Variaciones sobre la vida mundana de una MUJER INFINITA

ESTEBAN ASCENCIO


Día 1

Jamás desprecié tanto a un hombre como lo hice conmigo. Ya puede usted imaginarme. Mi vida, no es distinta a la de muchos; podría decirse que empezó un día en el metro, pero no, es aún más desabrida, y por momentos el escalofrío la relega.

La grieta en el techo, ¿la ve?, ha crecido, llevo días observándola, alcanza ya más de metro y medio, y tira a la derecha como un desuello. Zanja, digamos, un nuevo canal, una nueva brecha.

Así el recuerdo.

Aquel sábado asomaba el sol y pronto comenzaría el concierto de ases dentro de los cuartos. Como agujitas penetraban por los orificios de las cortinas, ensanchaban también las rendijas de los marcos y lo mismo hacían alrededor de la puerta. Derramándose llegaban al piso. No todas las mañanas era el mismo concierto; variaba según el acomodo de las nubes y los doseles, con cierta velocidad y algunos giros las corrientes de aire se colaban por debajo, o a través de las hendiduras del cuadrante de las ventanas. Sin embargo, jamás para mí dejó de ser un canto, lo sé, los años me lo enseñaron. Ahora veo las cosas con más tranquilidad y de un modo distinto. Un canto, ni más ni menos. Iniciaba una voz masculina y grave, seguida de algunas otras un poco más ligeras o delgadas, para unírseles finalmente un conjunto de voces femeninas. Se trasformaba asimismo todo el concepto musical, de ellas dependía lo alto y lo concentrado, el gusto y el placer al escucharlo.

Debieron pasar más de cuarenta años para comprender lo que a mis nueve era pura ilusión. Hoy por la mañana volví a atenderlo, lo hago ya con cierta regularidad y entendimiento. El genio tiene nombre, se llama Ludwig van Beethoven, fue él quien creó el canto que de niño yo escuchaba. En la vida uno va acomodándose, a veces nos acercamos a las necesidades verdaderas, a veces sólo nos persiguen por la existencia y cuando no, un resbalón basta y el tiempo por encima nos desfila. La curiosidad hace su parte, pero la afinidad es dueña y señora de lo tanto sucedido y de lo tanto encontrado; ya en objetos, ya en personas que van formando nuestra existencia y nosotros de algún modo igualmente la suya. Pero la vida, no lo olvide, es algo más.

Unas llegan con los nombres y otras los nombres se llevan; y como dije, si no hay afinidad pronto las dejamos de lado o ellas de nosotros se despojan olvidándose en ocasiones incluso del adiós. No porque hayan sido malagradecidas o nosotros ingratos; sucede únicamente que este camino llamado vida tiene sus bifurcaciones y, pues, encontrarnos no siempre es fácil, tampoco significa que debíamos permanecer juntos. Perdura lo constituido de una materia distinta cuyo elemento principal es lo auténtico, y aquí regresamos al punto de la afinidad. Aunque ser afín no corresponda de manera absoluta con los sentimientos entregados o recibidos; en la mayoría de los casos las pasiones escapan a todo razonamiento lógico, la razón es mera apariencia, pura especulación, tal como numerosas veces e inexplicables son los motivos.

Ψ 

Día 2

No le pasa a usted que a veces amanece de malas. Hoy es para mí uno de esos días. Pero no se apure, es conmigo mismo el enfado. Le cuento.

Aquél sábado seis de diciembre, mi madre intentaba levantarme. “Debemos ir a la iglesia —decía—, la misa comienza a las ocho”, pero yo sabía que apenas eran las siete. “Tenemos el tiempo justo para llegar”—me repetía en cada momento, aunque la verdad teníamos más que el tiempo justo. Siendo niño se es candidato al engaño, a ciertas falsedades de los adultos. En el fondo mi madre deseaba sólo atrapar el tiempo. Ilusiones que tienen los mayores. Gustaba de arreglarme y el fin de semana podía hacerlo como ella anhelaba. De lunes a viernes era imposible, salía de casa en punto de las seis de la mañana y volvía hasta entrada la noche y nada más para levantar el desorden de los cuartos y preparar algo de comer, lo que fuera.

Nuestra vivienda como todas las demás de la vecindad contaba con dos espacios, uno grande que hacía las veces de recámara y sala, y otro mediano donde establecimos la cocina y el comedor. En el mayor de ellos cabía el ropero, la cama y un sillón largo que nunca supe cómo llegó a la casa, pero donde yo dormí a mis anchas como un gato, según decía mi madre. Teníamos además un buró y una silla, y, aunque nunca consintió tener la silla dentro del cuarto donde dormíamos, aceptó dejarla allí sólo para complacerme, pero a menudo decía: “es puro estorbo, un día de estos la voy a tirar, con la cama es suficiente”. Indicaba también que donde uno duerme no hace falta sentarse. En el otro cuarto estaba la mesa, tres sillas más y la estufa, aquella de petróleo por la que mi madre tanto recordaba la ausencia de mi padre, cada vez que el humo le tiznaba la cara; y siempre o casi siempre terminaba por embadurnarle también el alma.

—Ma, y si alguna vez tenemos una visita, dónde le diremos que se siente —le dije un día —En estas cosas de la vida nunca se sabe para qué puede servir una silla. Con el tiempo ella lo olvidó, pero yo no. Al final, la silla sí que sirvió de algo. Fue allí donde por última vez vi sentado a mi padre, con las piernas chuecas y todo maltrecho llorando arrepentimientos, pidiendo perdón a mi madre por tanta canija lágrima tragada por culpa suya. Si la silla hablara, no sé qué tanto diría. Pera ya ve usted. Aunque el silencio no siempre es bueno, a veces vale la pena no decir nada.

Cuando recién llegamos a la colonia mi madre me contó la historia de la silla. Había pertenecido a su papá y antes, a su abuelo. La silla tuvo una existencia como muchos seres, quienes al ir de un lado para otro jamás encuentran su lugar. Era de madera maciza, muy resistente y estaba calada con imágenes de flores en ambos brazos, la misma imagen destacaba en el respaldo. Era majestuosa como encina, Sócrates “juraba”, que era el árbol de la sabiduría; aunque Séneca, ¿sabe usted?, en ella sólo vio pura tristeza. Lo cierto, Ovidio, compuso para ella estos versos, permítame decirlos por favor:

 

corrían ríos de leche,

ríos de néctar,

y destilaba amarilla miel de la verde encina.

 

Esto lo supe más tarde, y de la silla, le cuento, le sobrevivió a mi madre y no dudo ni tantito que me sobreviva a mí.

Igualmente tuvimos un bote donde mi madre guardaba la ropa sucia y algunos tiliches —como ella llamaba a las cosas que andaban de aquí para allá—. Algunos años después se compró la estufa de gas, la flamante estufa que mi madre iba a pagar cada ocho días a la mueblería El triunfo, a sabiendas que un retraso en el abono —como sucedió algunas veces —provocaba una amonestación acompañada de la eterna amenaza de quitársela si había una próxima vez. Así desusamos a la vieja salamandra de petróleo y con ella, aunque no se evaporaron con facilidad, sí disminuyeron un poco las apariciones de mi padre muy adentro de los ojos de mi madre que, en ocasiones llegaba a saber de él cuando de la nada ya lo tenía enfrente. Lo mejor de todo, para mí, fue dejar de ver su llanto. Aprendió a contenerlo y sólo le aparecía de vez en vez una especie de nubecilla blanca moviéndose de un extremo a otro, como una especie de falsa ilusión, por la que a veces ciertas mujeres mueren. Sin embargo, con el tiempo le crecieron otros males: el rencor y el odio por mi padre no tardaron en pudrirle el alma. Era demasiado el amor sentido por él como para imaginar que pronto lo borraría de la memoria. Lo cargaba, usted no me lo va a creer, pero yo sé bien porqué lo digo, lo cargaba, ya le cuento, como se hecha un muerto a la espalda.

Mamá fue una mujer de palabra. Eso ni dudarlo. La consideraba por encima de cualquier papel firmado cuando de pagar deudas se trataba. No aceptaba escuchar su nombre en boca de todos, y menos brincotear en la punta de la lengua de las vecinas quienes se la pasaban contando chismes, verdad única en la sinrazón del entrometimiento que, por motivos siempre ajenos, ¿sabe usted?, la gente ve en ello la posibilidad de existir. Reconozcámoslo, hay cosas que ni sorteando uno puede evitar. Cómo escapar al chisme, del chisme nadie se salva, con ignorarlo no basta. Nunca falta quién hable de uno, mas en eso de cumplir —aun con los retrasos —mi madre terminó por pagar la estufa. El mueble se quedó con nosotros, pero no ocurrió lo mismo con la Consola. Cacharro al que no le hacía falta nada, ni siquiera untarle un poquito de aceite de almendro para verlo brillar como ningún otro. Poseía un deslumbrón, y un calado de bronce fingido le hacía verse de a tiro elegante. En las patas un casquillo de metal amarillo relumbraba más allá del fulgor de la madera, y de las tiritas aquellas de pintura que parecían de oro macizo, cuántas veces no me enganché viéndolas de sur a norte cruzar la tapa de la nunca olvidada Punto Azul.

El día que la trajeron, los macheteros la acomodaron pegadita a la pared en el cuarto grande, cerca de la ventana. Yo enseguida me senté frente a ella y no hice sino mirarla durante largo rato, revisándola de arriba abajo y de un extremo a otro me engañaba con encenderla un día. Ahora sé que el armatoste aquél tan bello, estaba fabricado a base de viruta comprimida y de formaica que lo hacía verse aún más rutilante por la noche, cuando el foco de 100 watts derramaba luminosa cascada sobre su lomo. La claridad entonces establecía una especie de anegación lucida que se expandía como bocanada de fuego desplazándose a los costados como relámpagos entre nubes. Esto quizás sea una figuración mía, pero siempre he tenido la sensación que entre los claros y los oscuros solo hay presagios que regularmente son ciertos.

La llegada de la consola fue un acontecimiento importante en mi vida. Al fin sustituiríamos al viejo radio de bulbos. Para pena nuestra el gusto nos duró apenas unos meses. De las patas a la tapa, la consola se señoreaba como ningún otro mueble en casa, era distinguida y a nosotros aquel aire diferente nos envolvía. Los meses que la tuvimos todos la disfrutábamos, particularmente yo que nunca me cansé de pasar la palma de la mano sobre ella, lo hacía a pesar del mandato de mi madre pidiéndome en todo momento alejarme de la consola por temor a rayarla. Y así, sin ninguna rasgadura se la llevaron aquella tarde. Cargaron con ella tan brillante como la trajeron. Sin rasponcito alguno la treparon al camión. Limpia como había llegado se fue.

No entendí lo ocurrido. Por qué aquellos hombres la acarreaban, por qué, si yo la veía y la escuchaba en perfectas condiciones, por qué nos despojaban de ella entonces. No me quedé con la duda y me acerqué a mi madre que desde la puerta de la vecindad nada más miraba cómo la acomodaban en el vehículo y no hubo suplica ni llanto capaz de ablandar el corazón de esos hombres, y, cómo iba a ser posible suavizar su corazón si ellos sólo obedecían órdenes. No hubo forma de quitarles aquellas palabras de la boca: “no podemos hacer nada señora, a nosotros sólo nos mandan, ya ve usted como son los patrones, nomás mandan y nosotros, pus, ¡qué podemos hacer!”, dijeron los trabajadores y yo jamás olvidé el abatimiento en el rostro de mi madre. Sus ojos no tenían llanto, pero sí hundimiento, un hundimiento oscureciéndole cada vez más el rostro. De no ser por el ahogo de mamá, nada habría entendido. En el fondo aprendí que el sufrimiento no se evita, es una especie de maldición impuesta para muchos desde la infancia y si uno no se da cuenta llega a durar toda la vida; taladra donde más duele. Justamente, el de mi madre fue un cuerpo atropellado por el sufrimiento y la tristeza. Aunque a veces, como ahora, llego a vivir de nuevo aquel tiempo; ¿sabe usted?, yo tuve fuerza y algo de voluntad para seguir, pero ya ve, de qué manera.

Todas las vecinas se asomaron, unas desde la puerta y otras desde la ventana de su casa nos miraban. Entre ellas como santas inquisidoras se tiraban miraditas. Ya sabe, la burla nunca falta, siempre está de moda, eso nunca cambiará. Asomarse a la vida de los demás se piensa que da cierto estatus, usted, ¿qué cree? El caso es que el valor del chisme —yo creo— radica en la información, lo espectacular de la nota depende de la distorsión, justo ahí radica la valía, ¿no le parece? Mi madre siempre fue estoica en eso de escuchar sandeces; semejaba purítita roca, roca sólida, no le gustaba llorar ante nadie, pero aquel día estando cerquita de ella yo bien que la escuché. El estómago le burbujeaba como jarra de agua hirviendo, le sonaba como caudal de río, pero no hubo desbordamiento. “Ahora sí, las vecinas ya tendrán de qué hablar”, murmuró, y me agarró de la mano y volvimos a la vivienda. No se equivocó, las señoras vecinas hicieron su agosto, tuvieron suficiente para hablar por más de tres semanas. Que, si se la llevaron porque no era nuestra, que nos la quitaron porque no pagábamos. Dijeron de todo, cuanta estupidez se les ocurrió.

Me enteré también que una batalla perdida no es un fracaso, y menos aun cuando a la batalla no se ha ido. Igual juzgué que para ciertas personas perder no significa necesariamente perder, sino morir como le sucedió a mi madre. Ese día el rostro de ella, como nunca, parecía un pedazo ya no de piedra sólida sino un terrón desmoronándose en la mano. El tiempo fue desprendiéndole trocitos, fragmentos como aquellos que uno encuentra en algún paraje apartado. Al tomarme de la mano alcé la vista y vi su cara, y en los ojos, aquel hundimiento, ya le digo, cavándole los adentros.

Me tranquilicé cuando me dijo: “no te apures hijo, luego la traen, ya lo verás, luego la traen”, pero eso nunca sucedió. Nunca más volví a ver aquella consola Punto Azul. Mi madre perdió el dinero del enganche y un par de meses de duro trabajo, y yo por un tiempo contra mi voluntad tuve que echarla fuera de mi vida. No volví a tornar sobre ella la palma de mi mano. Admito que con el mueble se fueron algunas de mis imaginerías. Sin embargo, aquel mal recuerdo fue el impulso que me llevó un martes al mediodía a comprar la vieja consola Stromberg-Carlson hallada en el tianguis de Santa Cruz Meyehualco y que hoy guardo en casa como símbolo de la resistencia, como símbolo de la batalla no perdida. Aunque en realidad haya sido todo lo contrario.

Día 3

¡Aquel tiempo!

Hoy ya no es lo mismo, ¿sabe? Antes, la calle Dibujantes era tan larga como un día, se dilataba al paso y se podía ir en cualquier dirección sin perder el sentido. No era lo mismo andar las otras calles que terminaban su crecimiento en Cardiólogos, o en el mejor de los casos su extensión podía medirse del Canal de Apatlaco a Cardiólogos, pero jamás tan largas como el día, como lo fue para mí la calle Dibujantes, extendida desde el Canal de Apatlaco hasta Río Churubusco, en dirección norte sur; por ella entonces se llegaba al infinito, cuando el infinito poco antes de la función despuntaba justo al descorrerse las cortinas del Cine Fausto Vega, donde aprendí a viajar cerrando los párpados y a veces, hundiéndome en mí, pude mirar las mejores y hasta ahora extendidas fantasías de mi vida, cuando los enmascarados se multiplicaban como ángeles en mi cabeza para enfrentar al mal.

Desde entonces, Polo se empeñó en explicarme de los instantes su origen, sin embargo, yo nunca comprendí el tiempo y mucho menos supe para qué sirve. Pero tengo la fuerza, ¿sabe?, no obstante, mi dura cabeza, de acercarme al menos un poco más al entendimiento.

De niño, los días son largos, ahora, son sólo intermitencias, chispazos donde por momentos alcanzo a distinguir un poco de la vida, cuando por alguna grieta tendiendo la vista miro lo vasto que he andado, imaginando lo tanto que me falta, aunque bien a bien no lo sé, y de verdad lo digo. Pues la vida no pacta. Su palabra, si la tiene, es quizás la ingratitud. O, será únicamente eso que se dice: “uno cuenta cómo le va en la feria”, usted, ¿qué piensa?

Poco después de llegar a la vecindad comenzaron las obras del drenaje, y la pavimentación en la colonia se volvió una ilusión más. Aquello con tantos montones de tierra y excavaciones parecía zona de guerra, escenario de grandes aventuras, donde los niños en aquellas trincheras no parábamos de guerrear, y si bien ninguno era enemigo de otro en aquel tiempo, ya el destino se encargaría de poner a cada en su lugar; aunque hay quien dice que eso del destino es buena o mala suerte. Yo qué voy a saberlo, pero los túneles servían para ocultarnos, sin embargo, nunca nos valieron para escapar como a Edmundo Dantés. Además, yo creo que no es escapando como la vida se reinventa.

Entonces llegó Ella.

La niña de las trenzas largas.

La vecina que asomó a nuestra vida desde la ventana de su casa.

Nos vio durante meses, hasta aquel el día que no aguantó más y salió a sentarse a la banqueta. Tantas veces como fueron precisas la vi acomodarse allí durante horas; atada a aquellos pensamientos de chiquita inquieta, mientras a mí se ponía la carne de gallina y me temblaban las manos nada más de verla.

Sí en esencia no dejamos de ser quienes somos, ¿cómo es que una persona llega a modificar nuestros sueños? Mi vida cambió en aquel momento, no lo comprendí entonces, pero nunca más volví a ser el mismo.

El día del estreno todos salimos a celebrarlo, unos más otros menos, pero cada uno a su manera coreó y gritó porras y hurras por las banquetas recién terminadas. Horas antes a los niños se nos pidió no pasar porque aún estaba fresco el cemento. Yo a ratos me asomaba a la puerta, y miraba la desesperación de Salvador por saltar a la calzada, y Figlio, con quien hice primero amistad, observaba el progreso. Claro que en aquel tiempo nada de eso sabíamos, ni las consecuencias que traería, y mucho menos estábamos al tanto de las ganancias que deja en manos de quienes determinan el cuándo y el por qué, del progreso. En estos menesteres las ganancias mandan.

De pronto, de dos brincos Salvador ya estaba en la calzada, y Figlio que no quiso quedarse atrás hizo lo mismo, de un salto y medio ya estaba en el asfalto, y de inmediato se sentó en cuclillas y rodó la vista sobre el filo de la banqueta en dirección a Cardiólogos, pero no llegó lejos, me lo contó después de ser amigos. Me dijo: “los zapatos de mi mamá ya no se empolvarán. Ya no llegará de trabajar con los tobillos sucios,” y a él ya no se le metería tierra por los agujeros de las suelas, ni tampoco la lluvia le mojaría los pies apenas empezado el temporal. Los dedos dejarían de entumírsele, pero, como dijo él, para qué decirle a su madre, si no tenía para comprarle otro par. “A estos ya les he puesto no sé cuántos cartones, hasta una lámina les puse el otro día, pero no sirvió de nada”, me confeso. Los charcos no entienden de esto, ¿no lo cree? No les importa, se cuelan y no hay manera de evitarlo. Pero eso sí, a él le gustaba cómo se oían los chasquidos. Imaginaba sapos dentro de los zapatos.

Salvador fue el segundo niño en ser mi amigo, y poco después ya nos sentábamos los tres en la banqueta imaginando la vida a partir de lo que alcanzábamos a mirar. Tantas cosas nos preguntamos entonces, hoy ya muchas las he olvidado. ¡Mal logrados recuerdos, a veces llegan a ser un fastidio! Salvador pasaba la mayor parte del tiempo indagando, a mí y a los otros nos tenía aturdidos con tanto curioseo. En aquella época sus dudas superaban a las de cualquier otro niño. Sin embargo, el tiempo lo fue silenciando, lo hizo poco a poco más callado y más prudente, hasta creo que con él se excedió. Pero ni hablar, eso, únicamente él lo sabe.

Concluidas las guarniciones y las banquetas, los niños pudimos jugar ya un poco mejor a la metita o a la carreterita como decían algunos, metita o carreterita era lo mismo, se trataba de una competencia automovilística entre carritos de plástico que rellenábamos por dentro con plastilina, para verlos adherirse más a la pista. Ganaba quien llegaba primero a la meta, por eso a Figlio le gustaba llamarla metita. Hubo tiempo de coleadas también, y de jugar a los encantados y al bote pateado, que nunca pateamos, pero si con la mano lo arrojábamos con mucha fuerza, y todos a escondernos para que nos buscara quien iba a recogerlo.

Pasado un tiempo a muchos de los vecinos les dio por plantar uno o dos árboles al pie de la acera, a las orillas o al frente de la puerta de su casa, donde los trabajadores de obras públicas dejaron huecos sobre las banquetas. Desde allí los vimos elevarse y nosotros crecimos con ellos. En poco tiempo la calle Dibujantes se pintó de verde con algunos salpicados violetas y otros de color guinda que por algún tiempo la vistieron rebosante y la alegría se multiplicó tanto que a veces nos duraba un día entero. También continuaron oponiéndose fieles a su naturaleza, en medio de aquel frío y seco ambiente gris, los girasoles; pero la desmedida como maldición que nadie advierte pronto nos echó a todos de las vecindades donde vivimos. Fue como una epidemia de ceguera prematura, ¿sabe?, como chiflón de aire que arrastra todo a su paso. Un día, de un de repente, así nomás, como la noche sucede al día, al giro de la tierra nos vimos oscurecidos igualmente nosotros. Para algunos hubiera sido mejor no asomarse a aquel lugar de nadie, por donde los adultos nada más andan a trompicones. Pero ¿ya ve usted?, las cosas nunca son lo que parecen, y las que parecen, nunca lo son.

Ya le digo, la calle ya no es la misma, ahora es un enorme estacionamiento, ya no se juega a las coladeritas, ni al bote pateado; y el poste donde por largas horas de la noche nos divertíamos traveseando al burro tamalada, lo mismo se quedó solo, como muchos de los hombres que ayer plantaron árboles, hoy ya abuelos se les mira conspirando contra el tiempo, o en su favor, qué sé yo.

No obstante, a los amarillos copetudos de alto tallo, como llamo a los girasoles, los distinguidos, siguieron por así decirlo, elegantes hasta la corona solar. No los vi morir. Me fui antes. Eran largos y de estructura huesosa que los hacía verse fantasmales abundando en mi cabeza, y no sé, si como apetencias o desquicios, lo cierto, cuando pasaba entre ellos, no les quitaba la vista de encima por temor a ser devorado. Durante mucho tiempo los creí carnívoros, pero no tenía alternativa, o cruzaba por la vereda o me quedaba con los miedos a merced de las alucinaciones malversadoras de sueños. De esto nunca platiqué con mi padre, con tantas prisas, ¡qué le iba interesar!, apenas tenía tiempo para andar corriendo y cuando algunos minutos le quedaban los empleaba para olvidarnos, y vaya usted a saber por qué, pero ¡cuánto sufrió el pobre!, al verse engerido y rengo a manera de pollo como él mismo se dijo al mirarse empujado por el descuido, al quebrársele para el resto de su vida la tibia y el peroné; ¡pobre, qué destino el suyo!, le quitó la prisa nada más para recordarle que los olvidos no siempre son el camino correcto y mucho menos el más seguro cuando se anda con abandonos. Comprenderá, que no podía hacer lo mismo con aquel campo de girasoles por donde crucé tantas veces para llegar a la toma de agua. Desde por allá data mi experiencia en eso de formarse con disciplina, en eso de hacerse de oficios para resistir la vida. Como muchos otros, hice fila para casi todo, y cuando me preguntan qué es para mí la vida; aun cuando no hallo qué responder, jamás doy explicación científica, ni sesuda. Así nomás uno se enreda y no hay necesidad de tropiezo. Respondo tranquilo, y con sencillez digo: es como estar haciendo hilera, donde lo menos importante es saber que tanto falta, da lo mismo, se llega igual; después de todo, aunque se ignore, al final uno se entera que no hay tal importancia. Es como en la columna de las tortillas, llegado el momento, siempre hay quien te despache.

Hoy no hay árbol que cuente la gloria de aquellos días. El número de autos creció y les robaron su espacio. Muchas sombras se fueron igual. Hubo también quienes las siguieron, nunca está de más un cobijo, ¿no lo cree?, esto mismo se lo dije a mi madre cuando la dejé, y en sus ojos vi aquel ardor por donde asomaba su corazón, y ¿sabe?, con el tiempo a mí se me hizo un agujero en el estómago nada más de pensarla.

Y ya le digo, la calle se hizo angosta, empequeñeció. La diversión se fue, los baldíos dejaron de ser escenarios de batallas colosales y las canicas depusieron el rodar. Hoy como animales en extinción ocasionalmente las veo en la vitrina de alguna antigua mercería resistiendo junto a la vieja dueña a entregar su pasado, donde florecieron. Ahora se marchitan las ágatas celestes, los arcoíris y también los tréboles. Para quienes como yo se regocijan todavía mirándolas, les digo que no sé bien, si es el objeto o el pedazo de mi infancia en ellas detenido, lo cierto; en ocasiones como ahora me recuerdan a Gonzalo Rojas, el airado poeta, que dijo: el hombre es su infancia. Luego vine a saber que el camino no era tan largo como parecía, ni tan corto como lo fue para mi madre. Me enteré que depende más de cómo lo imaginemos y de cómo aceptemos lo imaginado. Sin embargo, a mí, sólo me queda el recuerdo, y la calle Dibujantes se hizo añeja, hasta parece encorvada como viejecita atesorando el poco andar que aún le queda, buscando en pequeños pasos evitar se vaya tan de prisa como ahora el tiempo.

En el juego, aunque no lo parezca, la precisión es decisiva, pero no nos apoyábamos en cálculos matemáticos y la física cuántica quedaba entonces muy lejos, contábamos nada más con el tanteo. Para nosotros, ¿sabe?, fue el instrumento de medición empírica mediante el cual, de acuerdo con la experiencia diaria llegamos a obtener medidas y balances, tal vez no exactos, pero al menos nos acercaba a la dimensión requerida. Cuando Leopoldo llegó a ser el hombre de ciencia que es hoy, me lo explicó algunas veces. Me dijo que, sin saberlo, siendo niños utilizábamos el sistema de vectores para llegar a nuestro objetivo, igual hicimos con otros elementos de la física —dijo— no sólo al estimar la fuerza, lo hacíamos del mismo modo con el tiempo, la distancia y el espacio. Tardé en entenderlo, pero con los años acepté que la física cuántica, sino forma parte del drama vivido por cada uno de nosotros, como asegura Fred A. Wolf, está próxima. En aquellos días era de suma importancia considerar las corrientes de aire, y no descuidarnos ante los obstáculos y los desniveles propios del terreno baldío donde jugábamos. Hoy todo aquello ha muerto, y a la calle Dibujantes la aridez se le ha empotrado como llaga en el meritito corazón de su gente. Las parvadas de golondrinas también se fueron. Los veranos ya no son los mismos. Y los autos algún día, dicen, ya no dejarán pasar a nadie, y dicen también que el signo del hombre no es el progreso, sino la decadencia. Pero eso ni usted ni yo lo verá.


Esteban Ascencio (Ciudad de México, diciembre de 1965). Es licenciado en Sociología, por la UNAM. Entre sus libros se encuentran: Sabato en esos instantes, Me lo dijo Elena Poniatowsca, Memorias de un poeta. Dialogo con Gonzalo Rojas, Los cántaros de la noche, Los misterios de la pasión. Cuaderno de espiral azul. Recientemente publicó Variaciones sobre la vida mundana de una MUJER INFINITA.