos, fuerza incontrolable en su actuar reflejo; y la razón
resta, ya que transita carriles tirados a su paso, facultad del cerebro
movida por estímulos ajenos a la voluntad.
La lluvia
declina su sencilla labor hasta llegar a la quietud completa. Sin
refuerzos, se van evaporando de manera imperceptible las gotitas que
salpican el cristal, y a su marcha dejan trazas del polvo que vino en
ellas diluido, carbonato cálcico o alguna sal hermana.
Y si
después de su constante ceder, quedara de la independencia sólo una
huella tenue; si a la postre no fuera otra cosa que agua disipada; ¡ay!,
entonces, mi corazón y mi cerebro, confabulados en su búsqueda y
defensa, ¡cuánto sufrirían! Debido a que el alma, falta de
independencia, no puede ser juzgada; el premio o el castigo perpetuos se
hacen imposibles, y en contexto tal, la condición de eterna reclamada
para el alma carecería de sentido. Voy un poco más lejos; fallida su
eternidad, en hálito vital se queda, común a plantas y animales. Me
compadezco a menudo de los minerales; distante yo de la razón sin duda,
pues son imprescindible suelo y conveniente alimento de bichos y
matojos.
Finalizado el chaparrón, la avecilla de húmedas y pesadas plumas, a
duras penas encuentra el camino de la jaula vacía. La joven cuidadora
celebra sonriente su regreso. No cierra la puerta de golpe; confiada,
parsimoniosa, empuja despacio la reja hacia su ajuste, deleitándose.
De
suceder así, de discurrir por este lecho el río de la vida, que lo dudo;
la verdad tan buscada, el Demiurgo, necesario creador de las cosas,
redactor meticuloso de las leyes naturales, termina ahí su tarea. Ya no
es definidor de bondades, ya no es juez, ya no clausura el círculo
infinito y eterno. Se quedan en poco las teorías tejidas a su alrededor,
las mismas que explican la divina substancia milímetro a milímetro.
Soy un
buscador de partes para hacer con ellas el todo. Divido los pedazos
grandes hasta conseguir partículas asequibles a mi capacidad reducida.
Mi terreno de búsqueda es el mar; allá donde llegan los rayos de sol
llego yo apresando irisados reflejos, el pigmento mínimo del menudo
coral que, unido a miríadas de minúsculos hermanos, forma enormes
colonias y la gran barrera de arrecifes. Mi campo de batalla es la
tierra, comprometida con el futuro a través del esperma y las esporas,
por medio de la selección y el crecimiento. El lugar de mi aventura es
el aire, las corrientes que impulsan mis alas hacia arriba, a la
conquista de los mundos y de los espacios interestelares. Yo soy el
hombre y mis manos unen los mimbres en cestos, los cantos en catedrales
y la tierra en diques que sujetan el agua; abren mis manos canales que
riegan los campos sedientos, pescan peces huidizos y los llevan al
mercado en un cesto de mimbres. Yo soy el hombre, y en el altar de
piedra, mis manos sacrifican una gacela inocente al deletéreo dios de la
vida. |