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El Señor ha estado en mi obra para
su Gloria o como objeto de blasfemia y sacrilegio. Lo he dicho y he
escrito y se lo repito ahora: cosa de diez años más tarde, al promediar
los años setenta, viviendo en Budapest, me caí como Saulo del caballo en
el camino a Damasco. En una tarde lluviosa, en vez de entrar a una
taberna, me metí a una iglesia (Santa Cristina), yo, que hacía años no
entraba a un recinto religioso. Un padre daba misa en húngaro. No
entendía las palabras pero sí la misa. Tuve una sensación
extraordinaria, muy difícil, diría aun imposible de describir
racionalmente, cayó en mí una suerte de fulminante rayo divino que me
llevó a una inmediata conversión.
MAC: ¿Y cómo varió su vida después de eso?
AC: Vamos, no me volví una persona ejemplar en nada.
Sólo he retomado de manera consciente mi pertenencia y mi vinculación al
mundo cristiano, y aun puedo decirle que mi vida no ha sido desde
entonces muy distinta a cuando yo era agnóstico. La única diferencia es
que ahora tengo conciencia y esta conciencia me acompaña –me ha
acompañado- en la vida. El libro de Dios y de los húngaros (1978)
es el libro de la reconversión y en el poema “Domingo en Santa Cristina
y frutería al lado” defino el lugar exacto. Pero mi religiosidad se
halla asimismo en la Crónica del niño Jesús de Chilca, el cual es
una apuesta por la iglesia de los pobres, sin tener los versos esa cosa
ideologizada, ni ser yo una suerte de apóstol propagandístico, ni tener
ganas ni interés de llevar a nadie al gran rebaño del Señor.
MAC: Pero en su libro, Monólogo de la casta Susana,
en el que hay momentos divertidísimos, es más bien la caricaturización
de una treintona, quien tiene una supuesta vinculación con el personaje
bíblico, cuyo pasaje, por demás, tan trabajado por artistas del
Renacimiento, brilla por su ausencia en las Biblias modernas. Hay un
cambio de tono.
AC: El marco es cristiano, pero no exageremos, porque
van a acabar pensando de mí no sé qué cosa. En efecto, esa casta Susana
se convierte en un símbolo carnal y vivamente contemporáneo. Suena raro
en momentos, porque en los poemas sobre ella contenidos en el libro
hablo con su voz, es decir, con la voz de una mujer y alguna veces
Susana hace cosas que he hecho yo, como beber ron con coca-cola.
MAC: En los años cuando usted escribía Comentarios
reales de Antonio Cisneros, -tendría 20 o 22 años-, quiso hacer una
revisión iconoclasta de la historia del Perú: una desmitificación de
héroes y de hechos, no exenta desde luego de blasfemias y profanaciones.
AC: Comentarios reales de Antonio Cisneros es
un libro bien labioso y bien burlón. El objetivo era ése: contar la
historia desde el punto de vista del común, del personaje que no se
menciona en las efemérides y a quien nunca se le coronó con laurel; por
eso tiene un título tan pretencioso, y en él hay, como en el del Inca
Garcilaso, una revisión de la historia. Claro, era muy ingenuo que un
muchacho de 22 años quisiera revisar la historia de un país en cosa de
80 páginas. Pero me gusta porque ya había en él una toma de posición
contestataria, era también acompañada por un elemento escéptico y burlón
que acompaña mi poesía. Yo no quería seguir las modas de una época que
se tomaba tan serio la poesía social y de combate, y en la cual se
escribían eslógans de izquierda que eran tan ridículos como los
capitalistas. Se igualaban en un extremo revolucionarios y
conservadores. Nunca han dejado de ser personas de una sola dimensión.
Desconfío, Marco Antonio, de cualquier cosa que sea irrebatible, es
decir, aborrezco los fundamentalismos, la solemnidad, la estupidez.
MAC: Políticamente en ese tiempo se sentía cerca de
la Revolución Cubana y sentía simpatía por la guerrilla. ¿Cómo ve el
Cisneros de ahora al Cisneros de entonces? ¿Cuánto ha cambiado?
AC: Esencialmente soy un hombre que cree en el bien
común y en la justicia. Soy hijo de una época, soy hijo de la revolución
cubana. Aquella revolución era algo muy distinto a la que habían
planteado izquierdistas previos. No surge de las bases partidarias ni de
los dogmas de la URSS. Como muchacho creador, algo que me interesaba
mucho conocer, era que en el arte no había ninguna imposición dogmática
de social realismos ni de normas definitivas, y que existía cierta
distancia con la solemnidad, con la retórica, el “ya me lo sé todo” de
los soviéticos y de los chinos. A mi generación le tocó la llamada
Revolución con pachanga. La pachanga que fue.
Yo tal vez con el tiempo he variado, pero no en
demasía. Lógico: los años te hacen ver las cosas más distantes, pero
nunca, y no tengo por qué, he sido un condenador profesional de Cuba.
Sin embargo, hay cosas que no me gustan nada de la situación cubana, la
escasa democracia y la aplastante burocracia, y sospecho que ahora no
soy de sus escritores políticamente favoritos. Igual yo quiero a Cuba y
a mis amigos cubanos. Total, con los años uno cambia, se pierden
intensidades y convicciones irrefutables, crece el escepticismo, se gana
en crítica y autocrítica. Vas abandonando la cosa grupal, gremial y
partidaria, como de patota de muchacho de barrio. Ya no te escudas en el
montón. A la edad de uno (los 67 años), ya se ha visto cómo tantas
buenas intenciones han fracasado y cómo tantos y tantos hombres se baten
y se quiebran. Uno va aislándose más, te vas quedando más solo, los
amigos disminuyen, te ves con menos gente. Y así pasa. El hombre nace
solo y muere solo, y uno, en ese medio, va preparándose para la muerte.
Se sigue creyendo en la bondad y en la justicia, pero ya no te las comes
todas.
MAC: ¿Cómo nació “Crónica de Chapi, 1965”, que para
Julio Ortega es el poema paradigmático de la guerrilla?
AC: En aquellos años había un espíritu guerrillerista.
Eso, por ejemplo, es lo que me asombraba y me deslumbraba. El Che decía:
“El deber de todo revolucionario es hacer la revolución”. No era
necesario tener el carnet del Partido Comunista. Ahora, cuando lo veo a
la distancia, no hubo en el Perú guerrillas de importancia, pero uno de
muchacho les da importancia, aunque no la tengan. La “Crónica de Chapi”
es un Réquiem. En él muestro que tengo simpatía por aquellos
guerrilleros, creo un tono épico, pero a diferencia de muchos otros
poemas de la época no los hago héroes: cuando mueren, simplemente
mueren. ¿Recuerda las líneas finales? “Y ya ninguno pregunte sobre el
peso/ y la medida de/ los hermanos muertos,/ y ya nadie les guarde
repugnancia o temor”. No hay nada de esa manida retórica de que su
muerte traerá un alba nueva y regresarán con el puño levantado. No. A mí
me ha movido pura y esencialmente el aspecto humano, es decir, anti
dogmático, anti proclama, anti ideología. Es un poema que tiene una
solidaridad compasiva por una guerrilla que fracasó, y eso es todo. La
misma solidaridad compasiva hay en el poema por Javier Heraud que se
halla en Comentarios reales, donde no me apego al dramatismo ni
lo exalto ante el sacrificio. Simplemente Javier está bajo la tierra.
MAC ¿Qué significó Javier Heraud para la izquierda
peruana, y más en concreto, para los poetas llamados comprometidos?
AC: No sólo para los poetas comprometidos, sino para
todo el mundo. Comprenda: a un muchacho que matan a los 21 años en sus
condiciones se convierte en un emblema. Hay diversos modos de verlo: hay
gente que en su momento creyó que no sólo habían matado a un muchacho
poeta, sino habían frustrado a un dirigente guerrillero que preparaba
una nueva estrategia y regresaba para liberar al Perú. Por supuesto que
la gente con sentido común fue dándose cuenta de que en realidad la
muerte de este muchacho y la herida de Alain Elías, que lo acompañaba,
era otra cosa. Esa guerrilla que salió de Cuba en aquel 1962 y llegó al
poblado peruano de Madre de Dios, en la selva, no estaba invadiendo
nada. Eran un par de muchachitos que trataban de regresar a sus casas
como fuera. No tenían armas ni plata ni nada. Alain Elías se salvó
extrañamente: el primero en caer por un balazo es él: el proyectil le
atraviesa el cuello pero sin afectarle ningún órgano vital. El segundo
balazo le pega a Javier, quien cae sobre el cuerpo de Elías. Como Javier
era enorme y corpulento lo cubre con el cuerpo. La balacera posterior
–el acribillamiento- le toca a Javier. Mucha gente creyó lo que quería
creer y otra poca decía aun que fueron la CIA o el ejército. No: fueron
los colonos. ¿Javier y Elías fueron cazados? Muy probablemente. Como se
vio, las balas eran de cacería, para animales grandes. ¿Por qué los
cazaron? Nadie sabe si los colonos lo hicieron porque creyeron que eran
abigeos, o porque los azuzó alguna autoridad política, o por
desconcierto al ver en su pequeño pueblo selvático a aquellos grandazos
blancos, o por una u otra razón. Javier quedó como símbolo joven de
heroísmo, de entrega, de bondad, pero pasado el tiempo la gente fue
viéndolo menos como el mito del poeta guerrillero, sino como un poeta
que murió, quien formaba parte de una guerrilla desafortunada que no iba
ni fue tampoco hacia ningún lado. Hará cosa de unos diez años se hizo
una encuesta muy larga en un semanario muy popular (Caretas) a
jóvenes que cursaban primero y segundo de la carrera de Letras,
preguntándoles por Heraud, y contestaban que era un tipo que no les
sonaba. Desde luego eso no quita el hermoso símbolo de la muerte de un
joven poeta. Por demás, no debe olvidarse que Heraud y Elías eran de mi
barrio, miraflorinos, de clase media. Yo mismo he sido cómplice, no de
hablar bien o mal del guerrillero Heraud, pero sí de quedarme callado.
Cuesta trabajo decirlo, da pena, sí, lo siento en verdad, pero las cosas
no fueron como quisieron que las creyéramos. Sobre esto, hace unos 20
años el poeta Washington Delgado y yo tuvimos un conversatorio que se
publicó en un suplemento cultural.
MAC: ¿Y cómo se relaciona esta guerrilla con la del
’65, la de Chapi?
AC: Muchos de esa guerrilla acaban formando parte con
la del 1965, que encabezaba Héctor Béjar, la del ELN (Ejército de
Liberación Nacional). Muchos murieron. Es impresionante el parecido que
hay entre esta guerrilla y la del Che en Bolivia en relación con las
izquierdas, y que el Che cuenta en su Diario, por ejemplo, cómo los
comunistas brasileños para cruzar un puente le pedían tantos dólares, o
cómo los comunistas bolivianos para llevarlos a la salida de tal
carretera le pedían tantos dólares. Fueron esquilmando por dondequiera
al pequeño grupo. Todo mundo conoce que los cubanos auspiciaban
operaciones suicidas. ¿Dónde está el humanismo, carajo? No el humanismo
en abstracto, con mayúscula, sino en el ser humano, en concreto.
MAC: La residencia en Inglaterra parece cambiarlo.
Hay tres libros, que de una u otra forma, hacen una unidad (Canto
ceremonial contra un oso hormiguero, Agua que no has de beber
y Como higuera en un campo de golf). A mí me sorprende la
pluralidad temática en ellos, y pese a que no hay una aparente
coherencia, siempre hay un raro tino para unir lo más dispar.
AC: No sé si hubiera podido escribir el Canto
ceremonial contra un oso hormiguero sin ir a la isla. Yo creo que
no. Cuando llego a Inglaterra, me lleno impresionantemente de ideas,
emociones, sensaciones, colores. Yo era entonces una esponja ultra
absorbente. Llego además, fíjese, al swinging London. Era como
estar en el centro del centro del mundo. Inglaterra me afinó en la
cultura pop y colaboró o acentuó en mí el desenfado y asimismo la
falta de fe en las grandes verdades y en los cojudos solemnes.
Inglaterra tenía mucho el espíritu de la época, tanto que se podía
creer que el mundo había cambiado para siempre. Era el auge de la
contracultura. Durante esos años en Inglaterra lo anticonvencional era
lo convencional. El verdadero audaz era el joven que se atrevía a salir
de traje y corbata.
MAC: ¿…y que había en la poesía…?
AC: En esos años se daba una discusión esquizofrénica
entre poesía pura y poesía social. Yo en Canto ceremonial contra un
oso hormiguero (1968) junto de todo. No es que hubiera en él una
poesía de tema histórico, otra de tema político y otro de tema
doméstico: es un mélange de todo. En Inglaterra existían nuevos
valores. Si bien en Lima los conocía, en Londres los encontré con mucha
más fuerza: la revolución juvenil y la revolución sexual. Se me
presentaban también los castillos, Enrique VIII, Marx, la revolución
cultural china, la historia inglesa, y su contraste, la aparición de las
birds –las jovencitas en minifalda-, las drogas, el pacifismo
hippie. A todo tenía que darle una forma. A menudo, ¿no es cierto?, uno
siente que no tiene mucho que decir y a veces aun que se le agotó la
vena; en este caso fue al revés: tenía demasiado que decir. El Canto
ceremonial pudo ser mucho más grande. Salió perfectito; escogí sólo
la carne fina. Empecé incluso a utilizar un versículo que se alargaba y
enroscaba como una serpiente. Agua que no has de beber (1971) es
un libro curiosón. Son poemas sueltos que pude haber incorporado al
Canto ceremonial. Ahí está el poema “Para hacer el amor”, que forma
parte de un poema más vasto (“Una muchacha católica toca la flauta”),
escrito para mi ex mujer, que tiene éxito siempre cuando lo digo en los
recitales.
MAC: Parecido y a la vez distinto a los dos
anteriores es Como higuera en un campo de golf (1972).
AC: A diferencia, sobre todo de Canto ceremonial,
es un libro muy duro por momentos, muy oscuro, muy depresivo. Londres es
la puerta que me abre Europa, pero ya viviendo en Niza, en el sur de
Francia, estoy muy golpeado, separado de mi mujer, alejado de mi hijo
que vivía en el Perú, escéptico en religión y en política, en fin,
abandonado hasta de las convicciones, muy necesarias para mantenerte
vivo. Y sin embargo, nunca gané tanta plata con mi sueldo de profesor y
tenía amigos que eran dueños de yates, es decir, la vida de Costa Azul.
Todo lo contrario a la de los parias latinoamericanos que se la pasan en
el clóset mirando cómo viven los demás. Ya en Francia estaba más
adaptado a Europa. Como higuera en un campo de golf es un libro
al que le tengo cariño, pero un cariño más bien compasivo: eres ése pero
también no lo eres. Te da pena ese muchacho que escribía en aquel
entonces. Hay en el libro un lenguaje distinto y a la vez parecido al
otro libro. Fue un trabajo duro: piense en poemas de largo aliento como
“El rey Lear” o “Sobre el lugar común”; el aliento no se perdió, se
perdió la fe. A todo eso, añádasele la pérdida de las convicciones, y
encima de eso, que me vuelvo un asiduo de los hospitales.
MAC: ¿De qué enfermó?
AC: Primero, ataques de ansiedad y angustia como pan
de cada día. Eso se ve en esa suerte de crónica “Mis hospitales
favoritos”, que me divierte mucho. Me encantan los hospitales, son un
templo para mí. Entraba y salía de Emergencias a cada rato, hasta que
dejaron de hacerme caso. Al final, en Emergencias, me daban una aspirina
y luego una buena palmada en la espalda. Pero una vez en Niza enfermé
seriamente: una enfermedad parasitaria con una reacción en las meninges.
Tuvieron que internarme y aislarme en el hospital de Brousailles que,
por cierto, era el mejor de Cannes. El colmo: yo tenía en esa época una
compañera cubana estadounidense (ya no mi primera esposa) que me
abandonó tan pronto como fui a dar en el hospital. Dios sabrá el diablo
que era yo para que aprovechara la ocasión y saliera huyendo. No era
agradable: mientras yo estaba en cama afuera del hospital, a todas luces
ocurría el festival de cine. Los enfermeros eran algo así como los
mensajeros del glamour. De pronto aparecía uno: “¡Hoy vi a Catherine
Deneuve!” y todos los enfermos exclamaban: “¡Ahhh!”
MAC: Era otra época, mucho menos hostil y cruel, para
los latinoamericanos en Europa. Para las europeas era una atracción que
uno fuera mexicano. Quizá porque las colonias de mexicanos eran pocas y
porque el mexicano de ciertos recursos compraba mucho, teníamos buena
imagen.
AC: Claro. Además, yo tenía la fortuna de manejar
idiomas. Los viajes de los jóvenes de hoy en día son muy distintos a los
de antes. No éramos entonces unos apestados, no teníamos la imagen
delictiva de narcotraficantes o terroristas. Yo vivía en Niza y cuando
me daba la gana, tomaba el auto y viajaba a Italia o cruzaba el Canal de
la Mancha para subir a Londres. Era para los peruanos el viaje del Inca
Garcilaso, que cuando llega a joven, emprende el viaje a España. Se va a
su otra mitad como diciendo: “Yo también soy occidental. Quiero mi
patrimonio”. Los africanos no son occidentales; nosotros sí. Esa otra
mitad occidental es la que vamos a buscar. Un buen número va a la
aventura espiritual, pero otros son peruanos de a pie.
MAC: Octavio Paz hablaba que los latinoamericanos
vivimos en los outskirts de occidente.
AC: No lo sabía, pero coincido con esa frase.
MAC: Ha viajado mucho por occidente pero nunca ha
olvidado su ciudad: en sus poemas están la familia, Miraflores, el
malecón Cisneros, Barranco, el mar, el centro histórico…
AC: A veces pienso que la “Crónica de Lima”, si no
hubiera estado en Londres, no la habría escrito. Es un puente que trazas
con tu ciudad. Aquí en Lima nací, más aún, soy de este distrito,
Miraflores, al lado del mar, soy un ser marítimo. No hago muchas teorías
sobre esto, pero me cuesta trabajo pensar que estoy dentro de un cuerpo
que no viva al lado del mar. Veánse la cantidad de imágenes que hay en
mis poemas sobre barcos, náufragos, peces, aguas… Si no es exagerado
decirlo, diría que el mar es una de mis razones de ser. Con Lima ha
habido esa relación de amor-odio, pero consistente. Yo me siento un
hombre urbano, de la orilla del mar, no podría vivir en una ciudad con
menos de cuatro millones de habitantes.
MAC: El contrario de su tarea desmitificadora parece
ser la familia (ascendientes, hermanos, ex esposa en su momento, esposa,
hijo e hijas, nietos…)
AC: Son los únicos santos de mi devoción. Soy una
persona esencialmente doméstica –no domesticado-, pese a mis viajes y a
mitos urbanos que hay sobre mí, y a mis conductas -sobre todo en otros
tiempos- en ocasiones desaforadas. Soy alguien que quiere a su madre y
la ayuda, soy buen esposo de mi esposa, buen hermano de mis hermanos. En
los últimos años la presencia de mis nietos es fundamental. Todos los
días me la paso un rato con ellos. Me divierten mucho. No lo digo como
un viejo chocho que habla zonzeras. Los romanos eran sabios: no sólo
tenían los dioses mayores, sino los penates, los domésticos. Al mismo
tiempo soy –no he dejado de ser- el muchacho de barrio, y ahora, si
quiere, un viejo muchacho de barrio, alguien a quien le gusta el fútbol,
que sabe donde están sus cosas y donde se venden en la calle el pan y la
leche. Fui un adolescente que a los 14 ó 15 años jugaba fútbol en la
calle, utilizaba todo el argot grosero de entonces, que llegaba también
a trompearse y, al mismo tiempo, escribía poemas a escondidas, porque a
mucha gente escribir poesía le parecía mariconadas. Siempre he tenido
muy bien separadas las dos personas. No los detesto, pero me incomodan,
o más bien me valen madres esos poetas ultrasensibles que no saben donde
están parados y a quienes todo les emociona: el llanto de un niño, el
ladrido de un perro, una pobre anciana que va por la calle, pero que
nunca en su vida han sabido trabajar. Yo he trabajado siempre y sigo
trabajando: en la docencia, en el periodismo, en la gestión cultural...
MAC: A partir de El libro de Dios y de los
húngaros su poesía se volvió menos compleja pero no menos
conmovedora. ¿Le cansó el versículo y la pluralidad temática?
AC: Creo haberle dicho que yo no entro con una
actitud racional a ver las formas exteriores donde se desarrolla el
poema. En El libro de Dios y de los húngaros hay una cosa de
transparencia, unas imágenes muy cuidadas y calculadas. Fue una
necesidad de trabajar de una manera no más directa, sino más sencilla,
porque ésa era la expresión que se requería para mostrar una actitud de
más serenidad y reposo. Nadie desconoce que en uno, a lo largo de una
vida, son varias las personas que escriben los libros: desde aquel
muchacho de 18 años que escribió Destierro al que publicó a los
62 años Un crucero a las islas Galápagos. Son varios Cisneros muy
distintos y a cada uno lo respeto profundamente. Pero a diferencia de
José Emilio Pacheco, amigo del alma, quien corrige de nuevo los poemas
cada vez que reúne su poesía, yo no me atrevo a meterles mano, pese a
que tal vez quedarían mejor, porque uno de viejo comete al escribir
menos errores.
MAC. En El libro de Dios y de los húngaros
escribe más nombres propios de ciudades: personas e iglesias y mercados
y cafés y calles…
AC: Salvo excepciones, siempre he sido muy urbano. El
único poemario que se sale, pero es también urbano, es la Crónica del
Niño Jesús de Chilca. Sin embargo, es también urbano, de pequeñas
aldeas pueblerinas, de urbanizaciones chicas, de caletas, de zonas
agrícolas, de minas de sal. Aunque hay algo de trabajo antropológico de
campo, creo haber logrado muy bien en momentos que los personajes –ante
todo pescadores- hablen en el libro el lenguaje popular. Es un libro
extraño.
MAC: Si con alguna regularidad en sus libros se
combinan el verso objetivo y el subjetivo, en la Crónica del Niño
Jesús de Chilca llega a predominar más el objetivo. Es un libro más
desde los otros, pero escritos y descritos por Antonio Cisneros.
Esos otros que son los pobres de los pobres. Usted parece en el
libro más un testigo que un protagonista.
AC: Es bien difícil hablar de poesía objetiva, pero
sí, es un libro donde hurgo aparentemente menos en mí mismo.
MAC: ¿Y cómo se le ocurrió ese libro que se parece
tan poco a los otros?
AC: Tenemos, desde que yo era muy niño, una casa en
la playa que se llama Punta Negra a 50 kilómetros de Lima, en lo que
llamamos el sur chico, y en esos balnearios hay dos suertes de gente: la
veraneante y permanente. La permanente son, por ejemplo, los camioneros
repartidores de agua, los albañiles que arreglan casas modestas, los
vendedores del mercado, los jardineros, los dueños y empleados de
restorancitos y bares, los pescadores artesanales… Hay con ellos un
universo paralelo, pero no discriminado, porque existen vasos
comunicantes. Yo, que pertenezco a la población flotante, soy padrino de
no sé cuántos niños en Chilca. En ese pueblo de pescadores son todos
familiares; hay seis o siete apellidos que se repiten. Es raro: no sé
qué musa especial entró en mí para que con todo aquello escribiera
poesía. No lo sé en verdad, pero salió. Y hay mucha gente que por
diversas razones, no sólo literarias, es el libro que más le gusta.
Quizá porque persisten en ellos remanentes de la mentalidad positivista
del siglo XIX que, me parece, perdura hasta ahora en el marxismo.
MAC: Usted ha dicho que escribió El libro de Dios
y de los húngaros dos años después de su residencia en Budapest,
pero, por caso, el Canto ceremonial contra un oso hormiguero le
llevó un mes fulgurante. ¿Cuánto le lleva por lo regular escribir un
libro?
AC: Vamos a ver esos dos casos. El Canto
ceremonial lo escribí durante el invierno londinense en condiciones
adversas. No sé si sepa que en Londres la calefacción se llena por
monedas, y a veces yo no tenía sencillo, o más, no tenía plata. Me
enfundaba en un abrigote, metía una mano en el bolsillo y con la otra
escribía. Cuando la mano con que escribía se me enfriaba, la metía en el
bolsillo hasta que se calentaba. Pero nada de eso me importaba, nada,
porque en esos días me llegaba la inspiración a chorros, me sentía un
inspirado de los dioses. Cuando estás en el rapto de la escritura, se
puede venir abajo el mundo, abandonas a tus hijos y nietos, y ni cuenta
te das. El caso húngaro es el otro extremo. Mientras vivía en Budapest
tomaba notas y hacía apuntes en papeles, servilletas, cajetillas de
cigarros, qué sé yo. Salvo un poema, “Domingo en Santa Cristina y
frutería al lado”, escrito prácticamente de un tirón, casi como un
dictado divino, los demás estaban en borradores; no tenía yo mayor
convicción para terminarlos, pero no tan poca para tirarlos como
desechos y no hacerle caso a la musa. Más tarde lo he racionalizado. En
Hungría no había palabra escrita legible para mí; como el húngaro era un
idioma muy distinto y distante, apenas si aprendí unas cuantas frases
para ordenar en un restaurante o para subir a un autobús. Tú puedes
estar en un país donde ignoras el idioma pero las primeras planas te
dicen algo; en Hungría no; incluso las palabras internacionales como
hotel o restaurante se dicen de otra manera. Era para mí un mundo sin
palabras. Cuando desenterré en Lima mi caja de zapatos donde los había
guardado, me encontré con la multitud de papelitos y volví a armar los
poemas. De algunos ya no sabía en qué consistían las imágenes o
señalamientos que había hecho, pero trabajé lo demás. Y salió un libro
perfectamente redondo y compacto.
MAC: Pero ¿en qué momentos le es más fácil escribir?
AC: La parte que ya no es tan graciosa es que a veces
exagero mi distancia con la poesía. Dejo pasar, sin tomarla en cuenta, a
eso que llamamos la musa, y ella te llama, te jala del hombro, te
golpetea el brazo, y tú sólo le dices: “Ya veremos”, “Más tarde”, “Ven
otro día”… Todo lo contrario de lo que me ocurría de muchacho, que,
cuando sentía su llamado, de inmediato me sentaba a escribir, saliera o
no saliera. Pero esto que me pasa no es de ahora; tiene cerca de 30
años. Jamás me desesperé. A diferencia de Martín Adán o Javier Sologuren,
quienes, con una preocupación que no los abandonó, poetizaron sobre la
poesía, yo no. No es ni virtud ni defecto, es un hecho, y ya.
MAC: Jaime Sabines me dijo alguna vez que el llamado
de la poesía llegaba, tenía que llegar, podía tardar dos o cinco años,
pero llegaba.
AC: Quizá lo mío sea simplemente pereza.
MAC: Usted es un poeta, como entre nosotros López
Velarde, Pellicer y Sabines, pegado a la tierra.
AC: Cada quien mata sus pulgas a su modo. Poetas como
Jorge Guillén parten de la reflexión y de la abstracción; a mí me gusta
lo sensorial Podríamos hablar de una poesía plástica, con volumen,
peso, color.
MAC: A veces da la impresión que une su poesía a la
crónica o al Diario.
AC: Dos cosas. Primero, yo soy cronista en prosa. Por
ejemplo, tengo en prosa una crónica burlona de las islas Galápagos y en
poesía un libro. No tienen nada que ver entre sí, pero tienen el mismo
punto de partida. En general mi poesía se corresponde, no con los viajes
–que no son pocos- sino con largas estadías más o menos largas. El
Canto ceremonial contra un oso hormiguero es mi residencia en
Londres, Como higuera en un campo de golf mi vida en el sur de
Francia, en El libro de Dios y de los húngaros dejo huella de mi
paso por Budapest, El monólogo de la casta Susana es respuesta a
mi estancia en Alemania, y Un crucero a las islas Galápagos, su
título ya lo dice. El viaje es elemento o pretexto. Se trata de un
viaje a tu propio interior.
MAC Hay en usted, al respecto de César Vallejo, tanto
como con el poeta como con el hombre, una suerte de reconocimiento pero
también de fastidio. Como si le dijera: “Basta, lo hiciste bien, pero ya
vete de aquí”.
AC: Uno, sin querer, acaba generando mitos urbanos.
Hace unos 25 años hubo una amplia encuesta a ver quién era el mejor
poeta del Perú. El periodista, esperando la respuesta consabida: “Es
Vallejo”, se sorprendió porque respondí: “Es Jorge Eduardo Eielson”.
¿Por qué? Sin que negara los grandes méritos de Vallejo, la poesía de
Eielson me ha gustado siempre, me interesa profundamente, me llena. Me
vi como políticamente incorrecto. Fue una blasfemia que yo no
diera la respuesta apropiada a esa pregunta que ni se pregunta. No me
gustan en Vallejo los poemas, pocos pero son, que tienen cierta cosa
melodramática. Me fastidia la imperfección. Honestamente desde muy
joven Vallejo jamás me maravilló. Respecto a su muerte, me pone de malas
ese dislate de que murió de España. La gente no muere románticamente de
España; la gente muere de tuberculosis, de sífilis, de cáncer, de una
pulmonía, de un balazo en la cabeza. Siempre esa cosa tan misteriosa de
su muerte auspiciada tanto por el Partido Comunista como por la derecha
conservadora. El pobre hombre que sufría, sufría, sufría. Sin embargo,
me interesa en alto grado la influencia tan vasta que ha tenido, no en
el Perú, donde es relativamente menor, sino en todo el ámbito de la
lengua española. Es muy sorprendente para bien que un marginal de
marginales de un país marginal y marginado, provinciano de lo que era
entonces una pequeña aldea andina, sea considerado el poeta más
importante de la lengua y uno de los más sobresalientes del siglo XX. Es
muy relevante para los peruanos, porque la mayoría, mal que bien, de
alguna manera, son habitantes de aldeas, y para ellos es una
posibilidad, una ilusión o una utopía llegar a ser tan grandes como él
lo fue.
MAC: “Qué triste es ser letrado y funcionario”, dice
usted en un famoso verso. ¿Qué opina usted de los poetas académicos y
los poetas-funcionarios?
AC: Como ocurre en casi toda la poesía el sujeto y el
objeto es uno mismo. He pasado muchos años enseñando, de lo cual no me
enorgullezco, porque nunca he tenido vocación de profesor. He sido un
profesor normal, nada del otro mundo. He cumplido, y ya. Jamás he
aspirado a ser coordinador, jefe de departamento o decano. He enseñado
en el Perú, en Europa, dos veces en Estados Unidos (Berkeley y
Virginia). No me interesa el destino ni el futuro de la juventud. Me
importa un carajo cómo le vaya a ir. “Qué triste ser letrado y
funcionario”, sí, tiene una referencia con la realidad, pero también con
la vida de los poetas chinos, porque son letrados y funcionarios. Qué
curioso: ingenieros, abogados o médicos trabajan en su profesión pero
aún no se ha inventado la profesión remunerada de poeta. Se lo digo con
sinceridad: hay gente que creería que el poeta Antonio Cisneros le debe
mucho a quienes le han dado el trabajo de profesor universitario; no;
éstos le deben al poeta. ¿Por qué me invitan a dar clases a la
universidad de Niza o a la de Virginia? ¿Porque soy una maravilla como
académico o por los libros de filología que he publicado? No: la gracia
es que el poeta Antonio Cisneros dicta esos cursos. Si estoy en deuda,
si hay alguna, es con la gente que me ha querido aquí en el Perú o en el
exterior, claro, no incluyendo a las tribus de envidiosos. Pero ¿a quién
es al que han querido? Al poeta. El ciudadano Cisneros se siente indigno
cuando no escribe poesía porque a fin de cuentas a quien le debe
demasiado es al poeta. |