Epílogo

 

 

 

 

 

 

ESTEBAN ASCENCIO


Esteban Ascencio. Iztapalapa, Ciudad de México (1965). Estudió Sociología en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha sido colaborador de la revista Casa del Tiempo de la UAM. Director fundador de Laberinto Ediciones. Subdirector de Literatura y autores de la Coordinación Nacional de Literatura del INBAL. Profesor de CIEP Narrativa en el Centro de Desarrollo Editorial y de Contenidos, Escuela de Edición de Lima, Perú. Durante su estancia en Sudamérica trató íntimamente con el poeta chileno Gonzalo Rojas y el poeta porteño Horacio Salas, también conocio al novelista argentino Ernesto Sabato, entre otros. En los Antitalleres comparte su propuesta de “Lectura en voz alta”. Obra publicada: Me lo dijo Elena Poniatowska, 1997. 1968 Más allá del Mito, 1998. Memorias de un poeta. Diálogo con Gonzalo Rojas, 2003. Poesía y Tango. Encuentros con el poeta Horacio Salas, 2004. Los cántaros de la noche, 2005. Sabato en esos instantes, 2010. Variaciones sobre la vida mundana de una MUJER INFINITA, 2017. Antólogo de: Mis cuentos preferidos y otros relatos de Rubén Darío, 2018. Orondo, 2020, Epílogo, 2022. Entre otros.


Dois excertos de «Epílogo», de Esteban Ascencio
Laberinto Ediciones

 

CAPÍTULO VII

Esa fue la última vez que vi al Oso. Lástima, era un buen cuate. Aunque a veces se pasaba con algunos. El Gato me avisó. Yo se lo dije: “No te fíes, pinche Oso, no toda la gente es pendeja. En una de esas quién sabe, ni quiero pensarlo, no vaya a ser…, y, pos cuál sonso aquél. La jodida vida no está a contentillo, siempre hay —como se dice por estos rumbos—, quien nada entiende de las vocales, ni siquiera una letra partida por la mitad. Y entonces, capaz te topas con la horma de tu zapato y ni pa’ qué te cuento. De esas chigaderas sólo el Diablo. Quién va a saber más. Nadie. Por ésta, mi Oso, de esas chingaderas, sólo el Diablo. En verdad, palabra, estos ojos casi casi han visto de todo. Aup, aup, aup y se lo dije bien y bonito, a mí sólo me falta ver mi muerte. Y en verdad, por ésta, es lo único. Ah, pero eso sí, pa’ los cuates siempre estoy. Por eso aquella vez, al Gato no le costó trabajo dar conmigo. Por estas tierras todos me conocen. Aí lo vi, caminado como si no lo hiciera, nunca se le quitó lo lento. No tiene los brazos largos, si no arrastraría las manos, y los pies, ni se diga. Un tiempo lo creí, el Aguilita me contó de una golpiza. “A poco su papá lo chingó”, le pregunté, “Sí, de unas patadas así lo dejó. Casi le rompe las piernas”, me dijo. Luego supe la verdad, se cansa rápido, no camina mucho tiene pie plano.

—Qué pasó Gato. Ora por quién debo llorar —le dije, en son de broma.

—Pues, aunque no lo creas, mi cabrón, otra vez hay velorio.

—Y hora quién se adelantó.
—El Oso, mi cabrón, el pinche Oso.
—No lo creo, Gato. Estás seguro.
—Sí mi cabrón. Más seguro ya no se puede.
—Y cómo fue. Ni enfermo estaba. Quién aviso.
—Fue su esposa a la cuadra y al único que encontró fue al Pollo. Él nos dijo a todos.
—No lo puedo creer. Si apenas lo vi.
—Y cómo, a poco sabía dónde estabas.
—No. Pero un día me empujó la tristeza a la cuadra y aí nos encontramos. Lo acompañé a ver un “negocito” y de aí nos fuimos a tragar.

—Pues sí mi cabrón, así es la vida. Hoy estamos aquí, mañana no.

—Y cómo fue.

—No me lo vas a creer, pero le metieron tres plomazos. Dos en la panza y uno en la jeta.

—¡Carajo!, y tantas cremas, pa’ qué, ni valieron la pena. Y bien se lo dije. No te fíes, pero pa’ mí, la muerte ya le había echado el guante. El Oso, era muy jijo. Nosotros no lo conocimos bien, quién sabe cuántos no le tenían apalabrada la sentencia.

—No creo. El Oso era buen cuate. Aí andaba ayudando a todos. A poco a ti nunca te ayudó.

—Me ayudó en dos ocasiones a conseguir chamba. No lo voy a negar. En la primera ni me lo dieron. El viejo apenas me vio, dijo: “tú no sirves para esto” y en la segunda ni fui. Y hace un mes me regalo unos billetes. Era buen cuate, pero fuera de la cuadra quién sabe. Y luego

sus amigos esos, a mí nomás nunca me dieron confianza. Pa’ mí negocio y amistad son como el agua y el aceite. Nunca se mezclan.

—Yo de eso no sé.
—Y bueno, sabes cómo fue o no.
—Su esposa le contó al Pollo, que fue a cobrar un dinero que le debían y como no querían pagarle lo recibieron a plomazos.

Cuando el Gato me dijo eso, pensé en el señor aquel. En su encabronamiento y en su tiendita, y todo cuanto contaba el Gato, me lo iba imaginando, no era lo mismo, pero con lo visto antes, me hice la segunda parte de la película. Y aí estaban ese par. El Oso, con sus tremendos casi dos metros de altura y sus más de 120 kilos, manoteando y empujando al señor aquel de escaso metro sesenta y cinco y no más de setenta kilos. El Oso le exige el pago, pero el hombre insiste: “la deuda ya se saldó, además ahora no tengo dinero. Estoy bien endeudado. Estoy casi en la quiebra”, dice, y el Oso le ve y le ve y aí va otra vez, se repite como disco rayado: “A mí me vale, me oyó, a mí me vale”. El señor se nota cansado de tanto grito y empujón, y se mete a su tiendita. El Oso se queda tranquilo, saca un cigarrito lo pone entre dientes, lo juega, lo muerde, lo lleva de un extremo a otro sobre los labios; busca ahora el encendedor en la bolsa del pantalón, lo encuentra y prende el cigarro, da tres chupadas y expulsa el humo como es su costumbre, en círculos, se les queda ve y ve hasta que desaparecen. Lo he visto hacerlo desde siempre. Se le ve tranquilo, digamos, seguro de cuanto ha hecho. Y no falta, cómo va a faltar, ésa por encima de todo, nunca falta, la risa, es la “satisfacción o a lo mejor la burla”, sólo él lo sabe. El señor ha vuelto, el Oso está de espaldas, es muy confiado. El tiempo se desprende de instantes, van cayendo como lo hace una hoja desde la copa de un árbol. El Oso está sobre el filo de la banqueta, fuma el cigarro, muerde por instantes la colilla y termina dejándolo entre dientes, se remanga la camisa. El señor aquel le llama, le dice: “Licenciado, aquí tiene lo que le debo”. Su paso es firme, casi medido. No le tiembla la mano. Está decidido. Nunca he visto tanta violencia junta en los ojos de un hombre, como si aí mismo se desataran turbas enfurecidas. A nada de llegar, el señor levanta el brazo y el cañón de la pistola se encuentra casi casi con la cara del Oso. El Oso muerde la colilla de su cigarro, la muerde como si fuera un pedazo de trapo, como para amainar el dolor, o pensando tal vez, atemperará el sufrimiento o simplemente es la reacción de todos cuando en algún momento nos topamos con el miedo, como si fuera el último vaivén de la hoja antes de tocar el suelo. El Oso deja caer los párpados, no quiere ver. Nunca soportó las tragedias. Ni siquiera los dramas de las telenovelas. Jamás le gustaron los finales tristes. La bala le entra por el ojo derecho y se le incrusta en el cráneo. Cae desde la altura de la banqueta, ya no siente el tremendo golpe de la nuca contra el piso, ni el rebote. Su rostro se ha cubierto de espanto, ya ni es el Oso, ahora es únicamente un muerto, y mañana un número en la estadística de asesinatos. El señor ni puede contenerse, suda la humillación, la gotea. Quiere cobrarse todo, la vida le debe cantidad y es ahora o nunca. Quiere escupir toda porquería, pero eso es imposible. Desde aí mismo, desde donde el Oso estaba parado, desde el filo de la banqueta, vuelve a jalar el gatillo del revólver, muerde la imagen del chantaje para no arrepentirse, la bala se clava en el estómago, el Oso ya no siente, pero su cuerpo suelta un espasmo, el señor sigue embravecido, debió recordar algo porque vuelve a disparar el revólver. La bala entra otra vez al estómago y el cuerpo del Oso, suelta un espasmo más. Y yo pienso en las palabras de un alguien cuando dijo: “Siempre son tres disparos, como mínimo y sin chistar, con el primero se alcanza el control, con el segundo la aniquilación y con el tercero la seguridad y de vuelta la confianza. Así no se corren riesgos”.


CAPÍTULO XVI

—¿Por qué? —Le pregunté sin saberloentonces, siendo mi primer roce con la mujer.

—No sé. Nunca me había pasado. Mira, dame tu mano, ¿ves?, ¿sientes? —Y aí comenzó todo. Y cómo no, si la tengo metida aquí en el meritito corazón ya le digo, y no para de roer. ¿Se entiende? No había otro camino, sólo su cuerpo, y me puse a besarlo. Comencé por la mano, y de pronto subí rápido al hombro, y luego por el pecho y antes me dieron ganas de pasarle la lengua por el cuello y la mordí, recuerdo bien, un poco despacio la barbilla, sí, despacito, así mero fue. Y enseguida empecé abajar por el brazo, pero saltaba a veces al costado, aí mero donde se hallan las costillas y ella nomás se movía como gusanito de capullo, retuércese y retuércese, y yo, a puro beso y beso, y encarrilado llegué a la cintura, y como digo, fue esa la primera vez cuando olí muchacha, la primera del roce con la mujer, como digo. Fue aí donde más estuve, pasé y pasé la lengua en su pancita como si trajera miel o algo parecido, y ella me sujetaba de la cabeza, así como si me tapara las orejas, pero también como si quisiera sentirme, pero más arriba, y lo hice, solté las ganas por aí del ombligo y derechito arriba voy con la lengua y, ¡caramba!, una cosa es verlos y quedar atontado y otra muy distinta tenerlos en la boca, palabra, cosa divina es la lengua sobre ellos y los dientes a veces bien despacito, por ésta, ahora lo sé. Si en verdad hay milagros en la vida, uno de ellos es ver florecer a una muchacha, aunque sea de lejos, aunque sea a veces, aunque sea poquito. No sé cuántos instantes estuve aí, pero yo de eternos no los bajo. No hay cómplice más grande pa’ eso de ver el sudoroso amorío tupido de caricias, lo juro, no lo hay. Las piernas no quedaron a salvo, y entre que las mordía despacito y las besaba, me iba a una y me iba a otra, y en ocasiones les untaba la lengua poquito, a una distancia corta, como de medía cuarta, cada palmo y ella seguía de molona, muévese y muévese, y encogía una y encogía otra. Y en una de ésas, quién sabe cómo, pero medio me arrodillé, y le agarré el pie con esta mano y lo sostuve por el tobillo, y esta otra la puse por detrás de la rodilla, donde termina la pantorrilla y arranca camino arriba la pierna. Lo más curioso fue quedarme aí, casi sin aliento, ve y ve su pie y no me aguanté las ganas y me lancé a besarlo. Y todo cuanto sucedía en nosotros se iba retelento, como si ella y yo no perteneciéramos a este mundo. Ni cuenta nos dimos de cuando se terminó el disco, se quedó gire y gire y la aguja rásguelo y rásguelo. Nosotros estábamos fuera, como lo digo. Recuerdo bien cuando le dije su nombre, cada letra la iba empujando con el aliento mientras subía otra vez a sus montecitos y ella a puro murmuro nomás y a tiemble y tiemble como si anduviera con fiebre. Y zas, me fui otra vez contra su boca, y vaya beso aquél, se lo planté retebien y bonito como pa’ no olvidarlo nunca jamás ni ella ni yo. Todavía no me recuperaba cuando ella se soltó a decirme, abriendo un poquito las piernas: “y si nos amamos”. Y yo me le quedé ve y ve como hipnotizado, y por ésta, si la vida me diera gracia, le pediría me la dejara aí en los ojos, pa’ verla a cada rato recostadita, recostadita. Me entiende ahora. Me hallé. Y ella como si fuera una parte del mismo ojo. En verdad, semejante pieza de muchacha que olí y nomás ni puedo dejarla ir. Cuando se está frente a los instintos, palabra, no hay remedio, queda únicamente embadurnarse el cuerpo de cuantas ganas se cargue. ¿Miedo?, no, por qué, de nada, ahora lo digo, y bien dicho: qué verían, pos pura canija pasión amontonada aí en la alfombra roja. Y le dije:

—Yo también quiero estar contigo —apenas pude pronunciar esto, me temblaba la boca y entonces ella abrió un poco más las piernas y se me quedó ve y ve a los ojos y con sus manos bien amacizadas a mi cuello me jaló a su boca, y nos besamos mientras me iba hundiendo despacio, despacio, como si fuera un explorador atrapado en arenas movedizas, y ella, ese día se atrancó a mis ojos, y hacía gestos como si le doliera y a veces como si quisiera sentirme rápido, y también cerraba los ojos y los entreabría, y la boca igual la cerraba y la entreabría, y bisbiseaba cosas, como cuando el viento se agarra a sacudir bonito las ramas de los árboles y no las suelta hasta calmarse. Así nosotros, palabra, nos amamos por entero, y como le dije cuando nos quedamos aí tumbados:

—Oye.
—Qué.
—Tú crees en la eternidad.
—No sé. Por qué me preguntas eso.
—Quién sabe. Mi abuela me dijo un día: “Sólo las cosas que en verdad se desean realmente se hacen realidad y cuando dos desean con hartas ganas lo mismo, se hace eterno.”

—Yo pienso que lo nuestro será eterno —dijo ella y se puso de costado y me subió la pierna a la panza y me abrazó por unos minutos. Éramos unos desentendidos. Y a poco de unirnos —según nosotros pa’ toda la vida—, comenzamos hablar de los hijos, de los nombres y de todo cuanto les enseñaríamos. Cerca de mediodía me fui. Hacía sol, iniciaban las vacaciones y una parvada de golondrinas sobrevolaba la casa, lo recuerdo bien, volaban alrededor e iban como si fueran atadas una detrás de otra, parecía una corona de golondrinas, y le dije:

—Mira.
—Qué —respondió ella.
—Las golondrinas están volando alrededor de la

casa —le señalé.
—Y eso qué quiere decir —comentó ella y colocó la

mano como visera para cubrirse un poco del sol, y se junto a mí.

—No sé qué quiere decir, pero me gustó verlas, ¿a ti no? —Dije y me acerqué a la oreja y le balbucié—. A lo mejor ellas lo saben.

—Tú crees —me preguntó.

—No lo sé, pero quién sabe. A lo mejor sí. Me gusta pensar cosas como ésa, ¿a ti no?

—Sí. Te imaginas. Míralas, parece que están jugando se ven contentas. Son muy bonitas. Como cuántas son.

—Quién sabe. Pero deben estar festejando porque te quiero mucho.

—Yo te quiero más —dijo y me despidió. Despúes no supe más… —Todavía debo barrer y trapear. Terminaré antes que llegue mi mamá. No quiero que se enoje. Te espero en la noche —me indicó y luego se metió. Y a mí me zumbaban las palabras de la abuela y a ella —ni se diga— la traía en el pensamiento, y bien afianzada a los ojos, y ni pensar arrancarla, aunque luego cambié de idea. Bueno, imagínese. Su sabor es dulce, como de mango manila, de esos jugosos, jugosos; y aí está la boca toda embadurnada y las manos ¡caramba!, con decirle, figúrese nomás, palabra, cuando me acuesto y me pongo contra la pared —no siempre, pero hay veces—, la veo aí recostadita conmigo, y poniendo su brazo como almohada se me queda ve y ve, y no sé qué tantas cosas me dice, pero abre y cierra los labios y clarito veo cómo se me encaraman en los párpados como si fueran mariposas, todo eso es bonito. Lo triste es a la mañana siguiente, cuando les platico a los cuates quien vino a visitarme. No falta quien se agarra a ríe y ríe. Casi ninguno me cree, de no ser por este canijo, nadie me aguantaría. Somos hermanos, padecemos el mismo chingado dolor. El otro día le pregunté por su papá y nomás meneó la cabeza pa’ un lado y pa’ otro y empezó a correr como si le hubiera pegado una patada en el hocico, y luego se puso a gruñe y gruñe, y aí merito en los ojos le vi lo desabrido, lo jijo. Yo lo adopté como mi hermano, él quién sabe a mí, pero desde la otra noche cuando nos hallamos, no paramos de estar pendiente uno del otro. Nos cuidamos, como quien dice. Pero los otros, aunque son buenos cuates, pura burla, no me bajan de “soñador”, y yo les digo: “cuál soñador cabrones, pa’ mí es la pura verda”.

¡Qué realidad ni que ocho cuartos!, pa’ mí la realidad es otra cosa”. A veces no los aguanto, y ya cuando calienta el sol, mejor los dejo y me voy por aí a caminar con el Nicolás, así lo bauticé, y a él le gusta, cuando le llamo viene meneando la cola. Y como digo, es por la mañana cuando se me carga la tristeza y ando trajine y trajine todo atolondrado, como si se me hechará arriba la mala suerte o el mal de ojo y no viera, el llanto no deja en paz, me apesta el día, me lo echa a perder, y me atrapa otra vez la canija debilidad. Pocos lo entienden. Pero yo lo sé, cuando chasco los labios lueguito la siento, y aí delante la veo. Y palabra, yo era otro, pero ya ve, no es por contentillo, la cabeza como al guajolote, el destino la corta igual. A pesar de los dichos de mi abuela, bien a bien no entiendo qué pasó. Sólo vi más adelante el chingado desprecio, y pos ni modo, con él me topé, así estaba de grande y tenía la jeta de la humillación, fea, fea, como de rabia, como cuando le llega la muerte a un canijo en plena calle y aí lo tiende pa’ que lo cubran con una sábana blanca, quién sabe pa’ qué. Y la gente nomás lo ve y lo ve como apestado y no ha de faltar quien piense: “ya se jodió, mejor así”. Pinche sufrimiento, es jijo, digo yo, pero a veces es preferible. Decía mi abuela: “es bueno a veces, mijo, que se nos cargue el sufrimiento, así uno se da cuenta qué tan grande se tiene el corazón”. Yo recien entiendo de esto.


Semblanza de epílogo
Por María del Carmen Jáuregui

Es esta una historia que, como dice Esteban Ascencio, se ve entre calles y se comenta en voz baja. Una historia a la que muchos han dado o darían la espalda. En ella hay una constante: la tragedia que en el día a día enfrenta el habitante de cualquier ciudad. El protagonista, citadino y arcaico, sufre la quebradura de su familia. El amor no le será suficiente y ha de vagar para encontrarse. Apenas adolecente, la abuela muere, es entonces cuando su vida estará sujeta al azar. Azar que por cierto vivirá al filo del amor y la desesperación. Su búsqueda lo llevará a conocer las crueldades de la vida, la bufonería de la maldad: la traición, el despreció, la deshonestidad, la incomprensión. La mugre de la sociedad. Condición humana que por otra parte inunda al hombre. Sin embargo, ello aunque poco cambie, respirará la sensata posibilidad de ver en el ciego reflejo la oportunidad que todo ese tiempo buscó.


Nota do Triplov.

Ver um comentário de Joel Ortega Juárez:

 Un gran fresco antropologico de la vida de esta ciudad