Súbitamente me caliento.
—El piensa que soy una maravillosa
muchacha todalabios. Y una muchacha. Una sinuosa y dulce e inaceptante.
Doce armazones. Los que dan a
proscenio y uno de los de foro, vacíos.
—El, soy yo confundida. Pero... ¿Qué
él?... ¿Quién él?... Hablando sola cuando sé que me oyen, oyendo cuando
no creen que los oigo; lastimada, sin ganas de comer. Comiendo sin saber
que lo hago. Arrancándole pollo al pollo, pitando sin fumar. Y esto es
hablar claro, Julita. Julita. Digo Julita aunque y porque nadie me lo
dirá. El me lo diría. Si yo creyera que él es él, me lo diría.
En uno de los armazones hay un
banquito muy alegre.
—Necesitás oír lo que necesitás
creer. ¡Sos una mujer, sos impune!... Oí esto, oí... esto, ¡oí!... ¡O...
iiiiii... eeeessssssto, eeesssssssto! ¡Qué divino!...
¡Y pone una cara de orgasmazo la
pelirroja!
—Soy una “moglie” ahora, Julita
—mirando fijamente al banquito muy alegre—. Con lo cual debo querer
decirte algo. No sé, ni sé qué.
Yo tampoco, la verdad. Y eso que soy
un tipo permeable.
—Que soy menos que un misterio, una
concha. ¡¿Qué importa?!: mamá no está. Mamá no está, o está lejos, o es
lejos de mamá que somos menos un misterio.
Y se mata de risa la joven actriz. Me
guardé hasta ahora de comentarles que en un armazón hay un mural con la
susodicha sentada, perfectamente desnuda. Brazos muy gruesos: lástima.
—¡Pero qué!... ¡Nadie me violó a mí,
nunca me violó! —aduce “increpando” al armazón en el que se halla
inserta una placa de metal opaco y estriado; yo diría: manchado;
salpicado y oxidado.
—Sí, me gusta tanto como a él tu
sonrisa, todos tus dientes, mirarte la piel de las mejillas y el mentón;
dejarme comer una oreja tenue por esa boca que me quiere. Necesitaría
que me quede tranquilo adentro que me quiere. Que el amor de él es para
mí. Que él quiere poder sacarse su amor y dármelo. El nunca te dirá
Julita. El se explayará sobre “la malversación de María Julia”, sobre
“Julita malversada” —le habla al banquito muy alegre—. El te dirá “todo
es inútil”. El te dirá: “¿Yo soy inútil, entonces?” Oí... —dice; y
canturrea lo que encomillo:— “Cuando eras, llena eras de mí”.
En varios armazones hay espejos; uno,
“deformante”.
—Escribíle una carta que él no rompa
antes de leerla.
Cuento: me la imagino con adorables
arruguillas al borde de las comisuras.
—El se viste y se va. Y él todavía te
da un beso. Se escapa así. Así. Vos aprovechás que él se olvida de vos,
que él se duerme, y te vas.
Se toma un tiempo escrutando cada uno
de los espejos. Me pregunto: ¿no se pondrá de pie, no se trasladará?
Opino: soy imparcial: es atractiva.
—El no ha de desanudarse esta soga
aromática, este lazo de caucho, Julita; que él no te dice Julita, Julita,
porque vos no das lugar más que para vos diciéndote Julita; a él también
le parece delicioso lo que oís y que lo acaricies por detrás y le
busques las piernas y le des a oler tu corazón crudo, tu narciso.
Bueno, no está nada mal la metáfora.
Me estoy acostumbrando a la calentura. Reacomodo la verga, pobre:
aherrojada.
—¿El de tarde o él de noche?... ¡A mí
él de tarde y relámpagos, cuando me evaporiza, cuando me vampirea,
cuando me transmigra, cuando no es posible regresar y le digo que no un
segundo después, que no, que no, que no, que ya la última vez había
sido, y que no, le digo y lo siento más, y él no cumple, no cumple, no
cumple y me posee hasta todas las edades!...
Se va a sentar en el banquito muy
alegre.
—Y me posee, María Julia.
No dije cómo está vestida: short
negro, descalza, una blusa fucsia pudiera ser, con la luz...; cuatro
spots, uno con gelatina.
—Las pecas y el ombligo me posee. Me
mastica. Percute y repercute: es una orquesta, una banda de dixieland.
Julita de tarde no te conoce.
Infiero que quien replica ahora es el
mismo personaje, adolescente. ¿Correcto?... ¡¿Estoy entendiendo algo,
Dios mío?! Y aquí se pone ésta también con el “oí, oí, qué síncopa” y
todo eso.
—Mamá me lleva al sol. No le importa.
Le digo: “No quiero ir, mirá la espalda”. “María Julia tiene una linda
espalda, con huesos lindos y la piel suave.” “Sí, pero éstas no se van.”
“Te quedan bien.” “Vos lo decís, pero los muchachos se fijan.” “Y les
gusta. ¿Qué hay?” “Hay; porque no les gusta y yo no las quiero tener.”
“Se te metió en la cabeza.” “Entonces, dejáme.” “Te dejo, ya sos
grande.” “¿Para qué?” No contesta. Mamá se va. Me lleva al sol. Tomo
aire de mar. Mi mejor amiga, nada. Yo, leo; y estoy más preocupada por
mamá que por los muchachos.
Largo el pelo de la mina. Naricita.
Operada. Demasiado. Ansío ficharla desde la primera fila.
—¿Y usted? —pasándose al banquito del
centro; mirándose en uno de los espejos—. Nunca me tome de la cintura.
No cruce conmigo así. No me siga. Camino ligero. “¿Me permite, preciosa,
que intente ser su tobogán hacia usted?” Hasta ahí, bien. “¿O su sube y
baja?” Chiste. Gracia inconfesable. Estoy apurada, no me comprometa.
Quédese en el coche y a pie. Estoy apurada. Voy a...
Cejijunta, mira la placa de metal
oxidado, etcétera.
—¿Y usted? ¡No se encare conmigo,
puedo descontrolarme y huir hacia usted! ¡Que estoy soportando estar
tiznada, y esta corona de cabello y azafrán, y el dale que dale, y el
cansancio y el trajín y el sudor! Baje los ojos. Mientras tanto, yo...
Sigue el delirio: ahora “enfrenta” al
espejo “deformante”. Pero es como si hubiera olvidado el parlamento.
Mira a un espejo, mira a otro. Al mural:
—¿Toda se me ve desde esos ojos?
Echo un vistazo a la sala: nadie.
Pene menguante. Mientras me distraigo…
—No lo van a conseguir, no lo
consiguen, una mano me queda por allí, que intervenga toda; tres o
cuatro ligamentos debajo de la cama, que toda participe; no, no, mis
globos verán a otro, a otro más, otro paisaje, montada en bicicleta y no
en vos, no me dejás pensar, ¡hijo de puta!... ¡Si te dije que no, te
uso, hacéme lo que quieras! No, así no, al final te uso, dejáme
monocorde, guacho, que yo no quiero ser un manso río, me duermo como una
persiana, quién te pidió, que no me voy a quedar en manso río; eso es lo
que vos quisieras para gloria de tus espolones. ¡Yo me quiero morir,
santificado sea mi nombre, María Julia!...
Estoy otra vez atento. Sí, es alta;
calculo: en chinelas, como yo. Se va al otro banquito.
—Quiero...
Se va al otro banquito.
—¿A quién?
Se va al otro banquito.
—Yo paseaba en bicicleta con mi mejor
amiga. Por las piernas, porque estiliza, endurece; andábamos mucho,
estiliza, ella estudiaba, ella estudia todavía, mi amiga íntima, me
suena raro...
Así yo, vanamente erecto, mientras
ella se sienta en el otro banquito.
—Pero sólo te cuento que andaba en
bicicleta. Que hice una vida sana, aunque el sol, que tuve contacto,
aunque no fuera Julita para nadie.
Estallando:
—¡¿Y si a veces no me las
arreglo?!...
Sonríe. Luego:
—¡¿De qué te reís?!
Pene reinicia su fase menguante:
¡este pene! Y aquí viene un jueguito donde la actriz (versión castellana
de Meryl Streep y Faye Dunaway) cambia de banquito unas doscientas veces
mientras se ríe a rajacincha con lágrimas y toses. Deseo aplaudir. O
algo con ella. Me contengo. ¿Qué hago: me escabullo y aparezco después,
como si nada? ¿Acabó? Es decir: ¿habrá
concluido?... No me contengo. |