|
La
niñez es el fundamento de mis visiones
El
hombre es su infancia, como se dice y se habrá dicho tantas
veces. Hay algo en las infancias que es como una especie
de
estabilidad esencial y que perdura en el hombre y la mujer hasta el
cierre final. En mi caso, la larga niñez, es el fundamento de mis
visiones.
La infancia mía es la de un
hombre de una clase social limitada por
situaciones fortuitas -las
económicas, las sociales, las de pensar y las de
sentir-. Mi padre fue un minero del
carbón que empezó a trabajar a
los veinte años en las minas de una
región de Chile llamada Lebu (Torrente hondo).
Lebu es
la capital de la provincia histórica de Arauco (en Colombia hay
una
región que se llama Arauca) donde en el siglo
XVI
un joven de
entonces
veintiún años, Alonso de Ercilla y Zúñiga, quien gustaba
cabalgar por la comarca en un caballo andaluz, escribió un célebre poema
épico que Miguel de Cervantes Saavedra incluyó como documento
en el primer capítulo de las Aventuras del ingenioso hidalgo Don
Quijote de la Mancha
(1605) y salvó del filoso escrutinio
del barbero. De Ercilla y
Zúñiga, el poeta y militar nacido en Madrid, es el autor
del famoso libro La Araucana,
poema que da cuenta de la guerra de los españoles con los naturales del
país, con nuestros aborígenes, que eran
los mapuches, los araucanos.
Este
grupo étnico, que aún existe, fue muy fuerte pero no alcanzó la
evolución cultural de los aztecas. Como éstos, empero, fue un pueblo
guerrero que tenía dos espacios próximos a la cordillera. De este lado
Chile, y del otro Argentina. Estoy hablando del centro sur de este país,
llamado Chile, que tiene 4 mil 500 kilómetros -por lo menos- de
litoral
frente al Océano Pacífico.
Pues
bien, yo nací en ese pueblo de Lebu que tiene un abolengo
histórico muy hermoso. Cerca de allí, un indio nuestro de nombre Lautaro
(1535-1557) se convirtió a los veinte años en un estratega
genial.
Lautaro le dobló la mano al invasor europeo y, en una batalla
noble y
fuerte (1554), mató en Tucapel al conquistador Pedro de
Valdivia, quien es el Hernán Cortés de los chilenos.
Todo
esto ocurrió en los parajes donde yo nací. Parajes aguerridos
donde
hay un río que se junta con el océano. Mi pueblo es un puerto
marítimo
y fluvial acotado con rocas portentosas donde el océano
azota
la costa de una manera cruel; y las minas, especialmente las de
carbón,
se encuentran bajo el mar. Mi padre, Juan Antonio Rojas, trabajó en
esas tierras húmedas, en esas minas y yo ahí me crié.
Lebu es como Comala y como Macondo
Cuando mi padre muere cerca de los cuarenta años y
deja una familia de ocho niños, el séptimo de los cuales soy yo, la
madre queda desequilibrada; tenía que cuidarnos y como era
temerariamente despierta, lúcida y valiente, se cambió de Lebu –donde mi
padre había hecho una casa humilde, pero casa –a Concepción de Chile,
que está
un
poquito más al norte. Ahí continuaron mis infancias. Quedaron
atrás
el paisaje fluvial y los bosques.
Salí
algunos años de mi paraje, y no es que ahora haya vuelto: estoy
volviendo siempre. Todavía, a mi temprana edad de ochenta y cinco años,
sigo volviendo a Lebu, porque me parece que Lebu es como
Cómala
(la de Rulfo) y como Macondo (el de García Márquez),
lugares
míticos donde uno tiene que volver. Yo vuelvo siempre a Lebu,
puerto
marítimo y fluvial con mucha madera, donde las naves llegan
prácticamente hasta la casa y donde el viento, personaje central del
lugar, alcanza ochenta kilómetros por hora. Yo me crié allí, entre las
rocas y el océano. Tal vez por eso es muy fuerte en mí la presencia
geológica más que la geográfica.
Soy,
pues, un animal poético, más geológico que geográfico y más
fisiológico que metafísico: muy amarrado a las cosas. Pero no un poeta
lárico, ni telúrico. Eso me aburre profundamente, porque es como
quien
acepta la idea de villorrio, y yo, hijo de un humilde minero de carbón,
no soy poeta de villorrio, soy poeta mundano. Nací con mundo, los dioses
me dieron mundo -eso es muy curioso—,
y me lo
dieron tal vez porque influyeron los buenos maestros que tuve
en un
internado más espartano que ateniense, donde había mucha
gente
adinerada -muchachos ricos del riquerío-, y donde yo -muchacho
pobre del pobrerío- me ganaba las becas para poder vivir ahí. A los
nueve años ingresé a ese internado, donde se nos exigía leer en voz
alta,
durante
algunos minutos encima de una silla, novelas de Julio Verne o
historias de hombres ilustres. Todo esto sucedía mientras los demás
comían. Aquello era un suplicio, uno se exponía al escarnio y a las
carcajadas de los compañeros. Sin embargo, fue en uno de esos días cuando
se me dio el prodigio del gran juego verbal, ahí se me dio el neuma y la
vivacidad de la palabra.
Tenía
maestros alemanes, franceses, italianos, españoles y también
chilenos. Así que me formé en un ámbito de mundo. Eso influyó
mucho.
Cuando oí relámpago, descubrí el portento de la palabra
En los
primeros ocho años se da prácticamente todo: las claves mayores en
cuanto a sensibilidad, a imaginación, al portento expresivo, Y yo no era
un muchachillo con fijación materna, pese a que mi
padre
desapareció.
Uno
podía tener una amarra mayor con la mamá, pero yo era un animalito
libre -libérrimo— y me crié casi a la intemperie del pensar, del
sentir
y de las comodidades, que eran muy escasas. Recuerdo, por
ejemplo,
haber salido a las cuatro de la mañana al océano abierto,
junto a
los pescadores, sin tenerle miedo al oleaje ni a nada, y maravillarme
del mar y el cielo infinito acompañando a esos hombres -amigos míos- que
me querían porque era un chico despierto, temerario y
con
coraje.
Vamos
caminando por esas calles y pendientes tristes del Lebu de su niñez y de
su vida toda. Nos paramos frente a la que fuera su casa, esa
casa
grande de madera que construyera su padre.
—Ya no
es la misma. Me indica señalando el lugar donde se encontraba
el cuarto de zinc, aquel donde por primera vez escuchó la palabra
relámpago y donde su madre los parió.
Seguimos
calle abajo; es un día con mucho viento que agita con fuerza
los
recuerdos. El rugir del mar forma parte del escenario, es como si
estuviéramos encima de su oleaje y miráramos desde ahí esos recuerdos.
—En
aquellos días, jugando con uno de mis hermanitos, en un descuido
rodé de lo alto de ese cerro- me señala el barranco que está próximo
a la que fuera su casa-, rodé y casi me destrozo la cabeza con una
roca.
Con la
misma frescura recuerdo también el arribo a casa del padre, a
caballo,
procedente de la distante mina de carbón donde trabajaba.
Entraba
por el portón, que era una puerta grande, muy grande, y yo lo
veía
venir. Eso lo tengo dibujado con un poema intitulado precisamente
Carbón.
Una vez
-tendría yo cuatro años- me quebré un brazo, mejor dicho un codo.
Entonces llegó mi padre. La noche era la hora de su presencia, y
preguntó:
—¿Qué le pasó a ese
niño? —Se quebró un codo —respondió mí madre.
Entonces mi padre pidió que le trajeran agua caliente con sal y una
venda. Cuando él me compuso el brazo, sonó el huesito que se insertó
de nuevo en su lugar. Eso me gustó, lo encontré poderoso y capaz de
resolverme un problema así. Luego seguí jugando.
Cuando
muere el padre -tendría yo cinco o seis años-, estábamos
jugando
en esa casa larga de madera que él había construido, era una
casa
con una galería muy grande donde la lluvia caía furiosamente
encima
de las láminas de zinc -yo he sido, sin duda por evocación a mi
infancia, más partidario del zinc que de las tejas que suavizan el ruido
de la lluvia; me gusta el zinc que registra la lluvia como pegando a un
tambor-. Estábamos jugando debajo de esa galería y sonaba maravillosamente
la música aquella de la lluvia y el viento. De pronto, comenzaron
a descargarse los rayos, los relámpagos, y a retumbar los truenos.
Entonces
oí de alguno de mis hermanitos esa palabra: "relámpago".
Al
decir mi hermanito "relámpago" -ese tetrasílabo esdrújulo-, paré la
orejita de niño y me maravilló tanto como si esa palabra contuviera
más significado para mí que el ruido, la fiereza, el zumbido y el destello
mismo del relámpago. Diríamos que la palabra "relámpago" me fue
más
RELÁMPAGO que el relámpago. En ese momento descubrí el portento
de la palabra. ¡Qué curioso!
Nadie me
había enseñado nada, ni a silabear siquiera, pero descubrí
que en
esa palabra había un mundo. Esa fue la revelación. Ahí me fue
dada la
revelación de la palabra. Esto es muy serio. Por eso siempre he
sido un
animal fónico, más que visual. Mi poesía es rítmica y vuelta a la oreja.
Es como si yo registrara el mundo no de una sino de muchas orejas. ¡Eso
es muy curioso!
El día que muere mi padre, no sé por qué, pero no lloré
Bueno,
eso me pasó, como tantas otras cosas, como cuando vi la muerte por
primera vez. Venía bajando por el cerro por donde estaba
construida nuestra casa. Vi policías conduciendo unos caballos que
traían encima cuatro muertos: mineros que seguramente se habían
matado
por allí en alguna riña. Entonces había mucha convulsión
social.
Tengo en
la memoria primero los pies de los mineros colgando del
lomo de
los caballos y después los cuerpos puestos en el suelo de cara
al cielo.
Es una visión que ningún cine me podía dar. Una imagen cinematográfica
sin cinematógrafo.
Luego,
el día que muere el padre, en Concepción de Chile, sus hijos esperaban
en Lebu la llegada del ataúd, para ser sepultado en el panteón
local. El duelo hizo a muchos llorar al paso del féretro y cortejo
en torno a la plaza de armas, aún custodiada con gallardía por esos dos
cañones, "el rayo y el relámpago". Esa mañana de 1921, yo estaba en
casa de unos parientes, en esa casa de madera de mi tío don José
Ramón
Pizarro, y miré desde una ventana aquel peripatético episodio. Lloraban
sobre todo, mi madre, los parientes y mis hermanos. Yo no
lloré.
No sé por qué, pero no lloré. Tanta sería mi pena, que no me
salieron las lágrimas. Además, cuando es uno pequeño casi se divierte
con la muerte.
Claro
que lo sentí. Sabía que aquella era la desaparición de un hombre
importante para mí, que era mi padre. Unos meses antes, él, por casualidad
o por lo que fuera, nos regaló varias cosas a nosotros, sus hijos. A
mí me tocó un caballo que era un potro colorado muy airoso. Me
encantaba mi potro al que acariciaba el lomo, la testuz, las ancas y las
patas. Encantador animal, el caballito siguió viviendo pues no tenía
nada que ver con la muerte del padre. Me maravillaba verlo pastar en los
potreros frente al mar.
El caballo para mí llegó a ser
un compañero adorable, pero un día me
lo robaron y fue como recién
entendí la mutilación llamada muerte. La mutilación que implicó
la muerte del padre. Desde entonces mi caballo
encarnó en mí casi simbólicamente.
Si se
lee mi poema Carbón, se ve que el padre viene a caballo. El caballo es
un personaje dentro de ese pequeño cuento, que tiene cara de relato sin
serlo.
En mi
obra hay muchos textos por donde andan caballos, y hay uno especial que
escribí en Estados Unidos, en una de esas reuniones aburridas
que
hacen los profesores para discutir sobre los trabajos de los estudiantes.
Esa
ocasión estábamos todos hablando esa porquería de
inglés,
sin reparar en un poquito de español. Así que me puse a escribir
un
poema. Escribí ese poema que se llama Al fondo de todo esto duerme
un
caballo;
¿por qué
lo hice?, no por el caballo de mi infancia, no por
el
caballo de la poesía aquella, no por ningún caballo, simplemente lo
hice. Esto podría significar que el enigma apareció. Es un poema fundamental
dentro de mi obra.
Inmediatamente después le dije a un muchacho que estaba sentado a
mi
lado, "¿podrías pasar esta poesía, este director está hablando porquerías?";
entonces el joven fue y le dijo que Gonzalo Rojas había
escrito
un poema y que deseaba se leyera en público. "Bueno, -dijo el
otro que
tenía buen humor-, voy a interrumpir esta sesión de trabajo
para leer ahora un poema que me está enviando Gonzalo Rojas, de
allá,
del fondo del salón". Y comenzó a leer:
Lo leyó
y realmente era un texto fundamental.
En la
poesía mía abundan caballos. Es el animal con el que guardo una
relación; me gusta la figura
de este cuadrúpedo. Porque yo no
soy del trato con el león, o del tigre, como decía el señor
Borges que le encantaba tanto,
aunque no creo que haya tocado un
tigre, porque era muy miedoso. No,
mi diálogo es con el caballo.
Cuando mi padre está vivo todavía en
el año de 1921, curiosamente
me regaló ese caballo.
A la muerte de mi padre, mi
madre alquiló una casa en Concepción y
puso una pensión para estudiantes
universitarios, y con el excedente que quedaba de lo que pagaban
mensualmente los jóvenes que concurrían a la casa, nosotros podíamos
comer. Estos hechos son recuerdos
dolorosos de las primeras infancias, vividas a la intemperie y
profundidad de la aspereza en la calle "Orompello". Los ha tenido
presentes durante todo este tiempo don Gonzalo Rojas, y al oírlo tengo
la sensación de que no deja ni un instante de buscar esa ilusión que le
permita hacer suyos sus fantasmas.
El silencio que ahora se ha
adueñado de nuestras palabras y nos deja con la sola mirada de
imaginarnos lo que cada uno de nosotros está pensando, apenas me permite
recordar el poema Orompello:
Que no se diga que amé las
nubes de Concepción, que estuve aquí esta década
turbia, en el Bío-Bío de los lagartos venenosos,
como en mi propia casa. Esto no era mi casa. Volví
a los peñascos sucios de Orompello en castigo, después de haberle dado
toda la vuelta al mundo.
Orompello es el año
veintiséis de los tercos adoquines y el coche de caballos
cuando mi pobre madre qué nos dará mañana al desayuno,
y pasado mañana, cuando las doce bocas, porque no, no es posible
que estos niños sin padre.
Orompello. Orompello.
El viaje mismo es un absurdo.
El colmo es alguien
que se pega a su musgo de Concepción al sur de las estrellas.
Costumbre de ser niño, o esto va a reventar con calle y todo,
con recuerdos y nubes que no amé.
Pesadilla de esperar
por si veo a mi infancia de repente.
No fui precoz, me demoré siempre, fui como
un hereje,
un disidente de la prisa
Yo fui
muy perezoso, aprendí a leer muy tarde, me demoré, éste es un signo muy
mío. Otros chicos son muy impacientes, quieren
obtenerlo todo rápido. Yo no tenía que hacerlo. Me encantaban las
cosas,
me demoraba mirando, me divertía jugando, dormía bastante.
Mi
hermano Jacinto Rojas Pizarro, el más próximo a mí, mayor que
yo, llegó a ser un gran médico
con un talento enorme y una habilidad
para todo. Fue siempre una figura
preciosa. Más adelante, en la vida, no estuvimos de acuerdo en algunas
ideas, pero de mi hermano digo
que él tenía lo que yo no tengo.
Gozaba de una facilidad para resolverlo todo: aprendió a leer a
los cuatro o cinco años, era el mejor estudiante de todos, era como
quien dice un espejo en qué admirar. Yo no lo admiraba, más bien me
parecía divertido, y encontraba que aquello
no era tan importante. No hubo, con
todo, ninguna rivalidad entre mi
hermano y yo.
Digo esto porque yo aprendí a
leer a los ocho años. Todos mis hermanos
eran gratos. A todos los quería por igual. Pero él era como quien dice
el modelo para mí y, sin embargo, no lo fue. Yo era un muchacho
que se demoraba. Aprendí a leer tarde, pero cuando ocurrió lo hice en
dos meses. Lo resolví y me di cuenta
que nada era difícil. No fui
precoz; esto es importante señalarlo. Hay poetas precoces, hay figuras
precoces, existe la precocidad. Rimbaud fue un poeta precoz y no pudo
serlo más. Neruda mismo, a los quince años ya estaba haciendo
poemas maravillosos. Yo no. Yo fui lentiforme. Me demoré siempre,
la impaciencia andaba fuera, no confié. Fui como un hereje, como un
disidente de la prisa. Me fastidió la prisa y en toda mi vida ha sido
incómoda.
La
prisa por la prisa es un aburrimiento. Es la prisa que los yanquis nos
impusieron con el
proyecto del éxito incesante e inmediato lo que me
parece un asco. ¡Qué fastidio la
búsqueda del renombre inmediato! El padre me dio el nombre, ¿para
qué quería el renombre? Eso no me
interesaba y no me interesa.
El aislamiento me afectó porque era un animal libre
entre las rocas y el
océano
Mi reclusión a los nueve años
en ese colegio tan duro y tan hermoso, en ese internado espartano,
especie de instituto internacional
dentro de la provincia, del que sólo podía salir una vez al mes, me
afectó profundamente, porque
en Lebu yo era un animal libre entre las rocas y el océano,
y cuando jugaba entre los animales no me importaba más nada.
De modo
que llegar a ese mundo de normas implacables, que era
pétreo
y cruel, supuso un aislamiento que atentó contra mi libertad silvestre,
pero me dotó de la libertad de la cultura. Ese mundo de grandes patios
rodeados de columnas y aulas hermosas me condujo a la gran biblioteca
del colegio y a esa área que decía: "Libros prohibidos". Los
leí
todos, por supuesto. Empecé a leer corno loco esos cincuenta
volúmenes en formato mayor de la Colección Rivadeneira. Leí a los
clásicos un poco influido por los jesuitas, aunque el colegio no era
jesuita. Leí a los clásicos españoles de los siglos
XVI
y
XVII
al
mismo
tiempo
que leía a los griegos y a los romanos -después vine a saber que
Darío
hizo lo mismo en su plazo-. Me encontré con Safo, Marcial,
Catulo, Petronio, Bocaccio,
Voltaire, Renán, Zola, lo mismo que con
Baudelaire y Séneca. Así como con mi
Marco Aurelio y mi Agustín de
Hipona.
Tuve algunos profesores de
mucha gracia, de mucho dominio en su
disciplina. Un profesor alemán -que además era cura- de nombre
Guillermo Jünemann me enseñó muchas
cosas; era un hombre grande,
muy crecido, así como Julio Cortázar, con más de dos metros. Ese profesor
sabía griego, romano clásico, italiano, desde luego alemán. Eso
influyó en mí. Aún cuando ese
profesor no quería influir en nadie,
tenía una comunicación distinta.
Con él aprendí a leer por dentro a los
clásicos. Leímos juntos en clases lo
mismo a Garcilazo que a San Juan
de la Cruz, a Fray Luis de León que
a Miguel de Cervantes Saavedra.
Una vez, antes de escribir en el
pizarrón, nos pidió excusas, y nos dijo:
"Niños, anoche hice algo que quiero
contarles: traduje la primera parte
del primer canto de La Iliada
de Hornero. Ahora voy a poner en
griego, en este pizarrón, los dos
versos iniciales" —y los puso— "y en este
otro (que también había en el aula)
voy a poner la traducción". Era una
versión maravillosa. Una traducción
casi literal que a mí me admiró
por el ritmo y la cadencia. Tanto me
gustó que me la aprendí de
memoria. Y como soy memorioso, todavía conservo el recuerdo de esas
líneas. —Gonzalo Rojas hace
una pausa y de un salto comienza a
recitar—:
Leí pues a los clásicos, por
eso hoy día me parece absurdo que los muchachos crean que ya no es
necesario leer o que lean en el destello
de la lámpara esa que se llama
computadora. No saben, no tienen el olfato de la lectura, no
intraleen, no se demoran, no reparan en lo que
es una sílaba, en lo que es una
vocal. No lo hacen porque no hay tiempo
y todo va deprisa en esa máquina sigilosa y pretenciosa. Y no es que
yo tenga nostalgia, sólo sé
que tengo otro ciclo en la vida de Occidente y del mundo. Y esa
trampa de la globalización... Mi mundo es distinto, nada más. |
|
No es fortuito encontrar en la vida a seres a
quienes, de algún modo, buscamos. Para mí, buscar siempre ha sido una
necesidad, o al menos esa especie de sentimiento desorientado y torvo al
mismo tiempo, que indica el momento de esperar, como si viajara en
nuestro hombro el portavoz de palabras precisas, y las deslizara una a
una por el caracol, hasta cifrar el mensaje, y ver el contenido
develado, el asombro.
En el verano del 2000, llegué a Buenos Aires poco
después de la media noche. Horas más tarde, mientras caminaba por un
sendero del parque Lezama, me llené de escalofríos, no eran comunes
aquellos, en parte se debían a la espera de esos años pero, sobre todo,
su origen estaba en la presencia absoluta de Ernesto Sabato. A donde
mirara, me encontraba con él. Ceres, aunque ya no en su lugar, me
contemplaba, y yo, sin remedio, abrazado, me fui a sentar en aquella
banca, deslicé entonces la vista hacia el pasado tan presente en esos
instantes de mutación hacia el futuro. Ante mí estaba el destino, las
circunstancias se tejían de modo tal, que nadie –sinceramente– hubiera
escapado a él, era como estar ante un dador, alguien a quien le está
permitido mezclarse en la sangre de uno. Mi silencio duró apenas unos
segundos, suficientes para comprender lo dilatado de los años, lo
cercano del abrazo. El hado se manifestaba en aquel tono opaco de la
tarde e impulsado por el instinto de sobrevivencia, caminé en dirección
a San Telmo, todo indicaba me encontraría con algo más que una pista,
pero no fue ésa la tarde, mas, si un
soplo el oleaje de la brisa. ¿Qué esperar de un presentimiento? Años
después volví y encontré lo buscado.
Antes, conversé con mi amigo el poeta Horacio Salas,
allá en el barrio de Palermo, frente al zoológico, donde Jorge Luis
Borges cuántas veces no habrá mirado los ojos del tigre o el tigre
cuántas no habrá visto su ceguera. Allá ellos con sus encuentros, lo mío
es esta historia, y las historias están hechas de recuerdos… Miraba a
través del cristal de la ventana, la
lluvia asomaba por la rendija del relámpago que se abría paso entre las
nubes, cuando Horacio me dijo: –Esteban, Gonzalo está al teléfono–.
No sabía de quién se trataba, pero reconocí la amistad, había estado
allí desde aquel tiempo. Y aunque hoy lo digo con esta calma de tortuga,
esperar, no significaba lo mismo. No al menos para mí.
Horacio me dijo: –Para mí, Gonzalo es el poeta
vivo más importante de lengua española–, y yo seguía sin entender, y
como soy corto de entendederas, al día siguiente me fui a Chile, debía
estar a las 10 a.m. de ese domingo en casa de Rojas, y era viernes al
mediodía, y viajaba en aquel autobús que por la mañana del sábado
dejaría atrás la cordillera de los andes. –De Santiago a Chillán son
cinco horas –me había dicho Gonzalo–.
Llegué a la estación del tren; bastó cruzar un par de
avenidas. De noche recorrí ciertas calles de Chillán, hasta identificar
la casa de Gonzalo, de donde salí después de 30 días de la primera
estancia. Nunca le pregunté cómo me abrió su corazón. No fue necesario.
La soledad un rasgo muy suyo. Lo entendí poco a poco,
de manera natural y sencilla, como se aprende a pintar siendo niño,
respirando el mundo, viajando en ritmos distintos. –Cuando cumplí
ochenta años, me vine a festejar aquí, solo y mi alma, en Lebu, y sobre
este muelle de fierro, y ante el oleaje de este océano miré las
estrellas. Pero más que un nostálgico, soy un desamparado. La nostalgia
no me gusta, es venenosa. Y yo digo que nada tengo que ver con la
vejez ni con la muerte. ¡Qué hermosura! Mirar desde ese muelle el océano
de aquella noche en que el viento se hacía cada vez más fuerte. Me gustó
aquello porque
ése siempre he sido yo. Ése es mi
mundo. Las infancias y adolescencias de un disidente–.
Pronto vi en la figura de ese hombre el portento de
lo humano, lo sencillo sin mayor pretensión; el juego auténtico de la
verdad. Gonzalo es como esas tardecitas de lluvia donde el tiempo se nos
pasa con un libro en la manos, y ya entrada la noche, a pierna suelta,
reconocemos el bien que no hizo, la falta que nos hace. Pero eso no es
todo, por la mañana husmeaba en los rincones de su casa, cualquier
indicio era importante para acercarme a él. Hurgaba su memoria, con
algún comentario o alguna duda. Así, fui aprendiéndolo, degustando una
copa de vino, con queso, pan y jitomate, no faltaban la carne ni las
sopas. A veces en sorbos de café se nos iban las horas, o en un trago de
güisqui veíamos el atardecer cubiertos de calma. Cuando la calma parecía
un aliado, pero lejos estaba de serlo. Jamás en mis estancias imaginé
cuánto lo recordaría.
Reía poco, mas, lo poco
que compartimos –estoy cierto–,
nos llevaron a la felicidad. Cómo no recordar aquel mediodía con la
lente de la cámara en el ojo, y el índice presionando el disparador, y
él, luego de echar a un lado las edades, regocijado hacía barra sobre el
brazo de aquel árbol. –Apúrate, Ascencio, apúrate, me estoy
cansando–, me decía, y yo, todo un profesional de la intromisión en
la técnica fotográfica, disparaba y disparaba… Reímos, suficiente fue la
risa, suficiente para el resto de los días juntos. Suficiente para mí…
Y ¿Qué hago con estos pedazos de noche y de tarde?,
¿con estos fragmentos de mañana en Lebu? Los guardo aquí, cada mañana en
el bolsillo del pantalón, es esta Fe y esta Esperanza por mantener
equilibrado el corazón, reinventándolo a diario, con esa reniñez
tan suya como nuestra. Porque ese día, no era para quedarse callados,
ese día era para reinventarse. Por eso asumí como míos aquellos
silencios entre las siete y las ocho de la noche, allí, en el cuarto de
música, donde la sinfonía maestro-alumno proponía los primeros
movimientos. Pero siendo honesto, jamás se pronunció como tal. –No me
llames don Gonzalo, dime simplemente Gonzalo–. Me
repitió tantas veces.
Entonces, respirando hondo los rojos y amarillos de
las rosas, dialogamos a los sufís, y nada de andar en los orígenes y
fundamentos, nada de eso, bastaba mencionarlos para orientar la
búsqueda, para recibir la punta de la madeja, para pensar: “de ti
depende llegar al otro extremo”. Pues el hombre es libre de arrojarse a
un abismo si así lo desea. Lo mío fue sujetarme a él, al universo
cósmico de su espíritu: la palabra. De todos es sabido, cuántas no lo
dijo: –El poeta es un animal de palabras–. Si uno observaba en
calma, deteniéndose en esas cotidianidades, como aquel mediodía en el
mercado de Concepción, preso de sabores, registré la paz del poeta,
porque Gonzalo hasta en los gestos lo fue, ningún instante escapaba a su
oficio. No necesitaba un motivo para labrar buenos deseos o buenas
acciones. Presente el amor en él, el equilibrio estaba dado, y aquél que
estuviera cerca, sentía ese respirar verdadero. No me equivoco al decir
que Gonzalo Rojas fue feliz, es verdad,
conocía las limitaciones, pero recogerse dentro de sí lo fortalecía, de
cierto modo, su alma siempre estuvo dispuesta al infinito.
Como la tarde con su San Agustín de Hipona, y su
Marco Aurelio, cuando perderse fue necesario, y esa mañana en Lebu,
acompañados de su San Juan de la Cruz y de su César Vallejo, mientras
comíamos una deliciosa sopa de mariscos, y si este paladar no me miente,
nunca he vuelto a probar algo parecido. Me lo había advertido horas
antes de mirarnos sopear el caldo, antes de sudar el sabor casi insólito
de la verbena que mascábamos. –Cuando lleguemos, te llevaré a
comer una sopa de mariscos que no olvidarás–. No sólo no olvidé la
sopa, Gonzalo es un terco…
Ahora, la distancia es infinita, y no habrá más viaje
juntos. Comparto la mañana gris en que me dijo: –Ascencio, ¿recuerdas
cuando hablamos del Retrato del artista adolecente, y de
la embarcación en Valparaíso y de la librería La Joya Literaria?–Sí,
contesté. –Ojalá pronto hagamos ese recorrido–. Como juntos
caminamos por la Universidad de Concepción de Chile, donde sucedieron
aquellos encuentros de los escritores, que el mundo conocería como
integrantes del boom latinoamericano.
Hoy tan presente y lejano, lo pienso: porque tantas
son las enseñanzas, como tantas las Meditaciones de Aurelio, y si
la vida no es un sueño, poco se puede esperar de ella. Ahora mismo
caminamos por este puerto de Valparaíso, más adelante espera el buque de
la Sudamericana de Vapores, llamado Presia. Lo abordaremos y
haremos ese viaje de Valparaíso a Ditquen, por casi todo el litoral
chileno. Con el libro de Joyce en las manos, nos sorprenderá la brisa y
ese aire, testarudo y vital, agitará no sólo las páginas, lo hará
también como con el alma nuestra, y con los huesos que descansaremos
sobre las literas de tercera clase.
Mi garganta inundada sucumbe ante la nostalgia.
Aquí están, van de un pliegue a otro de mi cerebro.
Gonzalo repite: –Demórate, Ascencio, demórate–, al oírme hablar
de Ernesto, en esta mañana de invierno. Nunca pensé ver este jardín sin
flores, nunca como hoy, sin él… Y el jardín de Ernesto y Matilde, ¿qué
habrá sido de él?
¿Alguna vez has mirado el escalofrío?
Yo no voltee esa tarde, no quise, no pude hacerlo.
Pero allí quedó mi brazo y mi ojo izquierdo, y desde entonces, conmigo
anda corre que corre ese pie y ese ceso vagamundo montado en el brío
colorado de la palabra relámpago, y estos papeles y más papeles, de ríos
turbios y agitados aires…, y éste, acércate Ascencio, y yo allí,
sentado a la orilla de la vieja cama china de espejos, oyendo los versos
nacidos de Jerusalén a Madrid, dilatados en lo hueco de la puntualidad
larvaria.
Con la botella de tinto en las manos, Gonzalo me
dice: –Esteban, escoge tú el queso–, me lo pide a mí, que
le debo el último abrazo y no sé cuándo habré de pagárselo, a mí, que
nunca le hablé de la adopción de aquella mañana, a mí, que lo sigo desde
esa calurosa tarde en Buenos Aires.
Ahora, en este largo corredor de su ataúdica
casa, siento cada palabra, cada oleaje de su Lebu, como un aire, un
aire, un aire. –Instálate –me dice–, te espero en el
estudio–. Ahora, en esta habitación, más feliz que extraviado,
corro la cortina y veo en esta fotografía el rostro pálido de Juan
Antonio Rojas, en el vertiginoso descenso de su tarde de lluvia, de su
Carbón infinito.
Voy a atrapar la voz de Gonzalo, que zumba y zumba,
como un granizal sobre el zinc, como el mismísimo eros antes y después
de la oralidad, que estremece, y renace. Dos vasos y una botella, tan
real que parece un sueño… Pienso en el dador. |