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Rolando
Revagliatti nació en 1945 en Buenos Aires (la
Argentina), ciudad en la que reside. Su quehacer en
narrativa y en poesía ha sido traducido y difundido a
los idiomas francés, vascuence, neerlandés, ruso,
italiano, asturiano, alemán, albanés, catalán, inglés,
esperanto, portugués, maltés, rumano y búlgaro. Uno de
sus poemarios, “Ardua”, ha sido editado bilingüe
castellano-neerlandés, en quinta edición y con
traducción del poeta belga Fa Claes, en Apeldoorn,
Holanda, 2006, a través del sello Stanza. |
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Ha sido incluido en más de cincuenta antologías y libros
colectivos, la mayoría de ellos de poesía, en la Argentina,
Brasil, México, Chile, Panamá, Estados Unidos de América,
Venezuela, España, Alemania-Perú, Austria, Italia y la India.
Obtuvo premios y menciones en certámenes de poesía de su país y
del extranjero. Fue el editor de las colecciones “Olivari”,
“Musas de Olivari” y “Huasi”. Coordinó varios Ciclos de Poesía,
así como la Revista Oral de Literatura “Recitador Argentino” y
diversos eventos públicos, solo o con otros escritores. |
ROLANDO
REVAGLIATTI
Oscar Steimberg
- Aceptar lo
imprevisible del escribir
Entrevista
y
Oscar Steimberg
selecciona poemas de su autoría para acompañar esta entrevista
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1 — Disfrutar de lo
único que conozco de “Posible patria y otros versos”, tu
prólogo, me permite saber que “Posible patria” es el título de
un poema de tu adolescencia, etapa en la que tuviste ocasión de
visitar en su casa al escritor Ricardo Rojas (1882-1957).
OS — Agradezco, Rolando,
esta conversación, y también la selección de ese episodio...;
cada uno tiene sus vueltas infantoadolescentes a pegotear con
las de adulto. La del encuentro con Ricardo Rojas creo que fue
la última de esas pruebas de ingreso a una escena deseada por
imposible (última entre las de la infantoadolescencia!). Si te
parece después la traemos, pero la primera de las de mi infancia
fue a los siete años: mi maestra de Primero Superior llevó una
“composición” mía, acerca de un dibujo en que aparecía un
pastorcito con sus ovejas, por varias otras aulas, después de
llenarla de elogios, para que la conocieran los alumnos más
grandes, y las maestras ¡de quinto! ¡de sexto! les decían a sus
alumnos cosas como “¡A ver cuándo ustedes van a escribir así,
como ese chico!”
Yo había metido en la composición todo lo que había
podido sacar de lecturas sobre ovejitas y pastorcitos (era
entonces un tema central en los libros y revistas para los más
chicos) y había entregado el papel con miedo, pensando que la
maestra se podía dar cuenta del robo de frasecitas. Pero ella
seguía entusiasmada y cuando volvimos al grado me dio una hoja
de carpeta para que pasara la composición en limpio. Yo mojé la
pluma, la acerqué a la hoja y cayó un manchón. Y me levanté y
le mostré el problema. Ella me dio otra hoja y se puso a leer
algo. Yo mojé otra vez la pluma y otro manchón. Ella le dijo a
un alumno bueno, prolijo, que se sentara al lado mío, a ver si
yo me comportaba. Y yo mojé la pluma, etc. Cuando me levantaba
otra vez para llevar la hoja manchada, el compañero me gritó
bajito: “¡No se la muestres!” Pero yo le llevé a la
maestra la tercera hoja y ella, con una velocidad que me
sorprendió, hizo un bollo con el papel y lo embocó, de una, en
un canasto de papeles alejado de su escritorio, mientras me
decía: “¡Basta! ¡Ya me has quitado la buena impresión que
tenía de tu composición!”
Y me ocurrió después recordar ese episodio con cierta
insistencia. Y pensar que temas sobre los que iba leyendo, como
el de la articulación entre el momento de la producción del
discurso y el de su circulación, debían ser tomados en cuenta,
por ejemplo, para describir el estilo de cada uno, de inicio
siempre remoto e inmodificable.
Lo de Ricardo Rojas fue
mucho después (tenía quince años) y hubo allí una invitación a
charlar en su casa (¡la que imita a la Casa de Tucumán!) como
respuesta a una consulta sobre poemas que le había enviado por
correo. Y fui y me dijo que los poemas estaban bien pero que
siempre lo importante era otra cosa, y pasó a la política, con
una aclaración inicial: que lo importante en política es lo que
se hace, no adónde se llega. Esa parte es como que gusta ¿no?
Pero después siguió: “porque llegar, sólo llegan los
velocistas o los farsantes, como Fangio, Perón o Gálvez”. Y
me dijo algo así como que tratara de ver lo que estaba haciendo
el (entonces opositor) radicalismo, porque ahí podía estar la
salida. Era en el ‘53, tiempos de peronismos y antiperonismos
absolutos. Le pregunté: “¿y el socialismo, doctor?” La
cuestión, para el que era yo por entonces, debía ser dotar
también al momento de la conversación de los adecuados cortes y
desenganches. Porque mi interés por el socialismo era casi tan
leve como el que sentía por el radicalismo (por entonces estaba
ensayando también pensarme de izquierda dura). La cuestión debía
ser, para mí, encontrar un modo de no interlocutar con
sencillez. Siempre puede haber una manera (diría ahora:
¡compleja!) de seguir tirando tinta o separándose de palabra del
de enfrente. Siempre vuelven los momentos en que lo que nos
interesa son esos cortes, porque no se quiere que si uno habla o
escribe, algún libreto siga mandando allí, haciendo que lo que
se diga siga dando vueltas por lugares previsibles. Que será
mejor que se siga encontrando un lugar borroso como el de la
escritura de los que no están: lo escrito podrá mostrar una
insistencia como la de esa letra... (siendo parte de cualquier
género —habría que tratar de que quede bien decirlo así— que
pase por delante…).
Bueno, aunque reconociendo que esas anécdotas pueden
anticipar aspectos de lo que vino después, pero nada más que
eso.
2 — Fuiste discípulo de Oscar Massota (1930-1979), quien
introdujo la enseñanza y la práctica de Jacques Lacan al idioma
castellano. Tu libro de relatos cuenta con un prólogo de él. Y
él, organizador en el Instituto Di Tella de la Primera Bienal
Mundial de la Historieta, te invitó a participar en ella.
OS
— Sí. Ese prólogo, por ejemplo, me dio alegría. Antes de eso ya
Masotta nos había dado su palabra a los que tratábamos de decir
(o por lo menos de decirnos) poesía, o arte, o política,
siempre, tal vez, a partir del reconocimiento de que la función
poética está allí para formar parte de todo intento de discurso
(junto con los contenidos de la palabra, o a veces antes que
ellos…). Desplegaba siempre un intento de registro de la
condición cambiante de los textos del momento, y yo pensé que mi
libro se me hacía más entendible también a mí, que no había
podido dejar de cambiar de lenguaje y de género cuando escribía
eso que en principio era un libro de cuentos y terminó
incluyendo poesía, historia, crónica, en ese momento en que
aceptar lo imprevisible del escribir ya empezaba a ser más
(oscuramente) importante que construir relatos o conceptos. Y
Masotta estaba ahí para avisarle a uno que lo que hacía era eso,
que no sólo eso se podría leer sino también comentar y discutir,
cosa que para los todavía jóvenes de la época era ya tan
importante como ser leído. Masotta, un poco antes, había algo
así como refrendado una revista de poesía de un solo número, “Veinte
y Medio”, que publicaban poetas jóvenes inseguros de
serlo pero seguros, sí, de que la poesía debía venir acompañada.
Una entrevista a Masotta en el inicio me aseguró algo, la
condición firmemente imprecisable de mis elecciones de oficio.
Y lo de trabajar con Masotta tenía eso aunque se cambiara
de tema. Daba gusto, cuando se estaba preparando la Bienal
Mundial de la Historieta (había que tener coraje ¿no? para
llamar Bienal Mundial a un encuentro sobre ese tema, aunque ya
hubiera habido, con éxito y sorpresa en el público, otras
novedosas exposiciones de historieta, como la del Louvre…),
descubrir esas variaciones en las vueltas del color, del estilo
de letra, del dibujo o el diseño de página que daba el detenerse
en esas revistitas baratas, y más todavía cuando se ampliaban
las páginas para una muestra de galería y se veía el punteo
mecánico de la impresión, cosa que ya habían descubierto los
pop pero que acá venía cargada con historia propia… Y estaba
también la relectura del relato o la historia, la historia en el
sentido más general y político, cosa que entonces sorprendía que
ocurriera en una exposición de historietas…
Cuando se estaba por imprimir el catálogo hubo
preocupación porque un artículo mío hablaba de lo derechoso de
Patoruzú y no lo incluyeron en el catálogo. Algunos pensaban que
a Dante Quinterno, su creador, no se le podía hacer eso (que
después de todo era tomarlo en serio, aunque fuera desde la
vereda de enfrente…), y entonces Masotta me lo hizo leer como
conferencia, con toda la promoción que daba hablar en el Di
Tella, fue como si me recibiera de historietólogo: podría decir
que los reportajes no pararon hasta hoy.
Después llegó el momento en que Masotta se convirtió en
el hombre que enseñaba Lacan, y yo lo seguí, como otros, y
llegué a colaborar en los comienzos, en el número 1 de los
“Cuadernos Sigmund Freud”. Pero sólo en los comienzos; no podía
ya abandonar los que eran, seguirían siendo mis objetos de
escritura… Le dije a Masotta que me iba a trabajar con Eliseo
Verón, que seguía con los medios como preocupación central.
Igual con Masotta seguimos siendo amigos hasta su ida (más o
menos, amigos, con la confrontación como parte de la amistad…;
ojalá entonces me hubiera dado cuenta).
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Oscar Steimberg |
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3 — Conociste a uno de los guionistas argentinos de
historietas de más intensa trayectoria: Héctor Germán Oesterheld
(1919, secuestrado por la dictadura en 1977 y presuntamente
asesinado en 1978).
OS — No era fácil tratar
con Oesterheld. Uno se encontraba con que podía ser posible que
alguien eligiera poner en la historieta el reconocimiento de que
los géneros de la tira de aventuras eran algo serio y necesario
para mucha gente, y para gente de todo tipo. Y que se podía
aceptar esa posibilidad de seriedad metiendo en el relato temas
filosóficos y políticos de la historia vivida, sin dudar de lo
que sería la propia construcción de autor en el mensaje. En la
conversación, Oesterheld era un señor tranquilo: recordaba,
comparaba, preguntaba, concluía. Y tomaba el contexto y los
condicionamientos psicosociales de cada uno como datos de una
realidad en la que podían asumirse todas las responsabilidades y
riesgos, aun aceptando que esos condicionamientos podían seguir
insistiendo siempre, aunque se hicieran cosas que no se había
pensado hacer en la vida. Estaban los roles, que se asumían como
deberes sociales desde las particularidades de cada cual.
Después de su ida en tiempos de la dictadura criminal cuesta
mucho hablar de esto. Pero la memoria está, y es grato recordar
a Oesterheld hablando de los deberes sociales como si se hablara
de los roles en un trabajo cualquiera; con ese humor medio
british que él tenía, podía decir por ejemplo que la relación
entre guionista y dibujante en la producción de historietas era
como la que suele pensarse entre lo masculino y lo femenino,
algo así como las pretensiones ordenadoras del guión frente a la
catarata de descubrimientos o matices de la imagen. Me hubiera
gustado saber qué pensaría Alberto Breccia de eso. En fin, con
esos personajes era como si la historieta fuera una infinita
serie de apuestas, reconociéndose que cada uno nunca sabe si es
del todo el apostador, o apuestan el texto o la letra…
Siempre vacilé ante la narrativa de Oesterheld, estaba
esa seriedad pero también esa facundia, y esa aceptación del
otro como creador paralelo y diferente. Trabajó con muchos (más
que buenos…), pero ese dúo era el más increíble: Oesterheld el
anciano fino y Breccia el muchacho reo (y tenían la misma edad).
4 — ¿Se entrecruzan en “El pretexto del sueño” la
poética y la ensayística? ¿Cómo fue que en el mismo año se
publica en la Argentina y en Italia?
OS — Siempre pensé (no digo
que siempre lo creí, pero sí que siempre lo pensé) que no hay
poesía más entrañable que la que se hace con cualquier cosa. Ahí
el trabajo, el juego poético se hace dueño del mundo (de
su mundo, pero ¿para la poesía qué otro cuenta?).
Pero también hay un modo de disfrutar de ese juego sin
trabajar, sin esperar, sin probar: es el del relato del sueño
cuando se trata de aceptar que no llegue a ser relato, que se
deje a sí mismo como pretexto para la continuidad de esos
inicios de un contar sin voluntad de sentido, que entonces es
como si dejaran ser a todos los sentidos del tiempo. Y para
asumirlo (a veces uno hasta lo cree) sólo habría que quedarse en
la dicción del que da cuenta de lo visto para que, si es que
quiere, piense el otro; algo que ni siquiera haría falta,
bastaría que el que cuenta hiciera el pequeñísimo esfuerzo de
mantenerse en el borde de ese decir, ese en el que la sucesión
de palabras y de imágenes se muestra como tocando y abandonando
en cada paso unas posibilidades de relato que se disuelven. Y
que habían comenzado por anunciar esa existencia, digamos, más
previsible; porque el relato del sueño puede también terminar de
constituirse como eso, cerrar sentidos que permitan retornos
compartidos y fundamentados aúna flânerie que se
ha terminado de comprender. A veces, hace falta; pero nunca hizo
falta pasar definitivamente a esa vereda de enfrente.
Ya lo han dicho mucho: en la escritura del ensayo
(aunque se trate del que nace con preocupación “científica”) hay
una poética que lo impulsa, tanto como la producción conceptual.
Se quiere pensar y fundamentar tanto como se quiere escribir y
nombrar y poetizar. En las ciencias sociales se reconoció en las
últimas décadas la presencia de esa búsqueda de la expresión
junto a la de conocimiento en sus diferentes entradas y
recorridos y replanteos de final.
Y el sueño invita a ambas búsquedas y a ambas poéticas,
la del ensayo y la de la expansión de la expresión sin
privilegios iniciales ni cierres para el concepto ni para el
juego.
Sobre esa edición italiana: la poeta Rosalba Campra
compartió lo que se decía acerca de esto, que confluía con
algunas de sus inquietudes, en los capítulos de “El
pretexto del sueño”, por entonces (2005) todavía no
publicado (tampoco en castellano), y organizó en Italia, en la
Universidad de Bérgamo, un simposio y la edición de un libro con
ensayistas y especialistas de distintas zonas de las ciencias
sociales y los estudios literarios, acerca de “Il
genere dei sogni”. Allí se incluyeron en
traducción al italiano quince ¿capítulos? ¿poemas? de mi libro
por aparecer (había uno de una sola línea, como ensayo hubiera
sido realmente novedoso).
Y cuando se presentó la edición argentina en Buenos Aires
se desplegaron diversidades parecidas: vivía aún León
Rozitchner, que comentó el texto en su dimensión ensayística; un
poeta, Hugo Savino, consideró los mismos textos en tanto poemas,
y un psicoanalista que sabe invadir espacios literarios, Jorge
Baños Orellana, tomó el material en los dos sentidos. Yo pensé:
a veces, uno tiene suerte.
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5 — Siguiendo con
traducciones, detengámonos en “Gabino Betinotti,
tango-oratorio suivi de Gardel & la tsarine”, traducido al
francés por Didier Coste con tu colaboración y publicado
(bilingüe) en diciembre de 2015. Detengámonos en la traducción y
sus complicaciones, pero también demos cuenta de tu propuesta de
fines de los ’90, “Figuración de Gabino Betinotti”,
cuando Editorial Sudamericana edita el volumen con ilustraciones
de Oscar Grillo. Y algo más todavía:
“Cuerpo sin armazón” es un volumen constituido por cuatro
relatos. ¿Ahí, en 1970, se interrumpió tu interés por la
creación en el género de la narrativa?
OS — En “Cuerpo
sin armazón” había un relato central
haciéndose cargo de, digamos, la unidad del libro (los otros
estaban ahí como sus pre o postexpansiones). La relación entre
fragmentos era y no era narrativa, además de haber momentos de
poesía y de prosa. Hay capítulos que consisten en un poema —como
el que empieza “Venga, señora, y cantemos Pelusín:” y otros que
son sólo citas poéticas, hasta con nombre de autor. Y la
relación entre los distintos momentos narrativos del libro es
entre perspectivas, referencias, modos de pasaje o motivos
temáticos (antes que temas)…, como suele ocurrir con los que
escriben pasando de la novela al ensayo, de la historieta a la
poesía lírica, o de la pretensión de discurso científico a la
autobiografía. Y desde cualquier lado (pasó siempre, pero ahora
se deja ver) al discurso político. Tiendo a pensar (o a
recordar) que las continuidades formales de un engendro de
escritura pueden darse con tanta insistencia y tantos efectos
como los que tendría una construcción de relato…
En “Figuración de Gabino Betinotti”
yo me sentía impulsado a sintonizarme con esa instancia en la
que desde un folklore fuerte se pasa a algo en lo que,
opuestamente, no se desea abandonar un juego de escritura; en
que se quiere insistir con ese juego para dejar que un gusto
bailarín o musical o letrístico se anime a seguir probando más
allá de los límites del género. Una parte de los orígenes del
tango enlaza con la época en que los payadores todavía
integraban un presente de la música criolla (por algo Carlos
Gardel se disfrazaba de gaucho para cantar tangos en Francia),
pero ahí fue empezando la costumbre de quedarse en un asunto que
ocupa toda la escena, como si quisiera más jugar consigo mismo
que decir algo… En “Figuración de Gabino Betinotti” yo
probé a quedarme, en cada letra, en un solo motivo de tango,
como el de la torpeza inicial del enamorado, o el de la
eternidad de las imágenes barriales, o el de la culpa en el
recuerdo de la madre o la novia; pero tratando de que eso fuera
todo; de que no se completara ningún relato. Y ahí tuve, cuando
hace mucho se editó, en el ‘99, un juego visual de refuerzo: los
dibujos de Oscar Grillo, de los que Luis Chitarroni afirmaba en
la contratapa que eran tan parecidos a los poemas que el libro
podía anunciarse como un nacimiento de mellizos. Uno de esos
parecidos de entonces (y habría un ¿parecido similar? entre
aquella edición y esta de la que hablábamos ahora…) entre
dibujos y textos estaba en el juego permanente con los motivos
del tango en sus historias, lo serio del tango, como ocurre,
considero, en toda poesía, es la permanencia de ese juego, esa
permanencia que promueve que los contenidos de las letras,
aparentemente previsibles y repetitivos, dependan en cada caso,
en el cierre de sentido de cada letra, de un juego, secretamente
abierto, de novedades y repeticiones, de timbres y ritmos, de
intensidades y borramientos melódicos. En los dibujos de Grillo
las imágenes del tango es como si hubieran sido puestas a bailar
en sus detalles, en esos fragmentos que aparecen en la memoria
visual de Buenos Aires como notas sueltas de una música que no
se puede terminar de componer.
Y una década después, en 2009, tuvo gran edición musical,
con música de Pablo Di Liscia y la voz de Brian Chambouleyron,
después de que el CD obtuviera el Premio Fondo Nacional de las
Artes para música de tango en 2008. Y en diciembre de 2015
llega, yo diría, otra puesta… con la traducción al francés en
edición bilingüe, en Refflet de Lettres, que para mí tiene un
valor múltiple… Bernardo Schiavetta, director y fundador de la
editorial, así como de revistas como “Formules”, de
poesía, podría decirse, en la que resplandece el juego con
reglas de construcción, lo eligió para la
traducción a Didier Coste, poeta y ensayista que como traductor
es como si nos recordara que traducir poesía nunca significó
solamente informar sobre contenidos poéticos, y que cuando
traduce puede quedarse el mismo tiempo que se emplea en traducir
un poema analizando novedosamente la relación de ese poema con
el libro que lo contiene o con el silencio del blanco de página.
Y el armado por Schiavetta y Coste de la edición bilingüe
fue parte de una coincidencia en relación con ese lugar central
del juego en cualquier creación poética.
En la edición se incluye
también un libro algo anterior, “Gardel y la zarina”, del
que ahora pienso que fue (es) como un prólogo de Gabino:
la forma que ocupa la mayor parte de las páginas de “Gardel y
la zarina” es la del haiku, y ya me
parece que los intentos monotemáticos de los tangos de
Figuración vienen de esas pruebas un poco
anteriores con la brevedad o el silencio, que a mí me parecieron
siempre presentes en las charlas eternas de Buenos Aires (esto
es un divague, perdón, es por eso de la eternidad de la charla).
Aparte, siempre sobre la traducción: Estuve releyendo los
diálogos entre Schiavetta y Coste que prologaron la segunda
edición del “Texto de Penélope” de
Schiavetta, y esas elecciones aparecen también como programa,
por ejemplo, cuando Schiavetta dice que en distintos momentos la
suya fue “una escritura que no acomoda la forma al sentido,
sino que hace surgir el sentido de la creación de
formas”. Condición que se deja percibir
especialmente en instancias como la de la traducción, que “no
puede restituir sino muy parcialmente la materialidad
de las palabras, materialidad que constituye la base misma de la
música del poema, pero que evoca también gran parte de sus
connotaciones más esenciales”. Creo que, siguiendo, podría
decirse que siempre hay un momento en que la traducción entra en
un juego de continuidades retóricas que no pueden no convocarse
como parte de las traducciones del sentido.
Y que esto ha —afortunadamente— ocurrido en la traducción de
Didier Coste, incluída en la colección creada y múltiplemente
continuada por Bernardo Schiavetta.
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6 — No seré original con mi formulación, pero no me
privaré de ella: ¿cuál es el colmo de un semiólogo como Oscar
Steimberg?: que viva en una calle(cita) que se llama Pasaje del
Signo.
OS — Cuando vimos con
Marita, mi esposa, el departamento, yo le dije que mejor
buscáramos otro, aunque éste parecía el más conveniente, porque
los chistes iban a ser un poco interminables... Pero ganaron las
virtudes que le encontrábamos en ese momento. O las ganas de que
los chistes siguieran, bueno…
Por supuesto, me puse a buscar el origen del nombre: yo
en principio había pensado que lo de “del Signo” debía
vincularse con algún significado religioso, porque por ahí había
(hay) mucha construcción religiosa relacionada con la Iglesia de
Guadalupe: a la plaza, que se llama Güemes, se la suele llamar
también Plaza Guadalupe. Aunque hubo además otros cambios de
nombre: hasta hace algunos años, en que cambió parte de la
edificación y de la población de la zona, a la plaza Güemes se
la solía llamar también plaza Freud, por la cantidad de
psicoanalistas con consultorio alrededor, y había un restaurante
que se llamaba Sigi (apócope de Sigmund) y una librería de
psicoanálisis que se llamaba “Diván el Terrible”, y así… Y sobre
el nombre del pasaje hubo otras hipótesis: cuando vinimos al
barrio vivía mi amigo Emilio Corbière, historiador, entre otras
cuestiones, de la masonería, que me trasmitió que había llegado
a fantasear que el nombre del Pasaje del Signo podía estar ahí
porque el lugar podría haber sido “el corazón de la masonería
de Palermo”!
Pero finalmente otro consultado, un tío de Oscar
Traversa, Mario Faciano, que había reunido infinitos datos sobre
las calles de Buenos Aires, después de oír con paciencia las
hipótesis, me informó que Norberto Javier del Signo fue un
cordobés que estuvo a punto de ser Director Supremo por los
tiempos de Pueyrredón y Alvear, pero que había sido resistido en
Buenos Aires por esos que ahora son nombres de grandes avenidas,
contrastantes con el pasaje de una cuadra que se eligió para
homenajear a la Figura del Interior...
7 — En 2010, decías, se editó el CD de la obra del
compositor Pablo Di Liscia basada en “Figuración de Gabino
Betinotti”. Y en 2013 se la puso en escena en el Centro
Nacional de la Música, con dirección musical del compositor.
¿Nos precisarías el qué te pasó con ambas iniciativas?
OS —
La edición del CD fue, en relación con el tango,
como una experiencia de reinicio…; asistí a algunos de los
ensayos, y pensé que es notable lo que unos músicos puestos a
grabar unos tangos, milongas, etc., pueden demostrar saber,
abarcando el conjunto de lo que viene haciendo… Pablo Di Liscia
(con él veníamos probando búsquedas musicales para las letras
desde hacía realmente mucho); reunió a unos ejecutantes que yo
en parte conocía de oídas y que después supe que podría haber
conocido más: Brian Chambouleyron en voz, Diego Schissi en
piano, Santiago Segret en bandoneón, Juan Pablo Navarro en
contrabajo, Mirta Wymerszberg en flauta, y él mismo en guitarra.
Los ensayos mostraron lo que actualmente creo que tiende a pasar
con frecuencia en una interpretación grupal: es como si los
músicos discutieran o desplegaran plurales posibilidades de la
obra, y eso es notable, porque lo que se articula entonces es
eso, pero con un momento de la música de cada género y de los
avatares del uso contemporáneo de cada instrumento…; es como si
la reflexión crítica sobre cada tramo musical o instrumental en
general fuera un tema de conversación previo de los músicos.
Y la experiencia tuvo etapas. En el disco se informa
también que participaron Darío Steimberg como compositor
invitado (en la musicalización del “Vals de la Glosa”) y Oscar
Steimberg en intervenciones de voz. Y esa información sobre mis
“intervenciones de voz” es, bueno, generoso registro de lo que
es la abarcatividad actual de las ediciones sonoras: en este
caso, lo mío fue solamente la frase final de una “glosa IV” y la
también final de una “glosa XVI”. Como si (y esto ahora está
pasando mucho) todos los momentos de inicio, desarrollo,
circulación, recuperación o pérdida de cada escritura pudieran
meterse en esa instancia antes tan específica de la puesta en
circulación y en esa otra antes tan inalcanzable como la de la
recepción. Ahora tiende a ocurrir que estemos todos en cualquier
lado, y yo no creo que a nosotros o a las letras o a las músicas
nos venga mal!
La participación de Darío Steimberg (hijo del letrista
presente) fue conocida por mí un poco antes que la de los otros,
salvo la de Di Liscia, y me había permitido, como la de Di
Liscia en relación con el conjunto del proyecto, un acceso
puntual al tramo de la composición-experimentación de la puesta
en música. Con la escritura de los poemas de base me había
ocurrido, a lo largo de muchos años (siempre escribí lento y
poco) tratar de adecuarme, en cada caso, a la melodía de tangos,
milongas, etc. existentes, para que el fingimiento de la
pertenencia de género fuera verosímil. También se escribe para
mentir, ¿no? Cada letra había sido escrita sobre el molde
rítmico de alguna música existente, de las del repertorio
histórico de la “orquesta típica”: tango, milonga, candombe,
vals. Y la que inicia la serie es ese “Vals de la Glosa” que
habían construido a partir de acordes y cadencias de “Desde el
Alma”.
Y están los recomienzos de las puestas en escena… En la
puesta, fue como si los dibujos de Oscar Grillo, acompañados
esta vez por los de la escenógrafa Gabriela Piepoch (con
realización de imagen de Martina Mora), formaran parte de las
glosas que acompañaron a las letras en la edición del libro;
como si cumplieran también esa función. Y eso era lo que estaba
pasando todo el tiempo con las ocupaciones siempre cambiantes de
la escena por Brian Chambouleyron, cantante y regisseur. Como si
tematizaran naturalmente la relación entre cancionero y puesta,
acompañando las increíbles recuperaciones de estilo que Brian
puede meter como por azar en cada interpretación.
8 — Se estrenó en la
sala de conciertos del Centro de Experimentación Musical del
Teatro Colón de Buenos Aires, “La canción de Finnegan”, juego
escénico sobre la canción popular irlandesa con música y
dirección de Francisco Kröpfl y letra de tu autoría. ¿Cómo
surgió la propuesta? ¿En qué consiste el “juego”?
OS — Con Francisco tengo
una relación de colaboración especial, puesta a prueba a lo
largo de los tiempos en proyectos, o apuestas de proyectos, que
se interrumpieron y se retomaron muchas veces. Se pusieron en
escena dos obras, dos “juegos escénicos” ideados ambos por él a
partir del trabajo sobre relatos populares: un cuento
tradicional italiano de la región de Friuli y una canción
popular irlandesa, la que inspirara y diera título al
“Finnegan’s Wake “de Joyce. En ambas, mi rol fue el
de co-guionista (para la letra de diálogos y canciones).
Conocí a Francisco cuando él dirigía el
Laboratorio de Música Electrónica del Instituto
Di Tella, y a lo largo de los años fui testigo de sus notables
juegos de borde en la creación, la reflexión y la enseñanza en
el ámbito de la música moderna y contemporánea. Su espacio,
digamos, institucional estuvo desde un
comienzo entre los más avanzados y experimentales de la
música culta, pero —y
metiéndote en el asunto te das cuenta enseguida de que tal vez
el “pero” no corresponda— forma parte de lo suyo un mirar o un
oír que puede tomar los presentes o pasados de distintos
folklores como propios: en estas dos entradas al relato popular
—la primera al cuento friulano recopilado por Ítalo Calvino y la
segunda a una canción irlandesa antologada por primera vez en el
siglo XIX— hay, podría decirse, un gozoso juego con los
esquemas, con esas construcciones esquemáticas que nos hace leer
o escuchar toda producción folklórica como síntesis narrativa o
síntesis melódica o síntesis dramática, siempre con altos grados
de repetición, pero que pueden mostrar también infinitas
posibilidades de extensión y variación a través de (después se
descubre que) siempre imprevisibles opciones de apertura a la
versión, musical o verbal.
Y trabajar en esos
bordes en que no es posible establecer sobre qué género o, a
veces, sobre qué lenguaje estás trabajando, es siempre del mayor
interés…
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9 —
¿Desarrollarías para nuestros lectores ese concepto que has
propuesto oportunamente, el de “antigénero”?
OS — Creo que son
antigénero las obras que recuerdan un género
determinado pero apartándose de lo previsible en cada uno de los
aspectos en que un género determinado puede ser reconocido.
Cuando empezaron los spaguetti westerns, esas
“películas de vaqueros” que se les ocurrieron a los italianos
pero como para ser vistas en tanto juego cómico, con héroes sin
virtudes, malos sin destrezas especiales que metieran miedo, y
tiros todo el tiempo, sin los suspensos con los que se
acostumbra estirar los westerns, los espectadores convocados
eran los que se divertían, precisamente, con esas rupturas de
género: los aficionados a las “películas de cowboys”, que se
divertían compartiendo ese baile con las piezas de un juego que
ellos conocían como nadie, y también los otros, los que habían
odiado siempre esas repeticiones y se divertían también,
tomándolas en el spaguetti western sólo como una burla. Todo
lector o espectador o degustador de géneros busca divertirse de
esa manera, visitando bordes. Y eso pasa con todos los géneros,
desde los de la narrativa popular o el periódico político o el
suplemento de cocina hasta los de la alta cultura. Y el tema me
parece importante también ahora que con el juego expuesto de
actores, directores, guionistas y críticos, toda práctica de
género se muestra como juego, a veces como juego irónico. Cuando
esto empezó a generalizarse, hubo quienes opinaron que el
estudio de los géneros se había vuelto innecesario o inútil, ya
que todo era ruptura, mezcla o (auto) ironía de autor o de
comediante o de orador. Pero justamente eso hace el estudio de
los géneros cada vez más interesante: ahora, en tanto material
fugaz de esas novedades que seguirán necesitando, siempre,
enfrentarse a las clasificaciones de la cultura para practicar
sus desvíos. Es que es difícil no pensar que escribiendo hoy
todos jugamos a la crítica, esa especie de poética de la
distancia o el conflicto…
10 — “¿Se leerá alguna vez a Leónidas Lamborghini?”, te
preguntabas en 1982, ya desde el título, en un ensayo
socializado en la revista “Puchero”. ¿Qué respondías, qué
verificarías hoy respecto de ese paródico poeta (1927-2009)?
¿Extendemos la inquietud también a su paródico hermano escritor,
Osvaldo Lamborghini (1940-1985)?
OS — Empezar, para hablar
de la(s) poesía(s) de los Lamborghini, por su
relación con la parodia, creo que no puede no estar bien. Aunque
en el tiempo en que muere Osvaldo todavía no se hubiera asentado
del todo en la escucha de los lectores o los críticos la idea de
“parodia seria”, la de ese juego sobre modos de escribir o de
narrar o de desnarrar en que se mandan unas escrituras a
probarse o a enredarse o a pelearse definitivamente con otras. O
a descubrirse. Los Lamborghini lo hacían todo el tiempo, aunque
lo hicieran con diferencias hondas.
Entre las cosas que los dos apostaban a mostrar estaba la
de que en la poesía se juega, seriamente, y la de que, en la
poesía, ese juego no termina. Y ahí se puede ya opinar sobre
diferencias: la que habría, por ejemplo, entre el pedido de
pensar (de volver a pensar, de volver a pensar hasta morir) de
Leónidas, y el agitar emotivamente, sarcásticamente,
lúbricamente un pensamiento que pueda creerse concluido de
Osvaldo.
Y siempre, como en la parodia, se trata de volver… y de
torcer. Y de retorcer. Leónidas dice una vez: “se trata de
dar vuelta las viejas formas, como un guante”, aclarando en
seguida que la frase es de León Trotsky pero que está tomada de
una cita traída por… T. S. Eliot. Como si la parodia pintara no
sólo como una forma de escribir sino como una historia de la
escritura. Para los que no leyeron a Leónidas habría que aclarar
que toda historia traída por su poesía es una historia sangrante
(esas viejas formas no pueden retorcerse amablemente…). Y para
los que no leyeron a Osvaldo, que en lo de él hay una apertura
gozosa a las novedades de toda agonía. Como si la parodia de
Leónidas se dijera en medio de la batalla, y la de Osvaldo en la
borrachera del día después…
Me pone bien pensar que ha venido (viene) creciendo la
lectura de los dos…
11 — Sin mentar nos han quedado aquellas Majestades,
Misters, Doctores, Jefes, Kulaks, Generales de 1980.
OS — Como se dijo en la
solapa de la primera edición (solapa, edición, todo gracias a
Fogwill…), en los versos de “Majestad,
etc.”, “se ensaya una posición ante el poder”. Se me
había ocurrido hacer pasar, por delante del escribiente que iba
implicando el poema, esos sujetos del poder a los que se elige
desde cada imaginario para hablar, pelear, obedecer… Pero
también se me había ocurrido algo que es difícil que aparezca
cuando se lee: que cada verso debía ser un trabajo (nuevo,
recién empezado) sobre el verso anterior. Eso fue lo que pensé
primero, y por mucho tiempo no se me ocurrió que pudiera haber
alguna relación entre esas dos, digamos, razones del escribir…
Cuando se me ocurrió algo, el tiempo de esa escritura estaba ya
muy lejos: era que obligarse a pensar en lo inmediato (ese verso
anterior, cuando se pasaba a escribir uno nuevo) era la más
creíble estrategia de liberación de la palabra poética por la
que podía optar el desgraciado empujado a pensar como
interlocutores a las figuras de un imaginario políticosocial de
absoluta repetición. En cada verso, empezar a pensar y escribir
otra vez; en aquel momento, lo pensaba como una estrategia de
escritura y nada más, tal vez porque pensaba que el recurso iba
a pensar mejor que yo. Y sí, qué querés que te diga: no
cambiaría nada.
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Steimberg con su esposa, la
semióloga Marita Soto |
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12 —
¿Qué te “vuela la cabeza”? ¿Qué asuntos,
circunstancias, acontecimientos… te vuelan la cabeza?
OS — Supongo (no sé,
nunca lo pensé) que para que algo te vuele la cabeza tiene que
tener algo de incomprensiblemente nuevo y al mismo tiempo algo
de repetición absoluta; lo que te volaría la cabeza sería
entonces la irrupción de la posibilidad de que lo de siempre, de
que alguna fatalidad asumida se dé vuelta, o más bien que pueda
ser dada vuelta por esa novedad. Pero no creo que eso pueda
ocurrirme por más de unos segundos. Después me veré, en cada
caso, tratando de incorporar el nuevo tema a la serie de los que
se anda tratando de procesar desde perspectivas o recursos más o
menos previsibles para insistir en recorridos con cierto grado
de interés.
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Oscar Steimberg y su hermana,
Alicia Steimberg |
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13 —Novelista, cuentista destacada,
Alicia Steimberg (1933-2012). ¿Concluimos este diálogo con vos,
su hermano, evocándola?
OS — Elijo hablar de los
modos de Alicia de encontrar, como en su narrativa, el matiz que
muestra lo impredecible en lo cotidiano o lo habitual. Sabía que
en el juego de las repeticiones aparecen las novedades más
sorprendentes, y aceptaba el registro de esas repeticiones en
cada territorio de gestos, de palabras… Y cuando las encontraba
pasaba rápidamente a buscar su componente de desvío. Así quién
se aburre, ¿no? Ni los personajes más pesados dejaban de mostrar
ante esos recorridos su diversidad. Y eso le pasaba (o lograba
que le pasara) tanto en la escritura como en la oralidad de cada
día.
O de cada momento de la
vida. En sus modos de mantener sus vínculos de amistad mostraba
la vitalidad permanente de ese percibir la infinitud de las
razones de interés de cada relación.
Las últimas reuniones sobre las que la oí hablar habían
sido con sus ex compañeras del Normal, y era grande el placer
que demostraba en las referencias a esos encuentros. A veces,
hasta con anécdotas de salvataje, como la que le oí contar
acerca de una de esas reuniones, en la que una antigua compañera
del Lenguas Vivas se mostraba en un estado agudo de depresión.
Alicia se acercó a la compañera deprimida, se sentó junto a ella
y la llamó por su nombre con la más sonora claridad. El apellido
y el nombre eran ingleses (irlandeses), y traerlos a la charla
poniendo en escena las especificidades de la pronunciación
provocó en el grupo que estaba más cerca —pero también en la
deprimida— un estallido de risa seguido de entrañables
comentarios, compartidos con la mayor diversión, acerca de unas
lejanísimas clases de idiomas con todas las anécdotas y
accidentes del aprendizaje, en esa famosa escuela secundaria
pública para chicas estudiosas, estudiosas…
Alicia buscaba y encontraba en cada momento social
aparentemente previsible (el de la caída depresiva, eh, lo es)
las salidas de borde que también son parte de él. Es muy difícil
ese buscar y encontrar y puede llegar a no verse, perdido uno en
el momento de diversión compartida que parece haber estado desde
siempre ahí. Y creo que hay gente como Alicia que puede, que
sabe ir y volver de ahí.
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