Una mirada a lo fantástico

NICOLAU SAIÃO

Nicolau Saião (Portugal, 1949). Poeta, artista plástico e ensaísta. Autor de livros como Passagem de nível (1992), Flauta de Pan (1998) e Os olhares perdidos (2000).


Traducción del portugués de Sergio Ernesto Ríos


1    De lo fantástico como territorio vital

 

Es el nuestro un mundo donde las dudas, o peor que eso, determinadas certezas encarnaron en innumerables cuerpos, rostros, representaciones de acontecimientos, vivencias contaminadas por una realidad que excluyó la posibilidad de que la alegría de existir sea independiente de la razón social y, más grave que esto, de acuerdo con la propaganda incesante de los medios de comunicación, tendencialmente o inculcadamente: supernumeraria.

Las civilizaciones, en este preciso momento, como se sabe, sin unos oráculos no tienen posibilidad de escapar, sea por el fingimiento, sea por la simulación propiciada por los fideísmos a un hecho evidente y palpable: son mortales y, comprobadamente, se desvanecen a cada minuto. Es una deconstrucción/modificación acelerada a la que sólo los ritmos individuales, curiosamente, colocan cierta barrera como si fueran islas. Y lo llamado real social, cada vez más incómodo, es mucho más extraño e inquietante que el tradicionalmente siniestro continente de los monstruos inventados por la imaginación de los escritores, de los pintores, de los cineastas que cultivaron el género.

Tzvetan Todorov, en un libro escrito con la proverbial habilidad articulada de los intelectuales franceses de calidad y, más que eso, parisinos, a pesar de su origen trasnacional, concluyó —fue lo que su parte del siglo le permitió— que lo fantástico residía por encima de todo en esa duda sentida por el lector. Pero eso era y debía ser derivado de la escritura del autor, fundamentalmente, lo fantástico reside en esa escritura y en los medios existentes para que se aventure por ese plano. De ahí que hoy, salvo por error, por falta de motivo o, incluso, por falta de capacidad inventiva, los escritores ya no cultiven el género fantástico, a no ser que le añadan, de forma bastante natural aunque perturbadora, un potente elemento de terror. Lo cual, claro, es un signo de los tiempos, de nuestros tiempos devastados, toda vez que lo fantástico tiene que ver con el miedo y sus saltos y no con el terror y sus circunstancias. Los cuentos y las novelas fantásticas —y lo mismo se comprueba en el cine y en la pintura— fueron contaminados y hasta sustituidos por los relatos sobre serial-killers y mass-murders, psicópatas o seres en pleno uso de su crueldad.

Se dio después una inversión en la realidad social, que es el depósito en el cual se basa el campo de manejo de los autores antes de —tras la difusión de la escritura— quedar mezclados, interligados, interpenetrados. Como refirió Louix Vax: «El arte fantástico debe introducir terrores imaginarios en el seno del mundo real». Yo detallaría aquí: introduce, siempre, y es debido a ese hecho, pues lo fantástico es siempre procedente del territorio de la escritura, del arte en general; y es sólo ahí que se ejerce, pese a la simulación/convención de la existencia del fantasma. Ahora, por el contrario, hoy por hoy, lo real es lo que introduce terrores mucho más reales en el mundo de la imaginación. Dado que nos faculta para percibir, al constatar esta evidencia, es bien cierta la frase que nos dice que la verdad, o si quieren la realidad, tal como la luz del día, es fatal para los monstruos imaginados, siendo ad contrari el vientre del cual brotan los monstruos reales de nuestra existencia perversamente socializada.

En el fondo, a causa de la agudización de los conflictos internos-externos, lo fantástico nos aparece ahora como un país recordado donde la imaginación se refugió, ella que es cazada por las esquinas por la crueldad de los dueños de la Tierra que, curiosamente, ya no disimulan los colmillos sino que antes los justifican con, hasta, cierta gallardía…

Siendo encarnaciones simbólicas del Mal, los monstruos fantásticos son hoy bromas algo evasivas en comparación con los monstruos sociales que determinados poderes forjan y yerguen para que su estrategia resulte y acreciente su estatuto de gente sentada en una curul.

Drácula o Frankenstein —a no ser que los veamos como representación de los que ocupan la realidad circundante de primera— forman unas figuras demasiado tristes, pobres diablos en que los convirtieron, al pie de gente tan real como un Ceausescu, un Kim Jong-il, un Stalin, la corte nazi o un dictador sudamericano, o, en los últimos tiempos, un jefe fundamentalista cualquiera de las diversas gamas en la ecuación. O uno de esos protagonistas centroeuropeos o africanos promedio que tajantemente despachan millares a sangre fría sin un gran trabajo de conciencia.

El juego, el juego de imaginar personajes de pesadilla, se volvió un juego mortal. Más grave —dejó de ser juego y ahora es una especie de recuerdo en los mecanismos cotidianos. La cuestión clave no está en la lectura, como Todorov postuló, sino en la escritura. El dueño de lo fantástico es el narrador, tal como en la vida social lo son los que gobiernan la masa de quienes fingen depender por la representatividad democrática. Tal como en una película, escenificada con aplomo, todo es, en última instancia, el cuerpo sensible del realizador, desde los personajes hasta las peripecias, desde el décor al elenco.

Los monstruos de lo fantástico que se transmutó mientras los años pasaban —y constatarlo es casi un lugar común que el cine, por ejemplo, capturó con oportunidad y astucia— andan ahora por las calles bajo el atuendo de comerciantes, de profesores o de modelos fotográficos, de farmacéuticos o de peluqueros, de simples agentes de la ley, médicos y banqueros. (Todas estas profesiones, aquí radica el detalle, tienen que ver con cintas o libros conocidos, como el lector proverbialmente atento recordará).

Y es así que de forma algo recalentada o artera, en un mundo hecho palco inquietante para personajes carnales aterradores, un ersatz de lo fantástico es, imagínese, usado para distraer de la realidad hostil: últimamente la moda (que no es moda, pero sí un golpe financiero-social bien armado y consciente) de los filmes de vampiros para adolescentes, transfigurando los monstruos en pequeñas estrellas que, pues es ése su enfoque, encantan a los pobres ingenuos de manera singular.

Así, por un lado, se exorcizan fantasmas peligrosos de lo cotidiano y se amenizan los focos traumáticos e, incluso, las neurosis que infectan el día a día y que, aquí y allí, amenazan con explotar.

Lo fantástico en el arte es como una señal que asegura que la imaginación libre aún no se ha esclerotizado. Creando zonas oscuras y embrujadas como en el Manuscrito encontrado en Zaragoza, los cuentos «científicos modernos» de Pere Calders, las ecuaciones de Jorge Luis Borges o las metáforas de Juan Rulfo de Cortázar —esto en el universo ficcional hispánico—, las incursiones poético-trágicas, permeadas de una profunda nostalgia de Bruno Schulz y Claude Seignolle o Jean Ray, lo fantástico lanza un reto a la perversidad y al cinismo del mundo de la necesidad y nos hace saber, sin lugar a dudas, que el único sitio donde debería ser lícito que existan miedo y monstruos —la imaginación artística— está siendo inundado por la sangre tan real y triste de los desvirgamientos sociales provocados por la inepcia de un mundo que vive entre los destrozos del derecho romano, aprés la lettre, las seducciones, un tiempo apaciguadoras, otro perturbadoras de la interactividad y las simulaciones de los fideísmos occidentales con, bien adentro del horizonte, los fanatismos de tipo oriental de buena cepa medievalista.

Así, el mundo de lo fantástico apela a nuestra comprensión, tanto de los fenómenos interiores como exteriores, a nuestra capacidad de insurrección ante las injusticias, las cauexias y las corrupciones éticas oficiales o privadas, al humor negro o brillante y a la libertad de optar, que no es negociable. No olvidemos, antes recordemos sin ceder a chantajes: las tentativas contemporáneas, llevadas a cabo por asociaciones profesionales de orientación generalmente «fideísta» o de obediencia, que caprichosamente intentan eximir criminales y asesinos del castigo con el pretexto de que la culpa es de la sociedad, deben encontrar por delante nuestra determinación de demostrar que la culpa es, sí, de sus componentes más la sociedad que los forjó y que aquéllos generalmente controlan para efectos de su interés ilegítimo y opresor.

Y sepamos seguir ese llamado de lo fantástico, sepamos aventurarnos imaginativamente por esas noches negras en que las fieras compuestas, siendo un dato esencial, desaparecen, no obstante, borradas por el canto del gallo y por el aire purificado de las mañanas incorruptas.

 

2 De lo fantástico en la literatura —viaje conciso

 

Un universo que acepte firmemente lo sobrenatural se encuentra cerca de lo maravilloso pero lejos de lo fantástico. Por el contrario, un universo profundamente realista es aquel donde la ambigüedad fantástica se puede manifestar. Un vulgar ciudadano supersticioso, ante una «aparición» diabólica, se siente aterrorizado aunque no sorprendido. La sorpresa puede sentirla un honesto caballero racionalista armado de tremendas certezas frente a un acontecimiento insólito.

Lo fantástico, más que la derrota del cartesianismo, es la volatilización de aquello que lo sustenta: una sociedad que perdió el sentido —y, más que el sentido, el gusto o el apego— de las realidades (véase el mundo de los talk-shows, donde la realidad presentada tiene como objetivo crear un tipo de realidad cubriendo/sustituyendo todo lo real social exterior, complejo y contradictorio).

Lo fantástico no alerta ante el hecho de que en cualquier momento podemos desaparecer de la faz de la Tierra. En efecto, ¿quién conoce el momento de su muerte? ¿Cuáles, adicionalmente, son los mecanismos del tiempo? ¿El tiempo es nuestro aliado, pues vivimos dentro de él, o, al contrario, es una espada siempre suspendida sobre nuestra cabeza? Pasado, presente y futuro se entrelazan en el relato fantástico y, por lo tanto, lo fantástico se convino que exista en la realidad. Pero lo fantástico, fundamentalmente, tiene que ver con el presente, ese instante infinito y evanescente que tan deprisa surge y luego se va, y nosotros con él. Lo fantástico, tal como el presente —que reside perpetuamente entre el pasado y el futuro—, se equilibra entre el mundo real y el sobrenatural, hesitando siempre. Puede decirse, con entera conveniencia, que en el sótano de la casa crece una excrecencia carnosa que en cuanto se intenta tocar inmediatamente desaparece, para volver a reaparecer en cuanto nos apartamos. Lo fantástico contemporáneo es de orden conceptual, como en los cuentos de Pere Calders «La estrella y el deseo» y «Cosas de la providencia», o en el de Borges «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», donde, para citar a Vax, los manejos de lo extraño se entrelazan con los de la inteligencia.

El héroe-víctima moderno verificó, con inquietud, que su saber, su conocimiento y su cultura no le proporcionan las necesarias armas milagrosas para enfrentar la maldición, aunque son, por el contrario, un motivo más para temblar, un territorio más de pavor y desesperanza. (Así como los establecimientos de enseñanza de alta jerarquía, en la práctica de esta contemporaneidad, ya no garantizan un incremento de saber y de medios de vida, antes bien son lugares donde los clientes con terrible frecuencia son destinados al Dios dirá, una vez que en sus expectativas campean la desigualdad, la visión del desempleo y hasta el cínico apadrinamiento partidario).

En suma, lo fantástico corriente contemporáneo es hijo de la desesperación, mientras que lo fantástico tradicional procedía del desconocimiento, de la fisura entre lo que es real y lo que puede no serlo. Domina en la sociedad la idea difusa, muchas veces inquieta y confusa, de que la duda entre real e inusitado posible (sello canónico de lo fantástico) sólo existe en el plano en que los próceres a cargo nos mienten, sin proporcionarnos las verdaderas razones que guían el mundo y permiten, en el plano de la escritura, ver claro y hacer claro.

Es esto lo que explica que en los últimos años se hayan multiplicado como hongos las telenovelas, novelas y hasta ensayos que propician relatos que, de forma impetuosa, abordan las multiplicaciones fraudulentas a las que se habrían entregado gremios como el Vaticano y grupos iniciáticos, autores célebres, estados y asociaciones, antiguos monarcas y capitalistas, etcétera.

Existe, pues, un fantástico en acción, las relaciones sociales están cubiertas por una pátina que provoca en el ciudadano común la sensación de no saber en qué andan, como suele decirse.

Observemos que, como una vez más Vax suscribe, lo fantástico también es la presencia del hombre en la fiera o de la fiera en el hombre. La ferocidad del tigre es natural y no nos asusta. Pero imagínense un tigre con cabeza de hombre o un hombre con cabeza de tigre. ¿Cómo es que pueden existir cosas así? Es de esa pregunta horrorizada que brota lo fantástico. Pero en este momento, debido a los avances de la tecnología y de la ciencia de punta, se antoja la posibilidad de que, de hecho, eso pueda existir. Más aún: existe la posibilidad de que personas con nuestra apariencia sean nonatos modificados que contengan en su interior, monstruosamente desarrollados, todos los instintos de depravación y de perversidad que sus presuntos usuarios programaron. (Sin mencionar la utilización manipulada y cínica de los medios). Y es de este alejamiento del ciudadano y el supuesto Estado que nace la angustia y la desesperación que lo fantástico moderno apunta mediante la escritura en que la duda pasó al campo que se interroga sobre la legalidad y el abuso en que parecen tenernos sumidos.

Y no se resuelve este impasse metafísico metiendo la cabeza o la pluma —o el aparatejo interactivo— en la arena…

La poesía es la transfiguración de la realidad. Lo fantástico es el trastorno de la realidad. Y de esa catarsis posibilitada por la escritura nace una poesía específica, o diría: un halo de poesía que roza los campos de la nostalgia y de la tragedia, y que, a partir de ese arte, permite que se supere la amargura que emerge de la fugacidad inherente a la vida, al tempus fugit fundacional.

La poesía, bien entendidas las cosas, violenta las leyes de la escritura para llevarnos mediante la deconstrucción que precede a la belleza y al saber. En lo fantástico es la violación de las leyes de la lógica comúnmente aceptada que nos transporta titubeando, repletos de confusión, por los recovecos de esta tierra inquieta. La poesía nos proyecta en un universo encantado, lo fantástico nos sumerge en un mundo donde todas nuestras certezas se fracturaron. De lo fantástico se desprende un hálito poético de rasgos aterradores y lúgubres, fascinantes y embrutecedores —y sólo consigue eso si los textos que lo persiguen no procuran dar a luz la poesía, y sí el conflicto entre lo real normal y lo sobrenatural mefítico que yace dentro de la más asombrosa realidad, súbitamente puesta en cuestión y aparentemente transformada en algo que no se sabe bien lo que sea, pero que no nos gratifica.

Dejemos durante algunos segundos a nuestra mirada vagar por pequeños ejemplos, para iluminarnos en tono recreativo una cierta función de lectores reconocidos: piénsese, como en la novela de Prosper Merimée La Venus de Ille, en una estatua modelada en un parque ajardinado. Las estatuas, tal como los maniquíes y los muñecos, son siempre vagamente aterradoras, pues se parecen en demasía a las figuras de carne y hueso. En la figura petrificada de la estatua hay siempre una sugestión de vida posible, de animación, a pesar de que nuestra razón y nuestra experiencia nos garantizan que tal cosa no puede comprobarse.

En la novela referida existe la sospecha de que una estatua salió de su estado pétreo para estrangular a un novio demasiado atrevido que, para hacer una broma, contrajo un matrimonio burlesco con ella. Hay indicios que pueden tomarse por positivos, pero el caso puede ser el resultado de la superstición del entorno o trasladado a cuenta de imaginación excesiva, bien aprovechada por un asesino hábil y emprendedor.

De lo que no hay duda es de que Alphonse de Peyrehorade murió con el pecho marcado por arañazos amoratados y el cuello roto. ¿Obra de la estatua injuriada o artimaña vivaz del rival español a quien humillara en el transcurso de un juego de frontón?

En un relato policial, este plot sería apenas un motivo parcial de puesta en escena y estaría allí apenas para cargar el enredo de un perfume de misterio, pues en poco tiempo se invertiría en otra dirección, derrumbando las premisas de cuño metafísico, dado que en aquel género todo se desenrolla verdaderamente en el piso sólido de lo cotidiano real. En la novela fantástica, al contrario, la secuencia de acontecimientos, terroríficos o angustiantes, no termina en un apaciguamiento del descubrimiento, ni siquiera lo tiene como blanco. En general, el final de un relato fantástico, o deja permanecer los motivos de angustia en un articulado ingenioso, o abre nuevas interrogaciones tenebrosas. La explicación, si así se le puede llamar, levanta nuevas perplejidades de mal cariz.

Digamos que esta característica, este rasgo de inacabado, mueca de humor negro tiernamente brutal, tipifica lo fantástico como un género abierto y, por eso mismo, mayor y elaborado por autores de calidad superior.

De ahí que el relato fantástico retroceda o desaparezca en los periodos de conmoción, o exista débilmente en los países donde, por causa de la miseria social o del fanatismo fideísta, laico o no laico, la existencia civil esté sujeta a las penas de descalificación ética, moral o de tono bajamente social, como sucede entre nosotros, que nunca et pour cause tuvimos literatura y arte fantásticos — con ligeras excepciones de eventuales inadaptados — que no fueran anticipadamente débiles o epigonales e imitativos.

RELANCE SOBRE O FANTÁSTICO

1. Do Fantástico como território vital

É o nosso um mundo onde as dúvidas mas, pior que isso, determinadas certezas encarnaram em inúmeros corpos, rostos, encenações de acontecimentos, vivências contaminadas por uma realidade que excluiu a possibilidade da alegria de existir ser não-dependente da razão social e, mais grave que isso, de acordo com a propaganda incessante dos mass-medias, tendencialmente ou inculcadamente supranumerária.

As civilizações, neste preciso momento, como se sabe sem ser pelos oráculos já não têm possibilidade de escapar quer pelo fingimento quer pela simulação propiciada pelos fideísmos a um facto evidente e palpável: são mortais e, comprovadamente, desfazem-se a cada minuto. É uma desconstrução/modificação acelerada a que só os ritmos individuais, curiosamente, colocam uma certa barreira como se fossem ilhas. E o chamadoreal social, cada vez mais constrangedor, é muito mais estranho e inquietante que o tradicionalmente sinistro continente dos monstros inventados pela imaginação dos escritores, dos pintores, dos cineastas que cultivaram o género.

Tzevetan Todorov, num livro escrito com o proverbial hábil articulado dos intelectuais franceses de qualidade e, mais que isso, parisienses a despeito da sua origem transnacional, concluiu – foi o que o tempo do século lhe permitiu – que o fantástico residia acima de tudo nessa hesitação sentida pelo leitor. Mas isso era e tinha de ser decorrente da escrita do autor, fundamentalmente o fantástico reside nessa escrita e nos meios existentes para que ela excursione por esse plano. Daí que hoje, a não ser por equívoco, por falta de motivo ou, mesmo, por falta de capacidade inventiva, os escritores já não cultivem o género fantástico, a não ser que lhe acrescentem, de forma bastante natural mas perturbante, um fortíssimo elemento de terror. O que, claro, é um sinal dos tempos, dos nossos tempos devastados, uma vez que o fantástico tem a ver com o medo e seus volteios  e não com o terror e suas circunstancias. Os contos e as novelas fantásticas – e o mesmo se verifica no cinema e na pintura – foram contaminadas e mesmo substituídas pelos relatos sobre serial-killers mass murders psicopatas ou no pleno uso da sua crueldade.

Deu-se pois uma inversão na realidade societária, que é o reservatório no qual se baseia o campo de manejo dos autores antes de, após a difusão da escrita, estas ficarem mescladas, interligadas, interpenetradas. Como referiu apropriadamente Louix Vax, “A arte fantástica deve introduzir terrores imaginários no seio do mundo real”. (Eu colocaria aqui um pormenor: introduz sempre e é devido a esse facto, pois o fantástico é sempre proveniente do território da escrita, da arte em geral e é só aí que se exerce pese à simulação/convenção da existência do fantasma). Ora, pelo contrário, hoje por hoje é o real que introduz terrores bem reais no mundo do imaginário. Dado que nos faculta perceber, ao constatar esta evidencia, que é bem certa a frase que nos diz que a verdade, ou se quiserem a realidade, tal como a luz do dia é fatal aos monstros imaginados, sendo ad contrari o ventre do qual brotam os monstros reais da nossa existência perversamente socializada.

No fundo, por mor da agudização dos conflitos internos-externos, o fantástico aparece-nos agora como um país recordado onde a imaginação se refugiou, ela que é caçada pelas esquinas p’la protérvia dos donos da Terra que, curiosamente, já nem dissimulam os caninos mas antes os justificam com, até, certa galhardia…

Sendo encarnações simbólicas do Mal, os monstros fantásticos são hoje brincadeiras algo evasivas em comparação com os monstros sociais que determinados poderes forjam e erguem para que a sua estratégia resulte e acrescente o seu estatuto de gente sentada numa cadeira curul.

Drácula ou Frankenstein – a não ser que os vejamos como representação dos que ocupam a realidade circundante de topo – fazem bem triste figura, pobres diabos em que os tornaram, ao pé de gente bem real como um Ceausescu, um Kim il Jong, um Stalin, a corte nazi ou um ditador sul-americano ou, nos últimos tempos, um qualquer chefe fundamentalista das diversas gamas em equação. Ou um desses protagonistas centro-europeus ou médio-africanos que liminarmente despacham milhares a sangue-frio sem grande esforço de consciência.

O jogo, o jogo de imaginar personagens de pesadelo, tornou-se um jogo mortal. Mais grave – deixou de ser jogo e é agora uma espécie de lembrança nos mecanismos do quotidiano. A questão fulcral não está na leitura, como Todorov postulou, mas na escrita. O dono do fantástico é o narrador, tal como na vida social o são os que governam a massa de quem fingem depender pela representatividade democrática. Tal como num filme, encenado com aprumo, tudo é em última análise o corpo sensível do realizador, desde as personagens às peripécias, desde o décor ao elenco.

Os monstros do fantástico que se transmutou enquanto os anos passavam – e constatá-lo é quase um lugar-comum que o cinema por exemplo capturou com oportunidade e argúcia – andam agora pelas ruas sob a fatiota de comerciantes, de professores ou de modelos fotográficos, de farmacêuticos ou de cabeleireiros, de simples agentes da autoridade, médicos e bancários. (Todas estas profissões, aqui fica o detalhe, têm a ver com fitas ou livros conhecidos, como o leitor proverbialmente atento recordará).

E é assim que de forma um pouco requentada ou arteira, num mundo feito palco inquietante para personagens carnais assustadoras, um ersatz do fantástico é, imagine-se, utilizado para distrair da realidade hostil: ultimamente, a moda (que não é moda, mas golpe financeiro-societário bem artilhado e consciente) dos filmes de vampiros para adolescentes, transfigurando os monstros em pequenas vedetas que, pois é esse o seu enfoque, encantam os pobres ingénuos de maneira singular.

Assim, por um lado, se exorcizam fantasmas perigosos do quotidiano e se amenizam os focos traumáticos e, mesmo, as neuroses que inçam o dia a dia e que aqui e ali ameaçam explodir.

O fantástico na Arte é como que um sinal que assegura que a imaginação livre ainda não se esclerosou. Criando lugares negros e assombrados como em o “Manuscrito encontrado em Saragoça”, os contos “científicos modernos” de Pere Calders, as equações de Jorge Luís Borges ou as metáforas de Juan Rulfo ou Cortazar – isto no universo ficcional hispânico – as incursões poético-trágicas, permeadas de uma profunda nostalgia, de Bruno Schulz e Claude Seignolle ou, num outro plano de inquietação e rigor, de Maurice Sandoz, Jean Lorrain ou Jean Ray, o fantástico lança um repto à perversidade e ao cinismo do mundo da necessidade e faz-nos saber sem lugar para dúvidas que o único sítio onde devia ser lícito existir medo e monstros – o imaginário artístico – está sendo submergido pelo sangue bem real e triste dos desvigamentos sociais provocados pela inépcia dum mundo que vive entre os destroços do direito romano aprés la lettre, as seduções ora apaziguadoras ora perturbadoras da interactividade e as simulações dos fideísmos ocidentais com, bem dentro do horizonte, os fanatismos de tipo oriental de boa cepa medievalista.

Assim, o mundo do fantástico apela para a nossa compreensão, tanto dos fenómenos interiores como exteriores, para a nossa capacidade de insurreição ante as injustiças, as caquexias e as corrupções éticas oficiais ou privadas, para o humor negro ou colorido e para a liberdade de optar, que não é negociável. Não esqueçamos, antes o lembremos sem ceder a chantagens: as tentativas contemporâneas, levadas a efeito por associações profissionais de orientação geralmente “fideísta” ou de obediencia, que capciosamente tentam eximir criminosos e assassinos à punição com o pretexto de que a culpa é da sociedade, devem encontrar pela frente a nossa determinação demostrarmos que a culpa é, sim, dos seus constituintes mais da sociedade que os forjou e que aqueles geralmente controlam para efeitos do seu interesse ilegítimo e opressor.

E saibamos seguir esse apelo do fantástico, saibamos excursionar imaginativamente por essas noites negras onde as feras compósitas, sendo um dado essencial, desaparecem no entanto varridas pelo cantar do galo e pelo ar purificado das manhãs incorruptas.

 

2. Do Fantástico na Literatura – viagem concisa

Um universo que aceite firmemente o sobrenatural encontra-se perto do maravilhoso mas longe do fantástico. Pelo contrário, um universo profundamente realista é aquele onde a ambiguidade fantástica se pode manifestar. Um vulgar cidadão supersticioso, ante uma “aparição” diabólica, sente-se aterrorizado mas não surpreso. A surpresa pode senti-la um honesto cavalheiro racionalista armado de tremendas certezas, frente a um acontecimento insólito.

O fantástico, mais que a derrota do cartesianismo é a volatilização daquilo que o sustenta: uma sociedade que perdeu o senso – e mais que o senso o gosto ou o apego – das realidades (veja-se o mundo dos talk-shows, onde a realidade apresentada visa criar um tipo de realidade cobrindo/substituindo todo o real social exterior, complexo e contraditório).

O fantástico alerta-nos para o facto de que a qualquer momento podemos desaparecer da face da terra. Com efeito, quem conhece o momento da sua morte? Quais, adicionalmente, os mecanismos do Tempo? O tempo é nosso aliado pois vivemos dentro dele ou, pelo contrário, é uma espada sempre suspensa sobre o nosso pescoço? Passado, presente e futuro entrelaçam-se no relato fantástico e, pois, no fantástico que se convencionou existir na realidade. Mas o fantástico fundamentalmente tem a ver com o presente, esse instante infinito e evanescente que tão depressa surge logo se vai e nós com ele. O fantástico tal como o presente – que reside perpetuamente entre o passado e o futuro – equilibra-se entre o mundo real e o sobrenaturalhesitando sempre. Pode dizer-se, com inteira adequação, que no sótão da Casa cresce uma excrescência carnosa que assim que tenta tocar-se imediatamente se desfaz, para voltar a reaparecer assim que nos afastamos. O fantástico contemporâneo é de ordem conceptual, como nos contos de Père Calders “A   estrela e o desejo”, “Coisas da providência”, ou no de Borges “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”, onde para citarmos Vax os manejos do estranho se entrelaçam com os da inteligência.

O herói-vítima moderno verificou com inquietação que o seu saber, o seu conhecimento e a sua cultura já não lhe fornecem as necessárias armas miraculosas para enfrentar a maldição mas que são, pelo contrário, um motivo mais para tremer, um território mais de pavor e desesperança. (Assim como os estabelecimentos de ensino de alto coturno, na prática desta contemporaneidade, já não garantem um acréscimo de saber e de meios de vida, antes são lugares onde os utentes com terrível frequência são votados ao deus-dará uma vez que nas suas expectativas campeiam a desigualdade, a visão do desemprego e, até, o cínico apadrinhamento partidário).

Em suma, o fantástico corrente contemporâneo é filho do desespero, ao passo que o fantástico tradicional provinha do desconhecimento, da fissuraentre o que é real e o que pode não o ser. Perpassa na sociedade a ideia difusa, muitas vezes inquieta e confusa, de que a dúvida entre real e inusitado possível (selo canónico do fantástico) só existe no plano em que os próceres do mando nos mentem, não nos fornecendo as verdadeiras razões que guiam o mundo e permitem, no plano da escrita, ver claro e fazer claro.

É isto que explica que nos últimos anos se tenham multiplicado como cogumelos as novelas, romances e até ensaios propiciando relatos que de forma impetuosa abordam as congeminações fraudulentas a que se teriam entregue agremiações como o Vaticano e grupos iniciáticos, autores célebres, estados e associações, antigos monarcas e argentários, etc.

Há pois um fantástico em acção, o relacionamento societário está coberto por uma pátina que provoca no vulgar cidadão a sensação de não saber às quantas anda como sói dizer-se.

Atentemos em que, como mais uma vez Vax assinalou, o fantástico é também a presença do homem na fera ou da fera no homem. A ferocidade do tigre é natural e não nos apavora. Mas pense-se num tigre com cabeça de homem ou num homem com cabeça de tigre. Como é que pode haver coisas assim? É dessa dúvida horrorizada que o fantástico brota. Mas neste momento, devido aos avanços da tecnologia e da ciência de ponta, antolha-se a possibilidade de isso poder de facto existir. Mais: há a possibilidade de pessoas com a nossa aparência serem nasciturnos modificados tendo dentro deles, monstruosamente desenvolvidos, todos os instintos de depravação e de perversidade que os seus presuntivos utilizadores programaram. (Não falando na utilização manipulatória e cínica dos mídias). E é desta ultrapassagem do cidadão pelo Estado suposto que nasce a angústia e o desespero que o  fantástico moderno aponta mediante a escrita em que a dúvida passou para o campo que se interroga sobre a legalidade e o abuso em que parece terem-nos mergulhado.

E não se resolve este impasse metafísico metendo a cabeça ou a caneta – ou o aparelho interactivo – na areia…

A poesia é a transfiguração da realidade. O fantástico é o transtorno da realidade. E dessa catarse possibilitada pela escrita nasce uma poesia específica, diria antes: um halo de poesia que roça os campos da nostalgia e da tragédia e que, dess’arte, permite que se ultrapasse a amargura que emerge da fugacidade inerente à vida, ao tempus fugit fundacional.

A poesia, bem vistas as coisas, violenta as leis da escrita para nos levar mediante a desconstrução a que procede à beleza e ao saber. No fantástico é a violação das leis da lógica comummente aceites que nos transporta titubeando, repletos de confusão, pelos recantos dessa terra inquieta. A poesia projecta-nos num universo encantado, o fantástico mergulha-nos num mundo onde todas as nossas certezas se estilhaçaram. Do fantástico solta-se um hálito poético de feição assustadora e lúgubre, fascinante e entontecedora – e só consegue isso se os textos que o perseguem não procurarem dar à vidaa poesia e sim o conflito entre o real normal e o sobrenatural mefítico que jaz dentro da mais estarrecedora realidade, subitamente posta em causa e aparentemente transformada em algo que não se sabe bem o que seja mas que não nos gratifica.

Deixemos durante alguns segundos o nosso olhar vaguear por pequenos exemplos, para iluminarmos em tom de recreio uma certa função de leitores encartados: pense-se, como na novela de Prosper Merimée “A Vénus de Ile”, numa estátua plasmada num parque ajardinado. As estátuas, tal como os manequins e os bonecos, são sempre vagamente assustadoras pois parecem-se em demasia com as figuras de carne e osso. Na figura petrificada da estátua há sempre uma sugestão de vida possível, de animação, ainda que a nossa razão e a nossa experiencia nos garantam que tal não pode verificar-se.

Na novela referida há a suspeita de que uma estátua saiu do seu estado petrífero para estrangular um noivo demasiado atrevido que com ela, para fazer espírito, contraíra um matrimónio burlesco. Há indícios que podem tomar-se por positivos, mas o caso pode ser o resultado da superstição ambiente ou levado à conta de imaginação excessiva, bem aproveitada por um assassino hábil e empreendedor.

O que não há dúvida é que Alphonse de Peirehorade morreu mesmo com o peito marcado por vergões arroxeados e o pescoço torcido. Obra da estátua escarnecida ou artimanha vivaz do rival espanhol a quem ele humilhara no decurso dum jogo da pela?

Num relato policial este plot seria apenas um motivo parcial de encenação e estaria ali apenas para carregar o enredo de um perfume de mistério, pois a breve trecho se inflectiria noutra direcção fazendo desabar as premissas de cunho metafísico, dado que naquele género tudo se desenrola verdadeiramente no chão sólido do quotidiano real. Na novela fantástica, pelo contrário, a sequência de acontecimentos horríficos ou angustiantes não terminam num apaziguamento da descoberta nem sequer a têm como alvo. Em geral, o final de um relato fantástico ou faz permanecer os motivos de angústia, num articulado engenhoso ou abre novas interrogações tenebrosas. A explicação, se assim se lhe pode chamar, levanta novas perplexidades de mau cariz.

Digamos que esta característica, esta feição de inacabamento, esgar de humor negro amoravelmente acintoso, tipifica o fantástico como um género aberto e, por isso mesmo, maior e laborado por autores de qualidade superior.

Daí que o relato fantástico recue ou desapareça nos períodos de conturbação ou exista debilmente nos países onde, por mor ou da miséria social ou do fanatismo fideísta, laico ou não-laico, a existência civil esteja sujeita às penas da desqualificação ética, moral ou de timbre baixamente social, como sucede entre nós, que nunca et pour cause tivemos literatura e arte fantástica – com ligeiras excepções de desenquadrados eventuais – que não fosse vestibularmente débil ou epigonal e imitativa.

In: Revista LUVINA, Universidade de Guadalajara, 2018