Sin pronunciar tu nombre

 

CARLOS GARCÍA MERA


Carlos García Mera nació en Guadalajara, de madre extremeña y padre caracense, en 1992. Pasó su infancia a caballo entre su ciudad natal y Extremadura. Estas dos tierras marcaron su futuro rumbo literario y artístico. Compagina la música y la literatura a partes iguales decantándose por la poesía y la guitarra clásica, en la que se especializa en guitarra de diez cuerdas, que inventara en 1964 Narciso Yepes. Actualmente recibe clases de importantes guitarristas como Celso García, Carlos Camarasa y Alfredo Vicent o Ismael Barambio, éste último recientemente fallecido, ambos discípulos directos de Narciso Yepes. Además fnaliza sus estudios en el grado de Historia y Ciencias de la Música de la Universidad Autónoma de Madrid.


Sin pronunciar tu nombre. Antología poética 1976-2015

Santiago Castelo (1948-2015) nació en plena posguerra en un pueblo extremeño al límite de la frontera con Córdoba. Emigró, como casi todos a finales de los cincuenta, a probar suerte en la capital. Pasó su juventud en un Madrid por el que aún pastaban las ovejas a ras de los edificios de nueva planta, barrios humildes y un frío que nunca abandona en la diáspora. Para poder pagar sus estudios en la Facultad de Periodismo —de la que salió con el premio al mejor expediente— consiguió un trabajo de contable en una farmacéutica. Pronto empezaría a trabajar en el ABC, diario del que años más tarde fue subdirector.

Su compromiso con Extremadura sería firme y duradero. Estuvo al frente de su Real Academia (RAEX) casi veinte años y, entre muchos de sus galardones, cabe mencionar el Premio Fastenrath de la Real Academia de la Lengua Española, por su libro Memorial de ausencias (1978); el Premio Julio Camba (1993); la Medalla de Extremadura (2006); el Premio Luca de Tena a la trayectoria (2007); o el XXV Premio de Poesía Jaime Gil de Biedma por su último libro La sentencia, publicado posteriormente en la colección Visor de Poesía (2015). Pero lejos de logros curriculares, fácilmente contrastables, Santiago Castelo fue un hombre dotado por la vida, o por qué sé yo qué misterio, de una extraordinaria sensibilidad hacia lo humano, sin perder esa pátina de religiosidad fervorosa y verdadera. Un hombre del que brotaba la amistad sin celo. Una avis rara en la vorágine de luchas e intereses egoístas en los que este mundo parece estar inmerso. Sus manos fueron una constelación de bendiciones duraderas, paternas y leales, acumuladoras de una generosidad incalculable. Copiosas de un amor por los demás y por la literatura —a quienes daba tanto de sí—, se podría decir que vivía para conferir al mundo de esa falta de bondad y cariño desprendido. En su mirada, clara y precisa, aún guardaba el recuerdo de su infancia en Granja de Torrehermosa. Una niñez colmada de trigo y azaleas, de luz que brotaba de tapias y jardines. Aquella realidad labriega, aquel trasunto mágico en el campo extremeño, lo acompañaría hasta el último de sus días.

A Castelo le encantaba pertenecer a otro tiempo donde se estilaban las galanterías y los ademanes nobiliarios. Le rodeaba siempre un aura de misterio, esbozada con una sonrisa socarrona, pero sin malicia, seguro de gustar —porque gustaba, y lo sabía— donde se escondía toda la verdad del mundo. Sin duda su voz, como de tormenta estival, refrescante y tronadora, dictaba sentencias inequívocas o susurraba los consejos certeros en los momentos más precisos. O, de pronto, te acogía en su declamatoria, rebosante de anécdotas, que adornaba con paréntesis o silencios exactos para mantener la atención del público. Los que lo conocimos sabemos que, tras esa pose de lord inglés, tras ese ademán protocolario, siempre acompañado de un príncipe de Gales con iniciales bordadas en la camisa, fiel a la corbata, gafas de carey, sombrero y sotabarba de noble dieciochesco, se escondía una persona tremendamente humilde y pudorosa. Una persona de la que se podría decir que verdaderamente fue pura bondad. Definir a Santiago Castelo, no obstante, es imposible. No cabe en él definición alguna.

En su libro Cuerpo cierto (2001), Juan Manuel de Prada prologaba: «El día que Santiago Castelo se nos muera, habrá que encargar a un forense que lo abra en canal, de la gorja al planetario ombligo, para que halle la víscera donde anida su talante superior; entonces descubriremos que […] padecía hipertrofia en el corazón, y que sus aurículas y ventrículos se habían estado hinchando en vida, hasta convertirse en salones subterráneos, para no estrangular el acceso a ese tumulto de grandezas espirituales que navegaban por su corriente sanguínea». Simón Viola escribió, en el amplio y detallado estudio preliminar que hace en la antología La huella del aire (2004), a su vez, que era «reacio a las polémicas estéticas, razón o síntoma de su rechazo a la militancia en grupos o corrientes, con una acusada simpatía por los escritores postergados» y añade, en palabras de José Moreno Villa a Enrique Díez-Canedo: «fue jovial, animoso y poeta, jugó limpio, vivió en impecable lealtad y ponderación, no dejó un solo enemigo».

Santiago Castelo inició su andadura poética, como apuntamos al inicio de este prólogo, en el momento en que el exilio de Extremadura a Madrid se abrió como una fuente de inspiración. El desarraigo de la tierra natal marcaría en su adolescencia un carácter nostálgico. Es en esta explosión de poesía reivindicativa, de compromiso casi político con la literatura extremeña, en la que publica Tierra en la carne, escrito entre 1970 y 1975, y, más tarde, Cruz de guía (1984). Con Antología extremeña (1995) se recogerían todos los poemas escritos al albur de su cuna. Su poesía está preñada de imágenes, vivencias y viajes. Y echando la vista hacia atrás uno descubre que parecía haber estado siempre escribiendo un diario lírico enmarcado entre la exaltación vitalista y una serena melancolía. Así surgen títulos como Monólogo de Lisboa (1980), Cuaderno del verano (1985), Siurell (1988), Diario de a bordo (1994) y Hojas cubanas (1998). Castelo nos habla en la lengua estival, pues toda su vida fue «un verano/ excitante y maduro que solea/ como un beso frutal sobre tu mano».

La selección que reunimos en Sin pronunciar tu nombre es una voz que recorre toda una poética, un silencio que continúa diciendo más de lo que calla: el secreto amor («qué alegría estar contigo/ y que no lo sepa nadie») o las noches de verano («Mirar las estrellas/ en la noche silente:/ ahí se cifra todo»); la soledad sonora del exilio («Ya tienes otra vez la sierra enfrente,/ ya la nieve por siempre está en tu mano»), los memoriales de ausencias («Cuando se vaya el último que sepa que ya apaga/ la luz de la memoria») o la serenidad en la despedida («Tú deseas/ volver a un cielo azul con nubes frescas/ y un viento nuevo que arrase las cenizas»)…

Hoy, la poesía de Santiago Castelo sigue vigente, llena siempre de una belleza que reafirma la vida y la nostalgia. Una poesía que recuerda a las espigas agostadas en la era cuando describen, en las últimas horas de luz a la sombra de las encinas, una forma antigua de morirse la tarde.

SANTIAGO CASTELO “Sin Pronunciar Tu Nombre” Antología Poética (1976-2015) Selección Y Prólogo Carlos García Mera. Pontevedra, Editora Urutau, 2020