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En el
ocaso de los ochenta, recibí del Brasil, más exactamente de Curitiba, un
relevante obsequio. Cuando abrí la casilla de correos, en medio de una
considerable cantidad de revistas, libros y “Arte postal” (dichosamente,
la internet todavía no había “noqueado” a nuestro querido y antiguo
correo), me encontré con un sobre en el que la remitente era una menina
de nombre Vandira. Ella me enviaba una plaquete con sus poemas y
un libro de cuentos de un narrador brasileño que hasta ese momento yo
desconocía: Rubem Fonseca.
Se
trataba de Feliz Año Nuevo, que significativamente había sido
censurado por la sanguinaria dictadura militar brasileña (1964-1984).
Feliz Año Nuevo, publicado en 1975, está estructurado en dos
relatos: “Paseo Nocturno I” y “Paseo Nocturno II”. La trama principal
gira en torno a las vicisitudes de un hombre que para alivianarse de las
molestias y sinsabores de la cotidianidad se dedica a “liquidar”
mujeres. La narración es llana y concisa, está desprovista de adornos
innecesarios, impacta, cala hasta la médula, cada adjetivo en su sitio.
El campo de batalla es la ciudad de Río de Janeiro (con todos sus
contrasentidos y absurdos); pareciera que da lo mismo “caminar por las
calles de Río” (esa referencia abunda en buena parte de sus ficciones,
como el sonido expreso de un bajo electrónico, o el chirriar
escalofriante del metro); que entrar a un bar a tomarse una cerveza,
hacer una llamada telefónica desde la playa, vagabundear por el Santo
Cristo o tener una conexión con la mafia y el bajo mundo… De repente, de
un antro puede salir un pistolero y asesinar a una glamorosa mujer de
peluca fucsia y lentejuelas y abundante rouge en sus mejillas, ¿qué
sucedió? O en una bronca pasional y extorsiva, un enano es asesinado y
embuchado en una maleta por casi nada… De súbito, nos enteramos que
Mandrake, el gigoló detective y gastrónomo en cualquier instante, en un
sofisticado restaurante de Río puede citar a Joyce, Genet, Baudelaire,
García Lorca, Pessoa, Camoes… Literatura marginal con citas cultas y
personajes execrables… Eso es solo parte de las orlas y marbetes que se
deslizan en la producción del narrador carioca.
Rubem
Fonseca (Minas Gerais, 1925), desde la publicación de su primer libro de
cuentos Los prisioneros (1964) fue etiquetado: se lo considera
escritor de la “onda” marginal, contador de historias siniestras,
cartógrafo de la descomposición social, cronista de la violencia, la
corrupción, la alienación de las sociedades (postcapitalistas)
latinoamericanas del siglo veinte y veintiuno… Su materia inflamable,
sin embargo, poetizada, es el sexo fuerte, la pornografía, la pedofilia,
la insensatez de la violencia… Los diversos rótulos que se le endilgan,
los que utiliza la crítica y sus fans y detractores, deriva quizás
porque su literatura está cargada de detectives, de investigadores
salpicados de la doble moral, dementes, psicópatas, singulares rubias
que padecen de furor uterino, asesinos seriales, degenerados… Lo cierto
es que sobre las páginas de sus libros ocurren asesinatos y la sangre
corre como uma bola de futebol no jogo bonito… Sin
embargo, es cierto que en las literaturas de las diferentes épocas y
latitudes, encontramos contingencias similares y no se habla de ellas
como si fuera literatura escatológica, policial o negra… Se habla de
literatura con letras capitales. Literatura escrita con la verdad en la
mano. Nos agrade, o no, en estos parámetros se ubica la creación de
Fonseca.
El escritor
carioca tiene a su haber una sorprendente producción novelística, desde
El caso Morel (primeros esbozos de cómo parodiar lo negro/
policial), además de sus “obsesiones consabidas”, la vida marginal
irreverente e iconoclasta. A lo largo de sus textos desfilan escritores
que no pueden superar la página en blanco, escritores frustrados que
pagan para que “otros” escriban sus novelas, escribas que se desdoblan
en escritores y a la inversa, y escritores de relatos autobiográficos (yo
vs el otro), asesinos a sueldo, sicarios, suicidios de dictadores…
En apariencia, no sucede nada, ellos van y asesinan y regresan donde el
patrón –pulcro y moral millonario–, cobran y retornan contentos a su
morada donde los esperan la mujer y los hijos. ¡Todo muy normal! Queda
la impresión, como lo dice uno de sus personajes: “que lo normal es
asesinar, matar”; metáfora de la necesaria destrucción inherente al ser
humano.
Es
importante no obviar que Rubem Fonseca, transitó por el paisaje/pasaje
cruel y nebuloso de la marginalidad; no como un observador ornamental,
sino como testigo y actuante; en su literatura se puede descubrir la
ambigüedad biografía/ficción; en esa zona para nada complaciente se
desempeñó como tira, así se le llama a la policía de Río de
Janeiro. Desde ese frente, el artista en cierne bregó en
funciones administrativas, no es de extrañar que ese paso le diese la
oportunidad de observar de cerca, con detenimiento y ojos reflexivos,
los diversos hechos que presenció con sentido investigativo y que a
posteriori sería material de primera mano en sus creaciones:
criminalidad, nota roja y policial, componendas, violencia escalonada,
descomposición piramidal, corrupción política y social.
No es
casual que la “ciudad”, hasta la aparición de Fonseca en el escenario
latinoamericano, estaba signada por la novela del mal llamado y traído
boom latinoamericano. Era la ciudad con visos agrarios, la ciudad
no deglutida del todo, la ciudad mítica latinoamericana de los cultores
del realismo mágico y de la metáfora de la literatura urbana. Ciudades
con rescoldos coloniales y barrocos. Casas verdes y regiones
transparentes. Fonseca va más allá y rebasa esas “ciudades literarias”.
Su modelo de “ciudad” está configurado de retazos psíquicos, juegos
intertextuales, doble discurso, violencia, desdoblamientos, guiños,
amor/desamor, humor negro y las diversas parafernalias tecnológicas
propias del entorno… Su discurso está decantado de moralidad. Sus
hombres y mujeres son solo juguetes enloquecidos en la penumbra. Su
escritura está dimensionada por la poesía y la prosa, hay una
celebración del lenguaje, que desemboca en laberintos de palabras, en
castillos de papel… Es la Otra, la otra Ciudad, no Río de Janeiro, con
manual de turista y carnaval, crónica de CNN y hamburguer de
MacDonald…
Parafraseando a la poeta mexicana María Baranda: “Ahora sabemos que no
estamos delante de un escritor. No. Su concepción de la vida, su rigor y
su desenmascaramiento de las situaciones y los sentimientos, su proyecto
de acción, su ausencia de método, su mesura y concisión en cada una de
sus páginas, su complejidad y su obsesión por la realidad de la
escritura, nos permite decir que en Rubem Fonseca se encarna una
literatura. En esto reside la fascinación y el desafío de su lectura:
aquel que entre en el mundo fonsequiano no puede ser ya el mismo. Esa es
la intención del autor. Cambiar, vulnerar, cuestionar las partes más
básicas de la existencia…”.
Como en un
ritual atávico, Rubem Fonseca se revela ante sus lectores (semana
dedicada a Rubem Fonseca, Revista Casa de las Américas Nº239, La
Habana, Cuba): en un tono susurrante y marcado por la oralidad tenemos
acceso a su ética literaria y personal:
Existe una
tendencia que asegura que la literatura, a diferencia de las ciencias
sociales, no tiene nada que enseñarnos. ¿Es esto verdad? Ya leí ensayos
sobre la muerte de la novela, dicen que el cuento murió, que la poesía
murió.
¿Qué
significa todo esto? Está claro que aparentemente la literatura no tiene
una utilidad práctica directa. Pero tiene una ventaja sobre la ciencia y
sobre cualquier otro tipo de conocimiento –el de revelar la naturaleza
humana en su complejidad–. La lectura ayuda a desarrollar la propia
creación y la capacidad colectiva. La literatura permite un mejor
conocimiento de sí mismo y de los otros, a través de la experiencia
vicaria de personas de mundos y épocas diferentes. De esa manera, por
ella se superan las fronteras y los siglos.
No es
gratuito el interés que Freud sentía por la literatura, y en particular
por los clásicos, específicamente por los griegos. Hay una relación
directa entre la literatura y el arte del lenguaje y el psicoanálisis.
La
literatura tiene un valor trascendente. No sólo los historiadores sino
todos los estudiosos de las ciencias sociales en general, tienen mucho
que aprender con la literatura. Engels dijo que aprendió más sobre la
Francia del siglo XIX –una época de ascensión de la burguesía– que
leyendo a todos los historiadores y demás especialistas en las ciencias
sociales que escribieron sobre la época.
Además de
la poesía y la ficción –cuento y novela– el teatro también puede ser
incluido como literatura. También la ópera, las letras de canciones, y
también el cine, si no pueden en rigor, ser literatura, son, sí, un
subproducto. Pues la literatura puede ser definida como la exploración
de las verdades universales y del ser humano, a través del lenguaje
escrito o representado, algo relevante para la experiencia humana.
Para
finalizar, me gustaría citar una frase del discurso de William Faulkner
–acerca del poeta, del escritor– al aceptar y recibir el Premio Nobel: “Es
su privilegio ayudar al ser humano a resistir, recordándole el valor y
la honra y la esperanza y el orgullo y la compasión y la piedad y el
sacrificio que han sido la gloria de su pasado. La voz del poeta no
necesita ser meramente el registro del ser humano, puede ser uno de los
puntales, de los pilares que lo ayuden a resistir, a prevalecer.” |