FREI LUÍS DE GRANADA

INTRODUCCIÓN DEL SÍMBOLO DE LA FE
Extractos
 

Introducción del Símbolo de la Fe:
Fray Luis de Granada

Capítulo IV
De la consideración del mundo mayor
y de sus partes más principales

 

Comenzando, pues, por la declaración de la primera de estas tres partes, que es el mundo mayor, la primera cosa y como fundamento de lo que hemos de presuponer es que, cuando aquel magnificentísimo y soberano Señor por su sola bondad determinó criar al hombre en este mundo en el tiempo que a él le plugo (para que, conociendo y amando y obedeciendo a su Criador, mereciese alcanzar la vida y bienaventuranza del otro), determinó también de proveerle de mantenimiento y de todo lo necesario para la conservación de su vida. Pues para esto crió este mundo visible con todas cuantas cosas hay en él, las cuales todas vemos que sirven al uso y necesidades de la vida humana.

Y así como en cualquier oficina ha de haber dos cosas, conviene a saber: materia de que se hagan las cosas, y oficial que las haga e introduzca la forma en la materia, como lo hace el carpintero y cualquier otro oficial, así proveyó el Criador que en esta gran oficina del mundo hubiese estas dos cosas, que son: materia de que las cosas se hiciesen, y oficiales que las hiciesen. La materia de que todas las cosas se hacen son los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego. Los oficiales que de esta materia fabrican todas las cosas son los cielos, con sus planetas y estrellas. Porque dado caso que Dios sea la primera causa que mueve las otras causas, pero estos cuerpos con las inteligencias que los mueven son los principales instrumentos de que él se sirve para el gobierno de este mundo inferior, el cual de tal manera pende del movimiento de los cielos que vienen a decir los filósofos que, si este movimiento parase, todo otro movimiento cesara, de tal manera que no quemaría el fuego un poco de estopa que hallase a par de sí. Porque así como, parando la primera rueda de un reloj, luego todas las otras pararían, así cesando el movimiento de los cielos (del cual todos los otros movimientos penden), luego ellos también cesarían.

Y porque estos cuerpos celestes son los primeros instrumentos del primer movedor, que es Dios, y tienen tan principal oficio en este mundo, que es ser causa eficiente de todo lo corporal, los aventajó y ennobleció el Criador con grandes preeminencias sobre todos los otros cuerpos.

I. -Porque primeramente hízolos incorruptibles e impasibles, con estar siempre en continuo movimiento y junto a la esfera del fuego. De modo que, a cabo de tantos mil años como ha que fueron criados, perseveran en la misma entereza y hermosura que tuvieron el día que fueron criados, sin que el tiempo, gastador de todas las cosas, haya menoscabado algo de ellos;

II.- Dioles también lumbre, no sólo para ornamento del mundo, sin la cual todas las cosas estarían oscuras y tristes, y sumidas en el abismo de las tinieblas, sino también para el uso de la vida humana y, como dice el Salmista, el sol crió para dar lumbre de día, y la luna para la noche. Y porque ella también se ausenta de nuestro hemisferio, crió las estrellas en su lugar, porque nunca el mundo careciese de luz;

III.- Dioles también tanta constancia en sus movimientos que, desde que los crió, nunca han variado un punto de aquella regla y orden que al principio les puso. Siempre el sol sale a su hora, siempre hace con su movimiento los cuatro tiempos del año, y lo mismo hacen todos los planetas y estrellas. De donde procede que los que conocen la orden de estos movimientos, pronostican de ahí a muchos años los eclipses del sol y de la luna, sin faltar un punto, por ser tan regulares y ordenados estos movimientos. Por cuyo ejemplo aprenderán todos los que en la Iglesia o en la república cristiana tienen lugar y oficio de cielos y de estrellas, que es de gobernar y regir los otros, cuán regulados y ordenados y cuán constantes han de ser en sus vidas y oficios, para que en los que están a su cargo no haya desorden, si en los que los rigen, la hubiere. Porque si la lumbre que ha de esclarecer las tinieblas de los otros, se oscureciere, ¿cuáles estarán las mismas tinieblas? Y si un ciego guiare a otro ciego, ¿qué se puede esperar sino caída de ambos?;

IV.- Pues la grandeza de estos cuerpos es tal que pone admiración a quien la piensa, y del todo sería increíble, si no supiésemos que no hay cosa imposible al que los crió;

V.- Y no es menos admirable, sino por ventura mucho más, la ligereza con que se mueven, de las cuales cosas trataremos adelante, cuando viniéremos a las grandezas y maravillas de Dios;

VI.- Pues la hermosura del cielo, ¿quién la explicará? ¡Cuán agradable es en medio del verano en una noche serena ver la luna llena y tan clara, que encubre con su claridad la de todas las estrellas! ¡Cuánto más huelgan los que caminan de noche por el estío con esta lumbrera, que con el sol, aunque sea mayor! Mas estando ella ausente, ¿qué cosa más hermosa y que más descubra la omnipotencia y hermosura del Criador, que el cielo estrellado con tanta variedad y muchedumbre de hermosísimas estrellas, unas muy grandes y resplandecientes, y otras pequeñas, y otras de mediana grandeza, las cuales nadie puede contar sino sólo aquel que las crió? Mas la costumbre de ver esto tantas veces nos quita la admiración de tan gran hermosura y el motivo que ella nos da para alabar aquel soberano pintor que así supo hermosear aquella tan gran bóveda del cielo.

Si un niño naciese en una cárcel, y creciese en ella hasta la edad de veinticinco años sin ver más de lo que estaba dentro de aquellas paredes, y fuese hombre de entendimiento, la primera vez que, salido de aquella oscuridad, viese el cielo estrellado en una noche serena, ciertamente no podría éste dejar de espantarse de tan gran ornamento y hermosura y de tan gran número de estrellas que vería a cualquier parte que volviese los ojos, o hacia Oriente o Occidente, o a la banda del Norte o del Mediodía, ni podría dejar de decir: ¿quién pudo esmaltar tan grandes cielos con tantas piedras preciosas y con tantos diamantes tan resplandecientes? ¿Quién pudo criar tan gran número de lumbreras y lámparas para dar luz al mundo? ¿Quién pudo pintar una tan hermosa podería con tantas diferencias de flores, sino algún hermosísimo y potentísimo Hacedor? Maravillado de esta obra un filósofo gentil, dijo: Intuere coelum, et philosophare. Quiere decir: Mira al cielo, y comienza a filosofar; que es decir: Por la gran variedad y hermosura que ahí verás, conoce y contempla la sabiduría y omnipotencia del autor de esa obra. Y no menos sabía filosofar en esta materia el Profeta, cuando decía: «Veré, Señor, tus cielos, que son obra de tus manos, la luna y las estrellas que tú formaste».

Y si es admirable la hermosura de las estrellas, no menos lo es la eficacia que tienen en influir y producir todas las cosas en este mundo inferior, y especialmente el sol, el cual así como se va desviando de nosotros (que es por la otoñada), todas las frescuras y arboledas pierden juntamente con la hoja su hermosura, hasta quedar desnudas, estériles y como muertas. Y en dando la vuelta y llegándose a nosotros, luego los campos se visten de otra librea, y los árboles se cubren de flores y hojas, y las aves, que hasta entonces estaban mudas, comienzan a cantar y chirriar, y las vides y los rosales descubren luego sus yemas y capullos, aparejándose para mostrar la hermosura que dentro de sí tienen encerrada. Finalmente es tanta la dependencia que este mundo tiene de las influencias del cielo, que por muy poco espacio que se impida algo de ellas (como acaece en los eclipses del sol y de la luna y en los entrelunios), luego sentimos alteraciones y mudanzas en los cuerpos humanos, mayormente en los más flacos y enfermos.

 
 
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