|
El cerro de Chañarcillo, de más de
trescientos metros de altura sobre la base, desveló su secreto en 1832,
resultando estar hecho de pura plata; o casi. Juan Godoi, un cateador
según unos, alguien que busca vetas minerales; cazador al decir de
otros, puede que pastor de rumiantes; halló pedazos de plata en estado
nativo asomando de la tierra. Se hizo Juan con los derechos de
explotación, pero, extravagancia de pobre, precisó dinero inmediato. Así
que Miguel Gallo, minero viejo de Copiapó, falto de suerte hasta
entonces, se hizo con la mitad del tesoro por unas pocas monedas de
curso legal. Gastó Godoy lo cobrado en muy pocos meses, fue a por más a
la misma fuente, y Miguel Gallo se convirtió en propietario de la
totalidad.
Vivió Juan todavía unos años y lo hizo en la miseria,
llamada absoluta, de quien no tiene donde caer muerto; circunstancia que
no impide obrar a la muerte según su instinto. El viejo Gallo murió
rodeado de propiedades, que en ese momento dejaron de pertenecerle; y es
que la muerte, sobre todo, es rasero. Una plaza de Copiapó quiso acoger
la efigie del insensato que carecía de paciencia y desconfiaba del
futuro; tiempo, como se sabe, subordinado a los caprichos de la
esquelética dama de la guadaña. El pueblo minero nacido al pie del
Chañarcillo tomó su nombre: Juan Godoi. Broma del destino, el pobre
dejó, al marcharse, más memoria que el rico.
Cuando ocurre la historia referida en el cuento, las
minas de plata de Chañarcillo ya han rendido ingentes beneficios a sus
explotadores; habiendo contribuido en buena medida a la prosperidad de
la región. Estamos en la última década del siglo XIX, y la geografía se
corresponde con los alrededores del pueblo de Juan Godoi, las trochas
abiertas hasta Pabellón y un tramo del valle aprovechado por el río
Copiapó para llevar su cambiante caudal al Océano Pacífico. Los mineros
que remueven la tierra se saben situados en el extremo del mundo; pues
la plata merma a ojos vistas, los trabajadores sobrantes se van a otros
lugares y los trenes que parten hacia Copiacó y Caldera salen cada vez
con menor frecuencia.
Evodio Cañas, descendiente de indígenas likan-antai,
trabaja de barretero en la mina San Francisco, la Colorada; y su veta
duerme a sesenta metros por debajo de la superficie. Luciendo el
indumento indio, con un sombrero emplumado en
la testa y ojotas nuevas en los pies, desposó
Evodio a Eduvigis en una ceremonia que duró media hora y se celebró
durante tres días, los tres días de fiesta del carnaval de febrero.
Clarín, putu-putu, chorimori, ocarina y tamborín, juntos y por separado,
amenizaron la parranda sacando los sones de la mejor música andina. Mi
bella caití, le decía al acostarse cuando se ponía meloso; equiparando
la nariz respingona de la esposa al pico curvado hacia arriba del ave
negra y blanca. A su debido tiempo, parió Eduvigis un varón de cuatro
kilos trescientos gramos y más de medio metro, que produjo en las
entrañas maternas, rasgaduras suficientes para incapacitarla en lo
tocante a similares procesos venideros. Pusieron al niño el nombre de
Jovino, y hoy es un muchachote de algunas luces que gana 15 pesos
mensuales como apir en la mina, la mitad que el padre. Pretende el
puesto de mecánico o de maquinista de las nuevos ingenios que van
llegando a la explotación; pero todo lo cambiaría por una plaza de
carabinero.
La víspera de San Pedro, invierno de mil ochocientos
noventa y tres, un error de cálculo que afecta al número de postes,
vigas y puntales, produce el derrumbe de un tramo de techo en la galería
donde Evodio desentierra el mineral: sales de plata mezcladas con
arcilla ocre. Recibe el trabajador, influjo de su buena estrella, tan
sólo el impacto de una roca, y no muy grande; que, sin embargo, obra de
la mala suerte, basta para romperle la crisma y machacarle la sesera.
Deberá enterrarlo Eduvigis; y la alegra que decayeran las antiguas
costumbres de los ascendientes de Evodio, sobre todo la de enterrar a
los deudos dentro de un hoyo cavado en la alcoba, dando al difunto una
postura grotesca: casi sentado, las nalgas cerca del suelo, pegadas a
los zancajos. Ensabanado quedaba en la tumba, rodeado del mejor manto y
atado en fardo con cintas de colores. Prefiere lo de ahora.
Echa cuentas la viuda, y el dinero prometido por la
empresa en concepto de indemnización, apenas le da para el pago de un
maestro que ayude a Jovino a ingresar en el cuerpo de carabineros. Así
que el entierro no provocará un despilfarro que se lleve el presente y
el futuro. El responso del cura cuesta lo que la voluntad pueda
comprometer, y el ataúd ha de ser cosa de su hermano, carpintero en
Nantoco, pueblito de menos de medio millar de habitantes. A él le pedirá
el cajón; y piensa pagarlo con referencias al parentesco y el desgrane
de los recuerdos infantiles que originaron el cariño fraterno ya
diluido. Pagados el tinte y el arreglo de ropas, la compra de velos y
calzado negro, en lo sucesivo habrán de comer papas y porotos cocidos,
vistiendo de lo antiguo hasta donde alcance. Pero el hijo, un día
cercano, lucirá uniforme y arreos de gala.
El jefe de estación, el bodeguero y los dos
cargadores, disponen la salida del tren cuando llega Eduvigis a la
taquilla para comprar un boleto de tercera clase. La unidad que lleva a
la viuda camino de Nantoco, pasa por ambos Molle y toma las numerosas
curvas y los pronunciados desniveles con tal parsimonia, que la buena
mujer entretiene su intranquilidad contando las durmientes que ve por
las rendijas del piso: zoquetes de madera renegrida que aguantan
desganados el peso de los raíles y de cuanto ellos soportan. En Pabellón
se fija en los depósitos de agua, dos, menores que el de Juan Godoi
aunque de fierro, más modernos sin duda. De Pabellón a Nantoco se la
hace muy corto, y el abrazo dado al hombre de su misma sangre, de su
mismo rostro, de su mismo pensar, se acorta debido a la urgencia de la
embajada.
Encargo del ricacho enfermo que al cabo agonizó en el
mejor hospital de Santiago, un arcón de lujo, olorosa madera de
algarrobo y el interior mullido; tan caro que nadie en la región lo
querría ni a mitad de precio, es el regalo que el hermano de Eduvigis
entrega a la hermana para enterrar al cuñado. “Mil años resiste ese
tronco a la intemperie y dos mil bajo tierra”: Explica quien sabe de
eso. Ayuda a la generosidad la falta de salida de urna funeraria tan
suntuosa, y el riesgo de robo que representa. Pero aún así, la memoria
de las privaciones a las que estuvieron sometidos ambos en la niñez, de
los comunes correctivos recibidos del padre, de las veces que ella
ocultó las escapadas nocturnas del muchacho; allanaron las dificultades
que doce años sin trato personal oponían. Y no es poco acicate el
desconsuelo que la viuda demuestra vestida de negro, velos y tules
cubriéndole el rostro, lágrimas obedientes a la llamada de la
conveniencia.
Debe apurarse, pues si la corrupción del cadáver que
fue Evodio Cañas queda suspendida por la arena salitrosa que lo recubre
y la sequedad del ambiente, el hijo ha de permanecer velándolo y no
podrá bajar a la mina. Tres veces en semana sale de Copiapó un tren
mixto con destino a Chañarcillo. Tiene suerte Eduvigis; ese día nuboso
es un día de tren. Llega el convoy con muy poco retraso, y ve la mujer
que tras el coche de viajeros rueda un vagón de mercancías descubierto,
la mera plataforma protegida por tableros abatibles, empleado en el
transporte de los equipajes y algunas vituallas para la mina. A él suben
el ataúd de fragante algarrobo y mullido interior; dejándolo apartado
por precaución de medrosos. Cuando en lo alto se van concretando las
nubes, concluida la estiva, con cuatro bufidos de vapor arranca la
máquina. Arrastra tras ella el carro de viajeros, dividido en tres
compartimentos disímiles. En los destinados a primera y segunda clase,
los pasajeros disponen de dos y cuatro filas de asientos
respectivamente, de los que se ve alguno libre. El resto corresponde a
tercera, y lo forman bancos corridos donde se apretuja la gente
ordinaria. A continuación, casi colmado de enseres, va el vagón de
equipajes.
Hay cuatro kilómetros desde Nantoco a Cerrillos, que
pasan ante los ojos de Eduvigis descubriéndole el menguante caudal del
río -filtrado, evaporación o robo- y las verdes orillas vegetales. En la
estación de llegada baja un pasajero y suben dos: el señor Zenón,
abarrotero local en declive, y Antimo Maquia, un mozo bragado de rostro
ceniciento, gesto hosco y bigotes hirsutos. Una población variopinta
llena el coche, hombres más que nada, de muy diversas procedencias a
tenor de las parlas oídas y las fachas vistas. En tercera no quedan
agarres libres para los que van de pie, y el incesante vaivén del suelo
impide a Maquia continuar suelto; así que como el invierno viene suave
pasa sin prejuicios al vagón de carga. Al caer las primeras gotas de lo
que luego sería una breve nubada, se sienta sobre los maderos serrados
en forma de viga, puestos junto a un atado de capachos, próximos al
ataúd. Arrecia el goteo y si al principio lo recibe contento, luego se
incomoda. Piensa regresar al coche con los demás pasajeros; él conoce
tretas para hacerse con alguna de las asas ya conquistadas. Tratando de
embromar, de asumir su propia valentía o haciéndo burla a la muerte, ni
corto ni perezoso abre el arcón fragante y se encierra en el interior
mullido. Bien por la comodidad sentida, bien por la tibieza hallada
dentro, acaso por el traqueteo o consecuencia de haber estado
parrandeando buena parte de la noche, el caso es que al momento se
duerme.
Mero soplo enredador, un vientecillo de nada lleva
las nubes a otra parte dejando el cielo limpio y el aire reanimado.
Entra el tren en Totoralillo cuando el Sol se presenta evaporando
charquitos, volviendo la apariencia a lo previo. Rico o pobre, nadie
baja en la estación; pero suben dos personas, un matrimonio que habrá de
hacer transbordo en Pabellón si quiere llegar a Loros, donde con unos
allegados partirá hacia Argentina. Marido y mujer siembran esa
confidencia tres veces mientras buscan un equilibrio imposible. Después
pasan al vagón de equipajes, se sientan en los maderos destinados a
tirantes y fustes de mina y dibujan la sonrisa ambigua de quien no sabe
a qué carta quedarse. Desde su posición observan el horizonte inestable,
acercando la mirada a su alrededor para llevarla de objeto en objeto,
utensilios y vituallas, y ponerla sobresaltada en el ataúd. Se rebulle
su mente hasta dar con los prejuicios supersticiosos guardados. Para
ayudar a encontrarlos, la tapa del arca mortuoria inicia el movimiento
de apertura y un rechinar inquietante. Por la creciente rendija asoma de
pronto un rostro cetrino, mal encarado, ensombrecido por los bigotes
híspidos; un muerto recién revivido que extendiendo la mano, con voz
entrecortada, alcanza a decir: ¿Ha parado de llover?
Antimo Maquia descabezó un sueñecito dentro del arcón
hecho de algarrobo y mullido de tela; y al despertarse obró como su
natural pedía, sin intención de asustar. Pero los que iban a Loros con
propósito de partir hacia Argentina, vieron lo que creyeron ver y
saltaron del vagón corriendo como vicuñas asustadas carentes de rumbo.
Por eso, ni los parientes que esperaban para acompañarlos, ni los hijos
y nietos, tuvieron jamás noticias de su paradero. Y es que Antimo saltó
tras el matrimonio miedoso, asustado del espanto percibido en los ojos
abiertos de los asustados.
PSdeJ |