REVISTA TRIPLOV
de Artes, Religiões e Ciências


Nova Série | 2010 | Número 04

 

 

 

El texto que aquí se ofrece tiene su origen en una ponencia que leímos con ocasión del Encuentro de Escritores de Monterrey, México, en 2005. Hemos realizado ciertas modificaciones, dado que dicha ponencia estaba dirigida a un receptor no habituado, en general, a estas temáticas; lo más parecido con el portuñol sería, para el receptor mexicano, el spanglish de la conflictiva frontera México-Estados Unidos, esa mezcla lingüística que ha pasado exitosamente a la literatura de ficción, con diversas y ricas variantes. Pero vayamos a nuestro asunto. 

El término frontera (del latín fronsfrontis: frente) admite en general dos significados o interpretaciones: la primera muy precisa (“puesta y colocada enfrente”) y la segunda tan precisa como aquélla pero de cuestionable contenido (“confín o límite de un Estado”). Un Estado necesita forzosamente un límite; una nación, no. Por eso pensamos que una zona fronteriza es más una nación que un encuentro entre dos Estados.

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Maria Estela Guedes  
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Saúl Ibargoyen

 

EL PORTUÑOL, ¿LENGUA LITERARIA?

 

                                                                   Saúl Ibargoyen

   
   
   
   
   
   
   
   
   

    Actualmente, en la práctica el término frontera es manejado más bien como un indicador de separaciones, divisiones, rompimientos, lejanías, y no pocas veces en cuanto un obstáculo a traspasar, a derrotar. En la demarcación de fronteras, a veces violenta o arbitraria, entre Estados y naciones o en la definición de entidades nacionales o regionales, suele no tomarse en cuenta -y la Historia lo comprueba- nada menos que el sustrato cultural de comunidades enteras y hasta sus componentes humanos de la mera cotidianidad. Las razones o sinrazones políticas, geopolíticas, militares y económicas así lo deciden y resuelven. El término “balcanización” se aplica a situaciones extremas, que en el mundo de hoy ofrecen los dramáticos ejemplos de varias zonas de Palestina, con el ominoso muro levantado por Israel, o la reciente y arbitraria invención de Kosovo, o los pujos secesionistas que amenazan a Bolivia, o la muralla futurista en el sur de Estados Unidos. Corresponde esto, sin duda, a la famosa divisa imperial: “Dividir para reinar”.

Pero, ¿existen fronteras absolutamente fijas, con o sin bardas, con o sin agentes que las preserven, con o sin rigurosos puestos fronterizos, con o sin cazadores de inmigrantes, con o sin acuciosas aduanas, con o sin reglamentos más o menos flexibles? Y si un río, por ejemplo, forma parte de una frontera, ese río -como el heraclitano- nunca repetirá sus aguas, así como las fronteras tampoco nunca se repiten a sí mismas. No hay tal fijeza, porque -es obvio decirlo- las fronteras, en especial las culturales, respiran, se mueven, se trasladan.

Esto nos recuerda la leyenda de los dos monjes budistas que contemplaban el vaivén de una bandera sometida al viento.

Uno preguntó: “Dime, ¿el viento mueve a la bandera o la bandera mueve al viento?” La respuesta fue: “Todo movimiento tiene un doble origen: en este caso, ambos lo generan y son también parte de la sustancia secreta del movimiento. Luego, buscarán su momento de reposo, que es una de las caras del movimiento.” 

Decíamos que las fronteras, como las arenas del desierto, son ajenas a la quietud. Sucede que soplan las brisas y los vientos y las tormentas de la  Historia, que jamás dejan de soplar, y la aparente inmutabilidad de las marcas fronterizas se vuelve vacilante, insegura, temerosa. Algo parecido cuando las fronteras entre castas, clases, familias, clanes, tribus y grupos sociales se rompen o amenazan romperse, porque en verdad estamos rodeados de fronteras ideológicas, de límites materiales, de bardas invisibles, de contenciones psicológicas.

Estas rápidas reflexiones tienen su explicación, si es que la necesitan, en cuanto al hecho de que otros vientos nos llevaron a vivir, hace años y de los dos lados, a un punto de la frontera norte de Uruguay: la ciudad de Rivera y su junción con Livramento.

Fue allí, precisamente, adonde aprendimos a percibir la movilidad de los límites fronterizos; allí, en el encuentro contradictorio y solidario a la vez de dos ciudades tan similares como distintas, aprendí asimismo que las líneas de separación, con sus marcos y sus garitas y sus controles aduaneros, no tenían mayor sentido. Porque, como se sabe, se trataba y se trata de una frontera seca y abierta: uno puede cruzarla varias veces al día -a pie o en carro o a caballo o en bicicleta- en ambos sentidos sin que haya que presentar ningún documento. Cruzar “la línea” es un suceso cotidiano, al punto de que esa línea imaginaria -pese a sus señales y referentes físicos- parece que se ha borrado de la mentalidad fronteriza. Por ejemplo, la Plaza Internacional permite a cualquier persona poner simultáneamente un pie en Uruguay y otro en Brasil. Si hasta dicha plaza tiene dos nombres, o sea, el mismo: uno en español y otro en portugués. En tiempos no muy alejados, también sucedía que algún muerto por violencia política o pasional, drogas o contrabando o infarto, quedaba con la cabeza en un país y con los pies en la nación vecina. Entonces el cuerpo solía ser movido hacia uno u otro lado según las conveniencias delictivas o el grado de conflictividad o lo que fuere. También podíamos preparar el café de un lado y luego cruzar la calle, al otro lado, para comprar el azúcar y regresar a nuestra taza con su contenido aún caliente.

En Brasil el golpe de Estado ocurrió el 31 de marzo de 1964; nosotros vivíamos en ese momento en Sant’Ana do Livramento, abrazada a la uruguaya Rivera. Ciudades fundadas la primera en 1823 y la segunda en 1862, “para asegurar la frontera”. A consecuencia del golpe de Estado, el tráfico y el tránsito en ese punto se volvieron súbitamente ásperos, dificultosos. La “línea” fronteriza casi transparente por el uso histórico, definió de un lado a una dictadura de contenido fascista, y del otro confirmó por oposición una democracia que pronto demostraría sus debilidades internas.

Esta información, que se parece a una crónica histórica, tiene como objetivo orientar al posible escucha o lector sobre algunas de las condiciones que se presentaban en aquel ámbito fronterizo y que sin duda estimularon y condicionaron, en definitiva, nuestra escritura narrativa.

En verdad, en aquellos años nuestro arribo a una frontera ya conocida por algunas visitas en época de vacaciones, se produjo por razones de mera necesidad. Significaba ese arribo un cambio casi total en cuanto a modalidad de vida, de códigos sociales, de pensamiento. Dicho cambio se fue procesando con diferentes pausas, de acuerdo con innumerables sucesos de la existencia personal y colectiva que no es de necesidad enumerar. Una especie de exilio voluntario.

 En primer lugar, pudimos ratificar algún hallazgo de aquella fugaz experiencia de visitas anteriores: nuestro país no era tan homogéneo en lo social, lo religioso, lo étnico, lo cultural y lo lingüístico como desde la primaria se nos había enseñado. La ideología predominante (aun dentro de una propuesta democrático-burguesa), desde todo el aparato disponible apoyado en el sistema educativo, indicaba que Uruguay era un país republicano, de economía agropecuaria, de lengua española, población blanca, religión católica, profundamente influido por Europa -sobre todo Francia- y ¡libre de indios! Pocos negros había, resultado de haber sido Montevideo en el siglo XVIII el único puerto autorizado para el ingreso de esclavos africanos cuyo destino estaba en otros países. Mercado colonial de la negritud más que una plaza donde se necesitara un tipo de fuerza de trabajo como el del sistema de plantaciones del Caribe, por ejemplo. Hoy por hoy, se estima que un 9% de la población reconoce sus ascendentes en la negritud; según el Pocket Atlas de Merriam Webster Inc., 86% de blancos, 8% de mestizos, 6% mulatos o negros. (Agreguemos que investigadores como Felipe Arocena y Sebastián Aguiar ofrecen mayor amplitud en cuanto a la diversidad del país: descendientes de indígenas, 4.5%; de suizos y rusos, 10,000; de libaneses, 50,000; de armenios, 16,000; de judíos, 20,000; de árabes, 500; de peruanos, 2,500. Y en cuanto a creencias religiosas, una insospechada variedad.)

Anotamos ahora el haber escuchado en la infancia y la adolescencia, y algo más hacia acá, frases terribles salidas de integrantes de capas medias y clase alta (gente educada y de agradables modales), celebrando que en Uruguay los indios charrúas y de otras etnias habían sido oficialmente liquidados por la represión estatal en 1832, tema casi traumático en nuestra historia, sobre el que han escrito admirablemente Acevedo Díaz y Tomás de Matos. ¿Y la negritud?, pues malvivía en los barrios marginales de la capital y las ciudades o pueblos de provincia, en el campo… y en la frontera, casi cayéndose para el otro lado. “Ahí están bien”, escuché una vez en la voz de alguien, un militar fazendeiro cuyo nombre se me borró.

La negritud oriental -que tanto estudiara Ildefonso Pereda Valdés-, descendiente de varias naciones de esclavos de origen afro, tiene que ver actualmente con determinados valores de cultura, como el carnaval con su colorido no europeizante y sus ritmos incanjeables; con la música popular y el deporte, sobre todo el fútbol; con ciertas modalidades de convivencia, nucleamiento y búsquedas identitarias; con ciertas proclividades a la participación social; con su aporte a la fuerza de trabajo nacional. No son muchos, y pocas veces llegan a salvar el techo que la sociedad siempre les ha impuesto, aunque no de modo explícito, o sea, más bien de hipócrita discriminación. Pero su adaptación a los ámbitos medios y populares es extraordinaria. Pedro Figari asumió artísticamente la negritud, al igual que  continuadores como Ruben Galloza y Mary Porto Casas. Aun como imagen la negritud es utilizada en las artesanías y en algunos productos for export.

En segundo lugar, pude descubrir (ya van más de cuatro décadas…) lo que muchos sabían por la mera práctica fronteriza y lo que otros recién comenzaban a examinar: que Uruguay no era un país monolingüe. El francés estaba considerado como la lengua por excelencia de la cultura. Esto ha cambiado bastante, bajo las presiones globalizadotas del capitalismo salvaje aunque  el portugués está propuesto en los programas actuales. Debe recordarse que en ciertos momentos de la historia uruguaya, se hablaba portugués en casi todo el territorio nacional, y hasta guaraní; el portugués retrocedería con la extensión de la escuela primaria desde finales del XIX para permanecer al otro lado de la frontera con Brasil, ayudando a la confirmación del portuñol; éste se transformó así en una barrera de contención de la vieja lengua imperial.

En tercer lugar, me encontré con otro país o, como dirían los antropólogos, “con el Uruguay profundo”. O sea, la diversidad o la multiculturalidad ya sugerida en el punto primero, plena de válidas supervivencias e innovaciones culturales. Y en esa diversidad cabía, por encima y por debajo de las clases sociales, las ideologías, el imaginario social y el color de la piel, una axiología bien diferenciada: la fronteriza. Porque esos valores, que funcionan fluidamente en un contexto físico e ideológico determinado por los avatares históricos (organización republicana, dictaduras oligárquico-militares, fijación de fronteras, cotizaciones cambiarias, flujos de mercancías, corrientes mediáticas, drogas, contrabando, free shopps) y por los sistemas religiosos (catolicismo, protestantismo, evangélicos, cultos de origen afro -umbanda, quimbanda, candomblé- y aun indoafricano, a más de curanderismo y artes adivinatorias), no tienen equivalencia con los predominantes en la capital. En la “gran aldea” o “gran ciudad” todo parece más “civilizado”, más “moderno”, más vinculado con la movida actualidad el mundo, por más que exista una creciente interacción entre Montevideo y lo que nosotros bautizamos literariamente como Rivamento.

Y en cuarto lugar, los elementos y factores antes mencionados nos sugirieron, casi desde el inicio de la radicación en la frontera, tal vez de una manera secreta, que algo nuevo iba a ocurrir con la escritura, y no sólo con ella. Particularmente, la presencia del  “portuñol”, esa mezcla del portugués del sur brasileño con el español del norte, del este y del sur uruguayos, de la cual se han percibido tres o cuatro variantes en otros tantos sitios fronterizos. Los valiosos trabajos de investigación que sobre este asunto se han efectuado en la Facultad de Humanidades en nuestro país, nos liberan de un comentario más completo, a más de nuestras limitaciones para examinar tema tan rico y complejo.  Pero digamos que no se trata de una mezcla equilibrada entre dos idiomas, surgida del habla en el siglo XIX -quizá en el XVIII- a consecuencia de las luchas entre los imperios de España, Portugal y Brasil en esa zona, sino que el portuñol tiene un mayor componente de portugués que de español. Eso es lógico, como se ha dicho, pues el portugués llegó a hablarse en casi todo el territorio de lo que hoy es Uruguay. Al producirse su retroceso, según se vio, no sólo se mantuvo en el lado fronterizo uruguayo, sino que, al irse conformando el portuñol, éste se transformó también, reiteramos, en una barrera para que el portugués no regresara a tierras uruguayas. Sólo algunos kilómetros, no más. Pero, hoy mismo, en ciertos departamentos  hay bolsones de portugués o portuñol, o se le usa con alguna frecuencia en el habla diaria, ya bastante adentro del territorio nacional. Además, con los nuevos acuerdos comerciales, el turismo, los intercambios culturales, los medios de comunicación, el estudio más generalizado, etcétera, el portugués va interactuando sin violencia y sin colonizarlos en los espacios actuales, alcanzados por la llamada modernidad.

Si aparecen aquí tantas referencias históricas, interpretadas desde una perspectiva muy personal, es porque en la frontera tuvimos acceso a la certeza de que éramos ciudadanos históricos, pues el hecho de adquirir bastante práctica en una lengua o dialecto como el portuñol, nos ubicaba en una tradición lingüística y escrituraria muy reciente. “El río de la historia: en él estamos”, pudimos pensar sin demasiada imaginación. Y para tener un sitio en ese río debíamos agregarle una cuota de aguas y espumas aún no definidas.  En puridad de verdad, nadie había utilizado en Uruguay el portuñol como lengua literaria; varios escritores  (José Monegal, Alfredo Gravina, Agustín R. Bisio, Enrique Amorim, Paulina Medeiros, Olintho María Simoes y otros) habían apelado a palabras o frases sueltas de sus personajes, en su mayoría campesinos o gauchos o peones o habitantes de mínimos pueblos perdidos en medio de poderosas haciendas patriarcales. Pero hasta ahí.

Este fue, sin duda, el más grande desafío que me propuse como narrador. Sin embargo, para pasar del habla portuñolesca a la escritura creativa, se necesitó un tiempo de maduración, reflexión, estudio más amplio e informal del portugués y lecturas de poetas, narradores y ensayistas muy admirables, que en Brasil abundan. Mientras, continuaba escribiendo poesía, mejor dicho, poemas, pero sin que el portuñol se engarzara a esa producción; poemas que publicaba en Montevideo, aunque también en revistas brasileñas y argentinas. Mientras hacía eso y trabajaba en varios y diferenciados oficios, logré adentrarme en muchos rincones fronterizos. Descubrí también, en ambos lados, lo que la propaganda oficial ocultaba o quería ocultar: una miseria inédita para mí, sólo sospechada; una miseria que no parecía tocar fondo. Relacionada sí (porque todos los carenciados son parientes) con la pobreza clasemediera de mi infancia y adolescencia, pero en la que nunca faltó comida ni oportunidad de completar por lo menos los estudios de secundaria.

Otros rincones de frontera fueron los cabarets, los antros de varias categorías, las canchas de básquetbol, los pequeños estadios de fútbol, los bares, los “terreiros” del culto umbanda, las viviendas precarias en los barrios más empobrecidos, los clubes políticos en los que se gestaban las luchas locales, los cuarteles en donde “los sospechosos de comunistas” o sindicalistas o empleados de la banca debíamos presentarnos cada tanto cuando la etapa predictatorial (era dura la vigilancia en ambos lados de la frontera), las parroquias adonde me reunía a tomar unas cañas con un par de curas amigos; el ámbito de la enseñanza oficial, pues yo daba clases de letras hispanoamericanas en secundaria y preparatoria (Carlos Reyles, Garcilaso, José Hernández, Rulfo y Carpentier, entre otros autores) a alumnos de ambos lados…Muchos rincones, pues, y siempre el portuñol volando y llegando y desvaneciéndose y reapareciendo… Era curioso, y hasta algo perturbador, por ejemplo, escuchar a un alumno leer un soneto de Lope de Vega o un parlamento de Pedro Páramo con aquel acento y aquella dicción de frontera que se adhirieron para siempre a mis oídos.

 Y que, por la mera oralidad que aún no me abandona, pasaron a mi escritura narrativa. El resultado fue una serie de cuentos redactados luego de mi regreso a Montevideo (el inicial se publicó en el diario El Popular), y la primera novela empezada en esa ciudad, 1974, y terminada y publicada en México, en 1982, ya en el exilio. Luego vinieron otros textos, escritos aquí y allá, al ritmo de viajes y nuevas residencias, hasta agrupar una saga de cinco novelas y un volumen de cuentos de 400 páginas, a más de algunos relatos sueltos. (Varios críticos han atendido esta producción: Fernando Aínsa, Rosa María Grillo, Jaime Labastida, Rómulo Cosse, Francoise Perus, Jorge Albistur, Hugo García Robles, Concepción Zayas, William D. Foster, Guillermo Samperio, Magdalena Coll, Alejandro Expósito, Pedro Orgambide, Hugo Giovanetti… Mi primer volumen de cuentos Fronteras de Joaquim Coluna fue finalista en el Premio Casa de las Américas, La Habana, 1973. Tres de esos relatos fueron traducidos al francés, al polaco y al croata. Curiosamente, en el número 67 de la revista virtual Agulha, en una extensa ponencia de la profesora Rosario Peyrou, mis libros y el nombre de su autor fueron omitidos por completo; no es difícil obtener alguno de esos títulos en Uruguay. Además, las referencias al portuñol fueron banales e insuficientes.)

Sin embargo, un hecho que transformó mi noción de escritura (nuevo uso del significante, nueva elaboración y percepción del significado) y aun de ciudadano de muchas banderas, resultó sin duda de que al abrirme al portuñol, me abrí luego a las maravillas lingüísticas del español de América, en vivo y en directo. Nicaragüismos, cubanismos, colombianismos, chilenismos, mexicanismos, guanaquismos, chapinismos, paraguayismos, chicanismos, etcétera, se abrazaron al portuñol, tal vez para siempre…

Este trabajo así históricamente acumulado, representó un cuestionamiento del propio idioma materno, del desarrollo histórico y cultural del país y de la propia ubicación en una realidad asombrosamente cambiante, aunque no menos injusta y desgarradora. Realidad que para mí confirman  aquellas fronteras  respiradas junto con tantas personas y personajes, y que se han identificado a su vez con las incontables fronteras culturales que, a partir sobre todo de México y Cuba, me enseñaron a percibir el cosmos latinoamericano como una multiplicada y colorida bandera que nuestros pueblos tejen día con día. Espero que las esquivas musas me permitan agregar algo más de mi trabajo literario fronterizo a este insoslayable esfuerzo incluyente, colectivo y liberador.

 

  [Texto leído en la Biblioteca Nacional, Montevideo, con ocasión de recibir el autor su nombramiento como miembro de la Academia Nacional de Letras de Uruguay, el 17 de diciembre de 2008. Se publica con varios cambios posteriores a su lectura que no alteran el sentido de la propuesta.]
 

 

Saúl Ibargoyen nació en Montevideo, Uruguay, 1930. Vive en México desde hace más de 20 años. En 2001 le fue concedida la nacionalidad mexicana. Ha publicado unos 50 títulos entre poesía, novela, cuento, ensayo, teatro para niños y testimonio. Miembro de la Academia Nacional de Letras de Uruguay. Es editor de la Revista de Literatura Mexicana Contemporánea, publicada por Ediciones Eón en acuerdo con la Universidad de Texas en El Paso, EU. Textos suyos han sido traducidos a trece idiomas. En México, obtuvo los premios nacionales "Carlos Pellicer" y XXXIV Juegos Florales de San Juan del Río, Querétaro. En Uruguay, premio del Ayuntamiento de Montevideo y del Ministerio de Instrucción Pública.

 

 

© Maria Estela Guedes
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