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Actualmente, en la práctica el término frontera es manejado más bien
como un indicador de separaciones, divisiones, rompimientos, lejanías, y
no pocas veces en cuanto un obstáculo a traspasar, a derrotar. En la
demarcación de fronteras, a veces violenta o arbitraria, entre Estados y
naciones o en la definición de entidades nacionales o regionales, suele
no tomarse en cuenta -y la Historia lo comprueba- nada menos que el
sustrato cultural de comunidades enteras y hasta sus componentes humanos
de la mera cotidianidad. Las razones o sinrazones políticas,
geopolíticas, militares y económicas así lo deciden y resuelven. El
término “balcanización” se aplica a situaciones extremas, que en el
mundo de hoy ofrecen los dramáticos ejemplos de varias zonas de
Palestina, con el ominoso muro levantado por Israel, o la reciente y
arbitraria invención de Kosovo, o los pujos secesionistas que amenazan a
Bolivia, o la muralla futurista en el sur de Estados Unidos. Corresponde
esto, sin duda, a la famosa divisa imperial: “Dividir para reinar”.
Pero,
¿existen fronteras absolutamente fijas, con o sin bardas, con o sin
agentes que las preserven, con o sin rigurosos puestos fronterizos, con
o sin cazadores de inmigrantes, con o sin acuciosas aduanas, con o sin
reglamentos más o menos flexibles? Y si un río, por ejemplo, forma parte
de una frontera, ese río -como el heraclitano- nunca repetirá sus aguas,
así como las fronteras tampoco nunca se repiten a sí mismas. No hay tal
fijeza, porque -es obvio decirlo- las fronteras, en especial las
culturales, respiran, se mueven, se trasladan.
Esto
nos recuerda la leyenda de los dos monjes budistas que contemplaban el
vaivén de una bandera sometida al viento.
Uno
preguntó: “Dime, ¿el viento mueve a la bandera o la bandera mueve al
viento?” La respuesta fue: “Todo movimiento tiene un doble origen: en
este caso, ambos lo generan y son también parte de la sustancia secreta
del movimiento. Luego, buscarán su momento de reposo, que es una de las
caras del movimiento.”
Decíamos que las fronteras, como las arenas del desierto, son ajenas a
la quietud. Sucede que soplan las brisas y los vientos y las tormentas
de la Historia, que jamás dejan de soplar, y la aparente inmutabilidad
de las marcas fronterizas se vuelve vacilante, insegura, temerosa. Algo
parecido cuando las fronteras entre castas, clases, familias, clanes,
tribus y grupos sociales se rompen o amenazan romperse, porque en verdad
estamos rodeados de fronteras ideológicas, de límites materiales, de
bardas invisibles, de contenciones psicológicas.
Estas
rápidas reflexiones tienen su explicación, si es que la necesitan, en
cuanto al hecho de que otros vientos nos llevaron a vivir, hace años y
de los dos lados, a un punto de la frontera norte de Uruguay: la ciudad
de Rivera y su junción con Livramento.
Fue
allí, precisamente, adonde aprendimos a percibir la movilidad de los
límites fronterizos; allí, en el encuentro contradictorio y solidario a
la vez de dos ciudades tan similares como distintas, aprendí asimismo
que las líneas de separación, con sus marcos y sus garitas y sus
controles aduaneros, no tenían mayor sentido. Porque, como se sabe, se
trataba y se trata de una frontera seca y abierta: uno puede cruzarla
varias veces al día -a pie o en carro o a caballo o en bicicleta- en
ambos sentidos sin que haya que presentar ningún documento. Cruzar “la
línea” es un suceso cotidiano, al punto de que esa línea imaginaria
-pese a sus señales y referentes físicos- parece que se ha borrado de la
mentalidad fronteriza. Por ejemplo, la Plaza Internacional permite a
cualquier persona poner simultáneamente un pie en Uruguay y otro en
Brasil. Si hasta dicha plaza tiene dos nombres, o sea, el mismo: uno en
español y otro en portugués. En tiempos no muy alejados, también sucedía
que algún muerto por violencia política o pasional, drogas o contrabando
o infarto, quedaba con la cabeza en un país y con los pies en la nación
vecina. Entonces el cuerpo solía ser movido hacia uno u otro lado según
las conveniencias delictivas o el grado de conflictividad o lo que
fuere. También podíamos preparar el café de un lado y luego cruzar la
calle, al otro lado, para comprar el azúcar y regresar a nuestra taza
con su contenido aún caliente.
En
Brasil el golpe de Estado ocurrió el 31 de marzo de 1964; nosotros
vivíamos en ese momento en Sant’Ana do Livramento, abrazada a la
uruguaya Rivera. Ciudades fundadas la primera en 1823 y la segunda en
1862, “para asegurar la frontera”. A consecuencia del golpe de Estado,
el tráfico y el tránsito en ese punto se volvieron súbitamente ásperos,
dificultosos. La “línea” fronteriza casi transparente por el uso
histórico, definió de un lado a una dictadura de contenido fascista, y
del otro confirmó por oposición una democracia que pronto demostraría
sus debilidades internas.
Esta
información, que se parece a una crónica histórica, tiene como objetivo
orientar al posible escucha o lector sobre algunas de las condiciones
que se presentaban en aquel ámbito fronterizo y que sin duda estimularon
y condicionaron, en definitiva, nuestra escritura narrativa.
En
verdad, en aquellos años nuestro arribo a una frontera ya conocida por
algunas visitas en época de vacaciones, se produjo por razones de mera
necesidad. Significaba ese arribo un cambio casi total en cuanto a
modalidad de vida, de códigos sociales, de pensamiento. Dicho cambio se
fue procesando con diferentes pausas, de acuerdo con innumerables
sucesos de la existencia personal y colectiva que no es de necesidad
enumerar. Una especie de exilio voluntario.
En
primer lugar, pudimos ratificar algún hallazgo de aquella fugaz
experiencia de visitas anteriores: nuestro país no era tan homogéneo en
lo social, lo religioso, lo étnico, lo cultural y lo lingüístico como
desde la primaria se nos había enseñado. La ideología predominante (aun
dentro de una propuesta democrático-burguesa), desde todo el aparato
disponible apoyado en el sistema educativo, indicaba que Uruguay era un
país republicano, de economía agropecuaria, de lengua española,
población blanca, religión católica, profundamente influido por Europa
-sobre todo Francia- y ¡libre de indios! Pocos negros había, resultado
de haber sido Montevideo en el siglo XVIII el único puerto autorizado
para el ingreso de esclavos africanos cuyo destino estaba en otros
países. Mercado colonial de la negritud más que una plaza donde se
necesitara un tipo de fuerza de trabajo como el del sistema de
plantaciones del Caribe, por ejemplo. Hoy por hoy, se estima que un 9%
de la población reconoce sus ascendentes en la negritud; según el
Pocket Atlas de Merriam Webster Inc., 86% de blancos, 8% de
mestizos, 6% mulatos o negros. (Agreguemos que investigadores como
Felipe Arocena y Sebastián Aguiar ofrecen mayor amplitud en cuanto a la
diversidad del país: descendientes de indígenas, 4.5%; de suizos y
rusos, 10,000; de libaneses, 50,000; de armenios, 16,000; de judíos,
20,000; de árabes, 500; de peruanos, 2,500. Y en cuanto a creencias
religiosas, una insospechada variedad.)
Anotamos ahora el haber escuchado en la infancia y la adolescencia, y
algo más hacia acá, frases terribles salidas de integrantes de capas
medias y clase alta (gente educada y de agradables modales), celebrando
que en Uruguay los indios charrúas y de otras etnias habían sido
oficialmente liquidados por la represión estatal en 1832, tema casi
traumático en nuestra historia, sobre el que han escrito admirablemente
Acevedo Díaz y Tomás de Matos. ¿Y la negritud?, pues malvivía en los
barrios marginales de la capital y las ciudades o pueblos de provincia,
en el campo… y en la frontera, casi cayéndose para el otro lado. “Ahí
están bien”, escuché una vez en la voz de alguien, un militar
fazendeiro cuyo nombre se me borró.
La
negritud oriental -que tanto estudiara Ildefonso Pereda Valdés-,
descendiente de varias naciones de esclavos de origen afro, tiene que
ver actualmente con determinados valores de cultura, como el carnaval
con su colorido no europeizante y sus ritmos incanjeables; con la música
popular y el deporte, sobre todo el fútbol; con ciertas modalidades de
convivencia, nucleamiento y búsquedas identitarias; con ciertas
proclividades a la participación social; con su aporte a la fuerza de
trabajo nacional. No son muchos, y pocas veces llegan a salvar el techo
que la sociedad siempre les ha impuesto, aunque no de modo explícito, o
sea, más bien de hipócrita discriminación. Pero su adaptación a los
ámbitos medios y populares es extraordinaria. Pedro Figari asumió
artísticamente la negritud, al igual que continuadores como Ruben
Galloza y Mary Porto Casas. Aun como imagen la negritud es utilizada en
las artesanías y en algunos productos for export.
En
segundo lugar, pude descubrir (ya van más de cuatro décadas…) lo que
muchos sabían por la mera práctica fronteriza y lo que otros recién
comenzaban a examinar: que Uruguay no era un país monolingüe. El francés
estaba considerado como la lengua por excelencia de la cultura. Esto ha
cambiado bastante, bajo las presiones globalizadotas del capitalismo
salvaje aunque el portugués está propuesto en los programas actuales.
Debe recordarse que en ciertos momentos de la historia uruguaya, se
hablaba portugués en casi todo el territorio nacional, y hasta guaraní;
el portugués retrocedería con la extensión de la escuela primaria desde
finales del XIX para permanecer al otro lado de la frontera con Brasil,
ayudando a la confirmación del portuñol; éste se transformó así en una
barrera de contención de la vieja lengua imperial.
En
tercer lugar, me encontré con otro país o, como dirían los antropólogos,
“con el Uruguay profundo”. O sea, la diversidad o la multiculturalidad
ya sugerida en el punto primero, plena de válidas supervivencias e
innovaciones culturales. Y en esa diversidad cabía, por encima y por
debajo de las clases sociales, las ideologías, el imaginario social y el
color de la piel, una axiología bien diferenciada: la fronteriza. Porque
esos valores, que funcionan fluidamente en un contexto físico e
ideológico determinado por los avatares históricos (organización
republicana, dictaduras oligárquico-militares, fijación de fronteras,
cotizaciones cambiarias, flujos de mercancías, corrientes mediáticas,
drogas, contrabando, free shopps) y por los sistemas religiosos
(catolicismo, protestantismo, evangélicos, cultos de origen afro
-umbanda, quimbanda, candomblé- y aun indoafricano, a más de
curanderismo y artes adivinatorias), no tienen equivalencia con los
predominantes en la capital. En la “gran aldea” o “gran ciudad” todo
parece más “civilizado”, más “moderno”, más vinculado con la movida
actualidad el mundo, por más que exista una creciente interacción entre
Montevideo y lo que nosotros bautizamos literariamente como Rivamento.
Y en
cuarto lugar, los elementos y factores antes mencionados nos sugirieron,
casi desde el inicio de la radicación en la frontera, tal vez de una
manera secreta, que algo nuevo iba a ocurrir con la escritura, y no sólo
con ella. Particularmente, la presencia del “portuñol”, esa mezcla del
portugués del sur brasileño con el español del norte, del este y del sur
uruguayos, de la cual se han percibido tres o cuatro variantes en otros
tantos sitios fronterizos. Los valiosos trabajos de investigación que
sobre este asunto se han efectuado en la Facultad de Humanidades en
nuestro país, nos liberan de un comentario más completo, a más de
nuestras limitaciones para examinar tema tan rico y complejo. Pero
digamos que no se trata de una mezcla equilibrada entre dos idiomas,
surgida del habla en el siglo XIX -quizá en el XVIII- a consecuencia de
las luchas entre los imperios de España, Portugal y Brasil en esa zona,
sino que el portuñol tiene un mayor componente de portugués que de
español. Eso es lógico, como se ha dicho, pues el portugués llegó a
hablarse en casi todo el territorio de lo que hoy es Uruguay. Al
producirse su retroceso, según se vio, no sólo se mantuvo en el lado
fronterizo uruguayo, sino que, al irse conformando el portuñol, éste se
transformó también, reiteramos, en una barrera para que el portugués no
regresara a tierras uruguayas. Sólo algunos kilómetros, no más. Pero,
hoy mismo, en ciertos departamentos hay bolsones de portugués o
portuñol, o se le usa con alguna frecuencia en el habla diaria, ya
bastante adentro del territorio nacional. Además, con los nuevos
acuerdos comerciales, el turismo, los intercambios culturales, los
medios de comunicación, el estudio más generalizado, etcétera, el
portugués va interactuando sin violencia y sin colonizarlos en los
espacios actuales, alcanzados por la llamada modernidad.
Si
aparecen aquí tantas referencias históricas, interpretadas desde una
perspectiva muy personal, es porque en la frontera tuvimos acceso a la
certeza de que éramos ciudadanos históricos, pues el hecho de adquirir
bastante práctica en una lengua o dialecto como el portuñol, nos ubicaba
en una tradición lingüística y escrituraria muy reciente. “El río de la
historia: en él estamos”, pudimos pensar sin demasiada imaginación. Y
para tener un sitio en ese río debíamos agregarle una cuota de aguas y
espumas aún no definidas. En puridad de verdad, nadie había utilizado
en Uruguay el portuñol como lengua literaria; varios escritores (José
Monegal, Alfredo Gravina, Agustín R. Bisio, Enrique Amorim, Paulina
Medeiros, Olintho María Simoes y otros) habían apelado a palabras o
frases sueltas de sus personajes, en su mayoría campesinos o gauchos o
peones o habitantes de mínimos pueblos perdidos en medio de poderosas
haciendas patriarcales. Pero hasta ahí.
Este
fue, sin duda, el más grande desafío que me propuse como narrador. Sin
embargo, para pasar del habla portuñolesca a la escritura creativa, se
necesitó un tiempo de maduración, reflexión, estudio más amplio e
informal del portugués y lecturas de poetas, narradores y ensayistas muy
admirables, que en Brasil abundan. Mientras, continuaba escribiendo
poesía, mejor dicho, poemas, pero sin que el portuñol se engarzara a esa
producción; poemas que publicaba en Montevideo, aunque también en
revistas brasileñas y argentinas. Mientras hacía eso y trabajaba en
varios y diferenciados oficios, logré adentrarme en muchos rincones
fronterizos. Descubrí también, en ambos lados, lo que la propaganda
oficial ocultaba o quería ocultar: una miseria inédita para mí, sólo
sospechada; una miseria que no parecía tocar fondo. Relacionada sí
(porque todos los carenciados son parientes) con la pobreza clasemediera
de mi infancia y adolescencia, pero en la que nunca faltó comida ni
oportunidad de completar por lo menos los estudios de secundaria.
Otros
rincones de frontera fueron los cabarets, los antros de varias
categorías, las canchas de básquetbol, los pequeños estadios de fútbol,
los bares, los “terreiros” del culto umbanda, las viviendas precarias en
los barrios más empobrecidos, los clubes políticos en los que se
gestaban las luchas locales, los cuarteles en donde “los sospechosos de
comunistas” o sindicalistas o empleados de la banca debíamos
presentarnos cada tanto cuando la etapa predictatorial (era dura la
vigilancia en ambos lados de la frontera), las parroquias adonde me
reunía a tomar unas cañas con un par de curas amigos; el ámbito de la
enseñanza oficial, pues yo daba clases de letras hispanoamericanas en
secundaria y preparatoria (Carlos Reyles, Garcilaso, José Hernández,
Rulfo y Carpentier, entre otros autores) a alumnos de ambos lados…Muchos
rincones, pues, y siempre el portuñol volando y llegando y
desvaneciéndose y reapareciendo… Era curioso, y hasta algo perturbador,
por ejemplo, escuchar a un alumno leer un soneto de Lope de Vega o un
parlamento de Pedro Páramo con aquel acento y aquella dicción de
frontera que se adhirieron para siempre a mis oídos.
Y
que, por la mera oralidad que aún no me abandona, pasaron a mi escritura
narrativa. El resultado fue una serie de cuentos redactados luego de mi
regreso a Montevideo (el inicial se publicó en el diario El Popular),
y la primera novela empezada en esa ciudad, 1974, y terminada y
publicada en México, en 1982, ya en el exilio. Luego vinieron otros
textos, escritos aquí y allá, al ritmo de viajes y nuevas residencias,
hasta agrupar una saga de cinco novelas y un volumen de cuentos de 400
páginas, a más de algunos relatos sueltos. (Varios críticos han atendido
esta producción: Fernando Aínsa, Rosa María Grillo, Jaime Labastida,
Rómulo Cosse, Francoise Perus, Jorge Albistur, Hugo García Robles,
Concepción Zayas, William D. Foster, Guillermo Samperio, Magdalena Coll,
Alejandro Expósito, Pedro Orgambide, Hugo Giovanetti… Mi primer volumen
de cuentos Fronteras de Joaquim Coluna fue finalista en el Premio
Casa de las Américas, La Habana, 1973. Tres de esos relatos fueron
traducidos al francés, al polaco y al croata. Curiosamente, en el número
67 de la revista virtual Agulha, en una extensa ponencia de la
profesora Rosario Peyrou, mis libros y el nombre de su autor fueron
omitidos por completo; no es difícil obtener alguno de esos títulos en
Uruguay. Además, las referencias al portuñol fueron banales e
insuficientes.)
Sin
embargo, un hecho que transformó mi noción de escritura (nuevo uso del
significante, nueva elaboración y percepción del significado) y aun de
ciudadano de muchas banderas, resultó sin duda de que al abrirme al
portuñol, me abrí luego a las maravillas lingüísticas del español de
América, en vivo y en directo. Nicaragüismos, cubanismos,
colombianismos, chilenismos, mexicanismos, guanaquismos, chapinismos,
paraguayismos, chicanismos, etcétera, se abrazaron al portuñol, tal vez
para siempre…
Este
trabajo así históricamente acumulado, representó un cuestionamiento del
propio idioma materno, del desarrollo histórico y cultural del país y de
la propia ubicación en una realidad asombrosamente cambiante, aunque no
menos injusta y desgarradora. Realidad que para mí confirman aquellas
fronteras respiradas junto con tantas personas y personajes, y que se
han identificado a su vez con las incontables fronteras culturales que,
a partir sobre todo de México y Cuba, me enseñaron a percibir el cosmos
latinoamericano como una multiplicada y colorida bandera que nuestros
pueblos tejen día con día. Espero que las esquivas musas me permitan
agregar algo más de mi trabajo literario fronterizo a este insoslayable
esfuerzo incluyente, colectivo y liberador. |