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¡Sangre sobre la
sangre! Salvaje es el grito de los invasores; y se
aprecia la gama íntegra de tonos bárbaros porque el dolor ahoga en el
pecho los alaridos de los sitiados. Ágiles sombras se descuelgan de los
muros, fantasmas armados de espadas espectrales se deslizan por las
escaleras, toman las salas, hunden las hojas de acero en los cuerpos
dormidos. ¡Sangre y exterminio!: claman los asaltantes; y al oír la
llamada sale la sangre a borbotones dejando exangües los cuerpos.
¡Alerta! ¡Alerta!: se oye gritar en la torre al vigía: Qué nos atacan,
¡alerta! Los confiados centinelas apostados en barbacanas, almenas y
adarves caen sin exhalar un gemido. Saetas imparables surgen de la noche
buscando antes que nada las gargantas, para enmudecerlas; y ya en la
caída, cuando las manos sueltan las armas para acudir al cuello, flechas
hermanas de las predecesoras atraviesan los corazones dolientes sin
calmar la hostilidad de los arqueros. La explanada del castillo es un
hormiguero de soldados inquietos que van y vienen portando copioso
aparato de guerra.
Rejones endurecidos invaden
pechos generosos, los capaces de mayor indulgencia; la carne palpitante
se abre a las picas como flor de doncella forzada, suspiros agónicos
ablandan las piedras del muro. Las sanguinarias huestes enviadas por el
Papa de Roma, a quienes se han unido las del Rey de Francia -se mueven
ambos por razones diferentes pero el ansia de poder es común- atropellan
los derechos todos matando la vida. Los mercenarios pagados con limosnas
extraídas de cepillos abiertos en miles de iglesias, los mozos
reclutados a la fuerza en las labranzas más pobres, los desalmados
acogidos al favor de la Cruzada contra los Albigenses y los engañados
desde el púlpito, sorprendidos en su buena fe por la santa palabra que
esta vez promete un botín generoso e inmediato; todos ellos, sacudidos
con arengas de los caudillos, con marchas militares o himnos religiosos,
abren en canal el vientre de las mujeres preñadas, prenden teas en los
vestidos de las ancianas caducas y machacan los débiles cráneos de
pequeñuelos desconsolados sirviéndose de mazas de madera y férreos
pinchos. Bajan, más tarde, el paso marcial y el ademán decidido, a las
mazmorras; y asombrados de que no haya cautivos ni presos, se dan un
carnal festín con las tiernas muchachas, casi niñas, que han sobrevivido
al ataque y desconocen la naturaleza de la agresión soportada.
Quienes sufren de modo tan cruel
e inhumano son los Cátaros: Perfectos y Creyentes. Los que reciben este
trato brutal son los más puros seguidores de Cristo Espíritu, los
amantes de la concordia y de la libertad, los hospitalarios, los que
creen que el bien de los demás es el suyo. Los perseguidos como alimañas
se higienizan a diario en contra de la costumbre extendida, trabajan con
ahínco y huyen de los lujos, respetan la vida y no ofrecen sacrificios
cruentos, ignoran los dogmas y la autoridad de reyes y pontífices,
representan sin gaje ni ventaja a los conciudadanos cuando son elegidos
y votan cada año a sus representantes. Mas una bula papal declara
pecaminosa toda compasión sentida por la suerte de esos herejes. Las
órdenes dadas desde la bicéfala jerarquía son terminantes: ¡Caiga la
piedra que soporta la piedra!, ¡cese el latido que impulsa la vida!
Nunca la historia hubo de relatar tanta saña; por ello los
historiadores, en su juicio ecuánime, suavizaron los hechos.
Al poco de dormirse,
atemorizada, despertó Liliane, Lily en familia. Las imágenes sangrientas
de su dolorosa pesadilla irrumpieron en la mente como en cenobio
confiado. Soldados lúbricos forzaban a las novicias acogidas al amparo
del ara, caídas de hinojos a los pies de una divinidad impasible. En tan
sagrada presencia se formuló la lujuria, concupiscencia acreedora de la
consideración más lasciva. Ante las miradas huecas de los santos fue
derramada la sangre virtuosa, reservada desde siempre al Amado. Trató
Didier de sosegar a Lily, pues debido a la insistencia puesta en
establecer su carnal dominio de esposo, se juzgaba culpable de la
agitación. El esponjoso lecho de la Cámara Nupcial, el protector
baldaquín, la imagen figurada de los que en esa intimidad se amaron
antes de regresar al torrente de la vida y, más que nada, el encanto
irresistible de la inmaculada joven; llevaron al enamorado, tributario
de una osadía irreconocible para la novia, a romper el compromiso
adquirido. Antes de los esponsales convino la tregua Didier con una Lily
intacta: tres días y tres noches habían de retener aún el deseo en su
cárcel, antes de permitirse los goces sensuales. Liliane ha transitado
como entre asperezas selváticas a lo largo de una jornada turbadora, y
su mente mezcla las sensaciones y los convencimientos, aunándolos pese a
la discrepancia de naturalezas. En un lado aparece la pasión excedida de
Didier, un ardor poco menos que combatiente, nominado señor de la
fortaleza que ella aún preserva. En el otro las históricas matanzas
producidas en escenarios abiertos, obra de cruzados e inquisidores,
cuyas víctimas eran gentes a quienes en razón de sus apellidos cree ella
pertenecer. La imaginación encendida de Lily sumó, mezcló, agitó;
transformando el amoroso requerimiento de Didier en un asalto brutal.
Amigo yo
del novio desde la adolescencia, el afecto nació entre nosotros con el
reiterado intercambio de hogares –Madrid en julio, en agosto Gaillac-
entregados al aprendizaje del idioma del otro; y cultivé ese apego
durante años como la empatía me aconsejó. Lo hizo bien; de ahí que, el
28 de Junio de 1997, en calidad de témoin,
asistiera a la boda de Didier Bournay et Liliane
Peyrepertuse Mirepoix, celebrada en la capilla de un castillo preparado
como hotel en las proximidades de la histórica ciudad francesa de Albi,
en el Languedoc, cuna de los albigenses o cátaros. Transcurrida la
intensa jornada de ritos y celebraciones, ocupo un aposento del piso
superior que guarda parte de la sobriedad originaria; y expulsado
del lecho por el entrechocar de la avidez de reposo con los pensamientos
hirientes, desciendo a la penumbra del patio vacío, al silencio
custodiado por las armaduras armadas. Usurpando el sillón que en la mesa
presidencial ocupó el desposado, me llegan las quejas de Lily, fruto
agraz de un espejismo terrible. Posee la fiancé
una belleza íntegra: su figura de modelo fotográfica, esbelta y
armoniosa, suma valor a la perfección del rostro y al candor casi
infantil que trasluce su sonrisa. A los trece años estudiaba español en
la clase de Didier, y a veces nos acompañaba para practicar la
conversación. El mutismo abierto en torno a sus circunstancias
personales, rodeaba de un halo misterioso sus atractivos. Nos mirábamos
cómplices o lo creí, fiado del corazón; y mi memoria de copain la fue
fiel durante un lustro de cruces postales: tarjetas, cartas y
fotografías, donde la timidez corregía las buenas maneras propias de la
educación recibida. En un idioma o en el otro, Didier y yo nos fuimos
hermanando. Practicantes de ciertos deportes arriesgados, viajamos a
nuevos lugares en vacaciones de verano o de Navidad: Escocia, Finlandia,
Noruega, Italia, Suiza. Acometiendo un ascenso alpino mi vida quedó en
manos de Didier, y el camarada fraterno la preservó arriesgando la suya.
Hablábamos de la amiga común con veneración –yo al menos- estrella
inalcanzable, quimera; callando la creencia de ser correspondidos. Tan
deseada, tan temida, la hora de la verdad llegó; el simétrico y
equilibrado sentimiento de Lily se desniveló por fin. Sabiendo a Didier
incapaz de hacer trampas en asunto tan serio, estimo que la proximidad
física jugó en su favor. Sufrí en lo más íntimo cuando me comunicaron la
iniciación del noviazgo. Pené, además, porque debiendo alegrarme, el
bien de mi salvador no me alegraba.
Igual que a pariente me recibió
antesdeayer Liliane en el seno de su familia, en el entorno de escogidas
amistades. Puede que la amabilidad de trato corresponda a su manera de
ser, cortés y generosa; cabe que esté compensando la acogida dispensada
por mí el pasado verano en Madrid. Ocuparon ella y Didier las mejores
habitaciones del piso de la calle San Bernardo, donde moro con mi madre
viuda. Les cedimos la casa de Aranjuez, punto de partida de sus
itinerarios turísticos. En el Museo del Prado la restauradora Liliane
quiso ver las obras maestras de Goya y Velázquez; y el arquitecto Didier
prefirió indagar en la evolución del edificio y los planes de ampliación.
Mudado yo en guía de la joven, conduje la conversación a los tiempos
idos, a lo que pudo ser. No le resultaba indiferente, deduje de sus
hábiles respuestas; incluso, durante un tiempo, gocé de su predilección.
Como por ensalmo, noche cerrada
aún, al llamado de mi pensamiento Liliane abandona la
Chambre Nuptiale, sale al patio de armas y me encuentra absorto
en esas cosas mías que tanto se relacionan con ella. Han de ser el lugar
y el momento oportunos, porque pasado el instante inicial de sorpresa,
deseosa la mujer de desahogarse, entra en conversación y me franquea el
paso hacia sus interioridades. Tras explicar la pavorosa alucinación
sufrida, sueño violento desencadenado por la acción de Didier, creyendo
que las palabras pueden tornar lo confuso en comprensible, inicia la
exposición de las certidumbres más arraigadas.
"Procedente de varias
generaciones de antepasados instruidos, poseíamos una biblioteca
abundante y bien seleccionada: más de tres mil volúmenes cerrados en
alacenas, arropando las paredes desde el suelo de tarima hasta el
artesonado del techo". Entregada de lleno al ejercicio de desvelar su
enigma, se arranca del alma Liliane los jirones más adheridos. "Puertas
acristaladas, cerradas dos a dos con una aldabilla, libraban de polvo y
humedad tratados de filosofía e historia, colecciones de láminas
artísticas, novelas de los grandes autores. Me escondía en la estancia
cuando jugaba con mi hermana Flore y los primos, porque había rincones
que permitían a una niña ocultarse respirando esa atmósfera de quietud y
reserva. Curiosa de los enigmas encerrados en las páginas impresas, de
puntillas, o sirviéndome de uno de los sillones que bordeaban la gran
mesa central si quería los volúmenes situados en lo alto, mi mano
derecha extraía el pasador inserto en el anillo. Al principio fue sólo
un entretenimiento que formaba parte del juego. Pasó a ser cosa seria
cuando vistas las estampas dibujadas leía las líneas que, al pie,
explicaban su significado. Debían de ser sugerentes las frases, ya que,
por lo común, lograban intrigarme hasta el punto de buscar el sentido
completo. Como si se tratara de un vicio, a escondidas fue progresando
mi dedicación".
"A los once años adquirí la
costumbre de la lectura. Sin duda exageraba, pues desaparecía durante
horas y, cansados de llamarme, mis padres me veían llegar con los ojos
rojizos, como si hubiera llorado. Eran historias protagonizadas por
personas de vida azarosa, las que me atraían; o libros religiosos
repletos de piadosos ejemplos orientados a la causa de la salvación
eterna. Descubría crónicas cuyas descripciones me aterraban; matanzas
causadas a unas gentes buenas por secuaces de soberanos ambiciosos.
Dejaron de interesarme los juegos que antes me retenían en el exterior,
y la palidez de mi rostro iba a más. El médico hizo preguntas cuyo
sentido yo no vislumbraba, y mi respuesta consistió en musitar tres o
cuatro palabras mientras alzaba los hombros. Después de varias pruebas
que no arrojaron síntomas claros de enfermedad, recomendó reposo y una
alimentación reforzada; pues coincidía el escrutinio con un estirón de
tal envergadura, que dejaba pequeños por comparación a los niños de mi
edad, parientes y amigos. Sin consultarme siquiera me enviaron con unos
tíos que vivían al borde del océano, presqu´île de Capferret, en una
casa soleada y abierta a los vientos, privilegiado mirador de la pequeña
ensenada del puerto pesquero. Espacio acogedor y saludable, sin duda,
pero carente de biblioteca. El mueble de uso extendido que solía mostrar
en los estantes algunos libros, en general novelas de amor, manuales de
medicina doméstica o algún breve diccionario enciclopédico; allí acogía
figuras de porcelana. Sin historias que prestaran alas a mi imaginación,
y sin la compañía de otros niños por estar avanzado el año escolar, me
aburría. Para evitar la pérdida de curso, el cura de la capilla cercana
dirigía mis repasos con explicaciones salidas del sentir religioso.
Intentó llevarme a su terreno e hizo de mí una niña piadosa que se
interesaba por los asuntos de los santos. Conocí los principios
generales del catolicismo, y me topé con propuestas que necesitaban la
colaboración ineludible de la fe para ser aceptadas. En ellas me detuve.
De algo serviría la asistencia del sacerdote, no obstante, porque tuve
éxito en los exámenes y pude pasar a la siguiente etapa escolar sin
contratiempos. Mi aspecto fue, al cabo de esos meses, el de una
jovencita alta, despierta y vigorosa".
Al cabo, va a resultar
beneficioso que el sueño me abandonara forzado por la desazón, tormento
nocturno de quien siente escapar la dicha a través de los agujeros del
alma. Ha bailado conmigo Liliane en la fiesta, la he tenido en los
brazos, me ha hablado al oído, he sentido el aliento cálido del beso
familiar depositado en la mejilla al dejarme; y tales sensaciones
arrimaban leña al fuego horas después, forzándome a escapar de la
habitación. Puedo así beber de bruces el agua en el propio manantial,
fresca y pura. Una esponja soy absorbiendo la esencia de cuanto libera
su boca, una cámara fotográfica captando los detalles del gesto. Evalúo
los múltiples matices de la voz, el movimiento cadencioso de las manos,
el inigualable mohín de los labios finos; signos todos subordinados de
un eje capital: la franqueza que anima a la apacible mujer hace unos
instantes tan atormentada.
Envuelta como yo en el fluido
sutil emanado de su relato, prosigue Lily las revelaciones: "Dice el
Pandnamak i Zartust: Llegados a la edad de quince años, varón y mujer
han de estar capacitados para responder las siguientes cuestiones: quién
soy, a quién me debo, de dónde vine, adónde iré; a qué linaje y familia
pertenezco, para qué he venido, cuál es mi obligación en este mundo;
¿soy de Ormuz o de Arimán? Mi padre debía de tener noticia de ese
pasaje, que me llegó mucho después, pues al alcanzar yo la edad crítica,
era mi propio progenitor quien propiciaba tales lecturas descubridoras
de múltiples respuestas y nuevos interrogantes".
La inteligencia de Lily, ávida,
destiló en los libros las narraciones de hechos luctuosos ocurridos
entre los siglos XII y XIV, extrayendo opiniones bien fundadas. Versaban
sobre cruzadas papales destinadas a acabar con los Albigenses, y batidas
ordenadas por el Rey contra la independiente nobleza occitana. Lugares
conocidos de oídas, como Béziers, Castelnaudary, Carcassonne,
Peyrepertuse, Puivert, Puilaurens, Montségur o Quéribus; tomaban de
pronto importancia primordial. Supo así de personajes abominables
movidos por la ambición, la envidia y el odio; trinidad de estímulos
disimulada tras algunas acciones nobles que el pueblo llano alababa. Se
refiere a los papas Inocencio III e Inocencio IV; a los reyes de Francia
Felipe Augusto, Luis VIII y Luis IX. Se refiere a Pierre de Castellnau,
legado papal, cuyo asesinato pudo ser el desencadenante de la crueldad
armada; a Simón de Montfort y a su hijo, quienes dirigieron las cruzadas
contra la independencia religiosa y territorial del Languedoc; y a
Arnaud Amaury, representante de Inocencio III en Ocitania, jefe
espiritual de los cruzados".
En tiempo tan provechoso para la
formación, Liliane removió algunas capas de sedimentos descubriendo sus
profundas raíces. Los suyos no son otros que los seguidores de Guillaume
de Peyrepertuse, cuyo apellido, recibido de la estirpe paterna, ostenta
ella con íntimo orgullo. Guillaume, acusado de rebelde y hereje, se
enfrentó al Rey y al Papa con firme determinación; y por no someterse a
los designios de tan insignes manipuladores fue excomulgado. Los suyos
no son sino los descendientes de ambos Pierre Roger de Mirepoix, el
viejo y el joven; organizador, el muchacho, de una expedición destinada
a vengar a sus correligionarios, víctimas de la Santa Inquisición. La
suma de orígenes la sitúa con claridad frente a los soberanos de Francia
y los pontífices romanos. Mirando hacia atrás, simple hoja de un fuerte
vástago, se sabe entroncada con los Cátaros o Albigenses. Es su patria
el Languedoc, y siente más aprecio por catalanes y aragoneses que por
los franceses del norte.
Temerosa de no poder concluir su
confidencia, abre Liliane una pausa momentánea, respira hondo y
prosigue. Exploró, asegura, los vastos territorios de la historia,
conociendo la existencia de múltiples dioses; unos y otros verdaderos
para sus devotos, unos y otros falsos para los infieles. Vestían ropajes
distintos y la diversidad de símbolos aumentaba la confusión en que
andaba sumida. Fue advirtiendo las discrepancias de los distintos dogmas
y encontró en ellos insalvables contradicciones. Años atrás creía en un
solo Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Creía en Jesucristo, hijo
primogénito de Dios y Dios Él mismo, que tomó apariencia humana con el
fin de ser modelo para las conductas de la especie y lograr su
redención. Creía con firmeza en su doctrina, y aceptaba el ejemplo
recibido –pese a lo que tienen de trágico- de la crucifixión y la
muerte. Creía en la resurrección, en la elevación a los cielos y en la
eternidad de su reinado. Sí, iba a ser cristiana hasta acabar los días
sobre la tierra, y católica ferviente; pero no puede olvidar la
implacable persecución de su pueblo, el exterminio de su propia sangre.
Cómo creer que la Iglesia fue inspirada por Dios, a la vista de los
violentos métodos practicados para convencer? ¡Imposible!
En consecuencia no practica un
culto definido. Con la pericia de un comprador que recorre puesto a
puesto el mercado cada miércoles, y acepta de los diversos vendedores lo
que considera idóneo para sus necesidades, Liliane Peyrepertuse
Mirepoix, como ella se nombra, de cada religión toma alguna creencia,
ciertas soluciones, determinados puntos de vista. Hoy vive sin dogma,
respetando unos cuantos principios que tienden alfombra a su manera de
ser. Vislumbra los principios opuestos del bien y del mal gobernando el
mundo, coexistiendo en un eterno equilibrio inestable. La mansedumbre,
el perdón, la tolerancia, son virtudes que guían sus actos y rigen las
relaciones con los demás. La castidad y la templanza encarrilan el
proceder íntimo; también la austeridad. Sabe que el conocimiento
emancipa, por eso lee; para poder discernir, lee. “Todo con mesura; esa
es mi máxima”: revela muy convencida la doncella; dotando a sus palabras
del énfasis justo. “De todo una muestra”: me dice. En el exceso
encuentra peligro, porque la aleja de la armonía. “La riqueza acumulada
debe ser distribuida a intervalos cortos para que no se convierta en la
hidra de siete cabezas. Está bien probado que el mestizaje concreta las
mejores predisposiciones de cada persona; y sometiéndolas a prueba las
vigoriza”, añade.
Aprecia Liliane mi entusiasmo
ante el surgir incesante de las aguas guardadas en el aljibe de su
memoria, por lo que, animada, continúa: "Espero que mis palabras
expliquen las raras formas de liturgia presentes en la ceremonia de la
boda, ajenas al rito canónico, admitidas por el padre Bergeret haciendo
gala de una gran tolerancia. Tras este deshago entenderás la elección
del menú dispuesto para la cena, donde pescado y marisco eran los únicos
animales presentes, y ello porque su procreación no es carnal. Te
explicarás también el peculiar comportamiento desplegado por mí ante
Didier, a quien al salir he pedido que me consintiera estar a solas”. Y
clavando un cuchillo en mi corazón enamorado, prosigue: “Me atrae ese
hombre como el otoño y las puestas de sol; me fascina como los
pergaminos portadores de la sabiduría antigua, como las flores mínimas
de las altas cumbres o el frágil rocío que perla la hierba en las
amanecidas. Aprecio su timidez porque si mis ojos se sumergen en la
profundidad marina de los suyos y lanzo las redes, las redes apresan
reminiscencias de antiguas soledades que urgen mi compañía. La hembra
sumisa y entregada que en ocasiones palpita en mí, en esas ocasiones se
somete a su irracional arrogancia de macho. Él me completa con la
fortaleza de espíritu que muestra en los momentos de mayor dificultad.
Si sus manos buscan inquietas las mías, y sus labios ardientes
encuentran mis labios, la voluntad deja de obedecerme y mi dueño es él.
Disculpo al amante que habiendo doblegado el instinto durante demasiado
tiempo, humano al fin, se ha rendido a los embates de un cuerpo tirano”.
Exagera, pienso; sólo pretende justificar una elección que ya sabe
equivocada. Ignora Lily la valoración que hago de su loa o, intuyéndola,
la orilla. “Quisiera haber nacido deforme, dueña de un rostro carente de
atractivos. Pensé arañar mis mejillas hasta ensangrentarlas, cubrir de
ceniza los cabellos y esparcir el olor de la carne descompuesta sobre mi
piel, para que nadie se acercara a mí llevado por la concupiscencia. Es
terrible la lucha que soporto entre lo interno que pugna por salir y lo
externo que pretende entrar. Mi atrevimiento uniría ambas fuerzas,
aunque ignoro el resultado de la renovación constante y me reprimo. ¿Soy
de Ormuz o de Arimán?; ahí estriba mi titubeo. Intento alinearme con la
luz y, no obstante, me refugio en las tinieblas. Pero, ¿quién ha medido
la dimensión exacta del Bien y la Verdad, quien ha calibrado el peso del
Mal y la Mentira?"
Al llegar a interrogantes de tal
trascendencia se oye el cercano piar de unos pajarillos, y la realidad
adyacente reclama atención. Despunta el día introduciendo su difusa
claridad a través de las rendijas de las puertas, alzándola sobre los
altos muros, de modo que en claroscuros de gran belleza se perfilan los
arcos de piedra que tengo delante. Ha salido Didier, desciende los
escasos escalones, se sitúa ante Lily y borra mi presencia. Trae con él,
mi envidiado amigo, una charla invasora referida al futuro inmediato: el
viaje a Lanzarote que emprenderán al atardecer, el piso alquilado,
residencia temporal en tanto reforman el viejo casón comprado en
Toulouse, el trabajo de ambos, el regreso a la casa de los padres en
fines de semana alternos. Ante el entusiasmo verbal del novio, el
reposado testimonio de la novia nada puede hacer por mantener sus
posiciones y se repliega. Para facilitar su intimidad y preparar mi
partida inmediata, vuelvo a la habitación de arriba con el alma
sangrante. El deber de hermano deudor que la retentiva sujeta, y el amor
que quema mi corazón, sentimientos muy fuertes, tratan de alcanzar un
acuerdo imposible. Desde la ventana abierta descubro a los novios unidos
en un abrazo íntimo, dando pasitos que apenas avanzan. Fuerzo la postura
para verles subir los seis peldaños que los llevan a la alcoba y al
tálamo, y la cabeza fría, impulsada por el pecho ardiente, desequilibra
mi cuerpo y lo pone en un tris de caer al suelo del patio. La reacción
desesperada desprende del alfeizar una piedra mal asida, y la fuerza de
su peso roza rauda el hombro de Didier. Queda mi amigo milagrosamente
indemne, aunque su reacción instintiva descompone la amorosa unidad que
formaba. En el retroceso veo llegar a mis ojos la mirada de Lilly,
portando un reproche destinado a romper mi absurda esperanza. |