REVISTA TRIPLOV
de Artes, Religiões e Ciências


Nova Série | Número 25-26 | Março-Abril | 2012

 
 

 

 

PEDRO SEVYLLA DE JUANA

 

Certezas, dudas y reflexiones

                                                                  

 

    A los creyentes, y a los incrédulos

 

EDITOR | TRIPLOV

 
ISSN 2182-147X  
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Dir. Maria Estela Guedes  
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Avanza el mes de abril y llueve con tiento, como si la lluvia se creyera en el punto de mira de una entidad mayor inexplorada. Debido al refugio prestado por el alero, son gotas indirectas las que llegan al cristal desde el alféizar. Dividida la masa, su delgadez crece; y necesitadas del peso de otras se deslizan con lentitud a la espera de compañía que haga su ruta. La temperatura es algo fría, impropia de la época: principios de noviembre parece. El día se muestra tintado de un color gris metálico, e invita a la escritura densa y meditada.

Intuyo que en su propio final inalcanzable se enraíza el imposible principio del tiempo; que los bordes del espacio se alejan a la velocidad de la luz, siguiendo los treinta y dos rumbos de la rosa de los vientos. La eternidad es el tiempo que tarda la luz en recorrer el espacio infinito. La infinitud es el espacio extremo que la luz alcanza en su recorrido eterno. Ambas se explican juntas, y quedan en nada, eternidad e infinitud, la una sin la otra.

Aunque sea tan sólo respuesta a una hipotética pregunta que algún lector se haga, o testimonio destinado a los amigos, aquellos a quienes me debo; aunque su utilidad no pase de mi entorno cercano; creo positivo fijar al papel mi pensamiento, mi juicio sobre los asuntos de médula y contenido, esferas de razón estudiadas hasta agotar la capacidad lógica, persiguiendo trascendencia. Hablo de cuestiones que revolotean alrededor de lo existente, viniendo de antes y con expectativa de ir más allá.

Cabe pensar, que siendo el Universo materia y energía, susceptibles las dos de pasar de un estado al otro, finito añadido o restado al infinito sin producir crecimiento ni merma; la materia, limitada y efímera como la conocemos, nació de la energía inacabable. Cabe pensar que el supuesto Creador, preexistente, hizo punto de partida universal de su sola esencia; energía eterna e infinita la divinidad matriz, susceptible de transformarse en materia inestable sin detrimento de sí misma. Llamamos leyes naturales a los carriles seguidos por el comportamiento de ambas, y creación al momento inicial de la metamorfosis. Cabe pensar que el hombre está constituido de ese material transitorio, carente de voluntad e inteligencia; y de energía, divino ingrediente libre de servidumbres. Algo de sensatez poseerá esta teoría si ha llegado hasta ahora y continua extendiéndose.

Se sabe mi magín capaz de concebir eternidad e infinitud, de modo que acepta esos extremos, y lo hace sólo porque está cansado de ir tras los límites sucesivos del aquí y ahora, deseando librarse de la angustia provocada por la persecución de los confines del Universo. Mi cerebro, no obstante, se descubre incapaz de aceptar  que el tiempo y el espacio son inacabables: la suma de elementos finitos es finita. Pero tampoco pueden considerarlos finitos por la imposibilidad de fijar sus límites. Y en esa encrucijada mi inteligencia se queda perpleja un buen rato sin saber qué camino tomar. A pesar de todo alcanza mi mente a formular preguntas, que abren nuevas incógnitas retrasando la aceptación de conclusiones.

Para mayor complejidad, en opinión de muchos intelectuales, esa energía de origen divino nos hace a los humanos discordantes con el resto del cosmos. Es más, nosotros, personas de cualquier condición: ignaros e instruidos, menesterosos y acaudalados, según tales pensadores estamos por encima de monos, álamos y piedra imán. Dándonos verdadero fundamento, envolviendo la carne, penetrándola; aletea lo que llaman, desde un punto de vista religioso, el alma: soplo vital que confiere a los seres humanos disposiciones contiguas a las del Creador. De esa alma intangible, de su naturaleza, cometido, potencias y necesidades; de esa entelequia vaga hago el quid de la cuestión. Conciliando en sí misma los contrarios, ha de poseer el alma capacidad de sufrimiento y de goce, para padecer o gustar los premios y castigos eternos que la lleguen según merecimientos.

Me distrae una avecilla minúscula, poco mayor que un abejorro, menor que un gorrión; negruzca, amarillenta, verdosa, rojiza, de alas breves y pico fino y alargado. Es posible que haya escapado de la jaula vecina. Puede que esperara algún descuido, cuando hace un rato la joven que mima su cárcel añadía alpiste al cuenco mermado. Se posa buscando un refugio momentáneo a la lluvia que cae sin resquicios y -al percibir el movimiento de mi cabeza, quizá la cambiante atención de mi mirada- reanuda el torpe aleteo sin claro objetivo.

Las creencias y el intelecto son contendientes en el continuo transitar de los días. Dispara el credo salvas que no dan en el blanco ni en las inmediaciones. Dardos lanza la inteligencia que atinan en el centro de la diana equivocada. Si Dios existe, el hombre no es libre; como yo soy libre, Dios no existe: dice el anarquista agrandando al hombre que las religiones empequeñecen. Si Dios se ocupa de todo, convertido el hombre en simple instrumento movido por la pieza anterior, su única satisfacción estribará en facilitar sin fallos el movimiento a la pieza siguiente. Bien pensado; pero voy más lejos y en sentido opuesto.

¿Tiene alma el esclavo? Me hago esta pregunta, insensata en apariencia, porque, supuestos en la persona el conocimiento bastante para decidir sin errores -que no se da siempre como es bien sabido- y el propósito preciso de llevar o no las decisiones a efecto, la clave viene a descansar sobre la tan traída y llevada independencia, verdadero ídolo de la juventud humana. Conquista del individuo y de los pueblos, aparece constreñida sin ambigüedades que induzcan a la confusión. Restringen autonomía las normas sociales, reduce el instinto animal que conservamos, fuerza incontrolable en su actuar reflejo; y la razón resta, ya que transita carriles tirados a su paso, facultad del cerebro movida por estímulos ajenos a la voluntad.

La lluvia declina su sencilla labor hasta llegar a la quietud completa. Sin refuerzos, se van evaporando de manera imperceptible las gotitas que salpican el cristal, y a su marcha dejan trazas del polvo que vino en ellas diluido, carbonato cálcico o alguna sal hermana.

Y si después de su constante ceder, quedara de la independencia sólo una huella tenue; si a la postre no fuera otra cosa que agua disipada; ¡ay!, entonces, mi corazón y mi cerebro, confabulados en su búsqueda y defensa, ¡cuánto sufrirían! Debido a que el alma, falta de independencia, no puede ser juzgada; el premio o el castigo perpetuos se hacen imposibles, y en contexto tal, la condición de eterna reclamada para el alma carecería de sentido. Voy un poco más lejos; fallida su eternidad, en hálito vital se queda, común a plantas y animales. Me compadezco a menudo de los minerales; distante yo de la razón sin duda, pues son imprescindible suelo y conveniente alimento de bichos y matojos.

Finalizado el chaparrón, la avecilla de húmedas y pesadas plumas, a duras penas encuentra el camino de la jaula vacía. La joven cuidadora celebra sonriente su regreso. No cierra la puerta de golpe; confiada, parsimoniosa, empuja despacio la reja hacia su ajuste, deleitándose.

De suceder así, de discurrir por este lecho el río de la vida, que lo dudo; la verdad tan buscada, el Demiurgo, necesario creador de las cosas, redactor meticuloso de las leyes naturales, termina ahí su tarea. Ya no es definidor de bondades, ya no es juez, ya no clausura el círculo infinito y eterno. Se quedan en poco las teorías tejidas a su alrededor, las mismas que explican la divina substancia milímetro a milímetro.

Soy un buscador de partes para hacer con ellas el todo. Divido los pedazos grandes hasta conseguir partículas asequibles a mi capacidad reducida. Mi terreno de búsqueda es el mar; allá donde llegan los rayos de sol llego yo apresando irisados reflejos, el pigmento mínimo del menudo coral que, unido a miríadas de minúsculos hermanos, forma enormes colonias y la gran barrera de arrecifes. Mi campo de batalla es la tierra, comprometida con el futuro a través del esperma y las esporas, por medio de la selección y el crecimiento. El lugar de mi aventura es el aire, las corrientes que impulsan mis alas hacia arriba, a la conquista de los mundos y de los espacios interestelares. Yo soy el hombre y mis manos unen los mimbres en cestos, los cantos en catedrales y la tierra en diques que sujetan el agua; abren mis manos canales que riegan los campos sedientos, pescan peces huidizos y los llevan al mercado en un cesto de mimbres. Yo soy el hombre, y en el altar de piedra, mis manos sacrifican una gacela inocente al deletéreo dios de la vida.

 

 

 

 

Pedro Sevylla de Juana nació en plena agricultura de secano, allá donde se juntan La Tierra de Campos y El Cerrato; en Valdepero, provincia de Palencia y España. La economía de los recursos a la espera de tiempos peores, ajustó su comportamiento. Con la intención de entender los misterios de la existencia, aprendió a  leer a los tres años y llegó a los libros a los once. Para explicar sus razones, a los doce se inició en la escritura. Ha cumplido ya los sesenta y cinco, y la nostalgia de lo que quiso ser le mueve a intentarlo de nuevo. Sin embargo, transita la etapa de mayor libertad y osadía; le obligan muy pocas responsabilidades y sujeta temores y esperanzas. Ha vivido en Palencia, Valladolid, Barcelona y Madrid; pasando temporadas en Ginebra, Estoril, Tánger, París y Ámsterdam. Publicitario, conferenciante, traductor, articulista, poeta, ensayista y narrador; ha publicado veinte libros y colabora con diversas revistas de Europa y América, tanto en lengua española como portuguesa. Trabajos suyos integran seis antologías internacionales. Reside en El Escorial, dedicado por entero a sus pasiones más arraigadas: vivir, leer y escribir. www.sevylla.com

 

 

© Maria Estela Guedes
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