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Fabio Amaya, confianza en el cauce
Sean Funes
Página ilustrada con
obras del artista Fabio Amaya
(Colombia) |
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La armonía invisible es mayor que
la visible
Heráclito, fragmento 54
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La obra
pictórica de Amaya se abre a un nuevo
capítulo. Quien pensaba intuir su destino en
la policromía neofigurativa se equivocaba.
Quien reconocía un equilibrio constante
entre paleta y signo no lograba vislumbrar
más que una parte. Y quien veía un perpetuo
aventurarse en la expresión corpórea de la
condición humana, todavía no había visto
suficiente. Amaya, ciertamente, ha propuesto
estos temas, profundizándolos en muchos
aspectos, pero sólo hasta una etapa. No
queriendo bajar dos veces al mismo río, su
trayectoria se ha vuelto a transformar,
creciendo en volumen con el abundante y
majestuoso fragor de una cascada.
Con la seguridad de cuarenta años de oficio,
la conciencia de un signo maduro y la fuerza
de una visión explosiva, Amaya realiza en
sólo dos años una serie de obras que marcan
un gran paso adelante en su propuesta
estética y una consolidación de la
experiencia compositiva del pasado.
Al cumplirse el milenio, su trayectoria
pictórica parecía haber llegado a un punto
de equilibrio, en el que una neofiguración
compuesta, integrada por muchos elementos de
la experiencia abstracta expresionista, se
impulsaba libremente, con absoluto dominio
técnico y formal, hacia la exploración de
muchos temas. Pero este punto de llegada se
ha convertido en poco tiempo en una nueva
salida, un nuevo pretexto para confrontarse
con formas expresivas inéditas. En la
producción de su último período se pueden
destacar, en particular, tres acciones y un
resultado: el acto de pisar el umbral, de
arrancar el telón y de desaparecer entre los
bastidores para renacer en el reflejo. La
atenta y sabia composición de estos nuevos
ingredientes en el empaste compositivo está
destinada a revolucionar una vez más las
imágenes reales y figuradas de una
espacialidad renacida, recreada y renovada,
cuyo sentido estético se revela finalmente
con una presencia indestructible y
definitiva. |
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Pisar el
umbral
Los
individuos prisioneros de la selva
de manchas animadas que caracterizan
la pintura de Amaya al cumplirse el
milenio están destinados a moverse
en un sistema cerrado. La animación
de la policromía enmascara, en
efecto, un espacio ciego e
ineludible. Para definir una
apertura hay que localizar un límite
o un ambiente que separe un interior
de un exterior, un alto de un bajo,
un saliente de un entrante. En otras
palabras, hay que identificar un
umbral. |
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El umbral es
el lugar que separa y diferencia
percepciones espaciales opuestas y
complementarias: a menudo éste se resalta
con un marco. La presencia de un umbral
denota siempre un cambio cualitativo de la
imagen: un umbral material, como una puerta,
una ventana o un recuadro, define en una
obra un ambiente diferente y, en el caso de
Amaya, opuesto al que lo rodea. ¿Cómo llega
el artista a definir esta trayectoria?
A juzgar por la evolución de la paleta y de
la composición, es evidente que el espacio
puede ser animado hasta cierto punto.
En el Tríptico
de la tempestad, que marca en el 2000 la
gran vibración de la mancha, buena parte del
ambiente se determina a partir del
movimiento y de las variaciones
dimensionales de los campos cromáticos. El
artista explora esta fórmula en todas las
direcciones, formato y paleta, hasta
ejemplos extremos como Aplastado por la
tempestad o Interior, ambos de 2005, en los
que auténticas laceraciones de color
determinan la profundidad o el ambiente en
que las figuras parecen obligadas a habitar.
El problema de
los límites de movimiento de las figuras
surge en el uso del formato de la grandiosa
trilogía roja, ejecutada entre 2005 y 2006:
Hell’s Kitchen, Vuelo en un interior y Duda
en el umbral. En el primero, que denota un
real virtuosismo técnico en la realización
de macrofiguras, la búsqueda de espacio y el
deseo de sobrepasar los confines físicos del
cuadro animan los impulsos extremos de los
dos personajes. En Vuelo en un interior el
contraste cromático entre la paleta roja y
los trazos amarillos y turquesas empieza a
imitar los movimientos de las figuras,
empujando la tensión de su debatirse a una
extremidad casi dramática. Pero es en el
tercer cuadro, Duda en el umbral, donde el
autor empieza a explorar un nuevo tema: la
presencia de un umbral. El titubeo físico y
perceptible de un joven ante un umbral no se
reproduce a través de un confín lineal, sino
que simplemente se indica en el espacio
pictórico. El joven titubea frente al umbral
entre su realidad y la de quien mira –
exactamente como la delicada mujer ocre,
violeta y turquesa de Recuerdo que vacila
(2004) –, indicando una diferencia
cualitativa irreversible entre su mundo y el
que está fuera de la obra. ¿Cómo encontrar
una vía de escape? ¿Dónde termina la
realidad? ¿Cómo seguir el confín?
Junto a esta búsqueda, entre los años 2006 y
2007 continúan y se desarrollan, con nuevas
propuestas, el tema del Ícaro y la serie
dantesca.
Caída de Ícaro. Estudio XIX e Ícaro en fuego,
ambos de 2006, exploran el tema de la caída,
sobre todo en una dinámica espacial. En el
primero, la novedad con respecto al pasado
es el envolverse del ambiente en torno al
cuerpo, casi como si quisiera soportar su
propia caída y desmaterializar su cuerpo en
un tirabuzón. Las tintas nocturnas y
glaciales evocan un espacio tempestuoso,
capaz de reducir a Ícaro a un cuerpo carente
de fuerza y de voluntad. Frente a cuadros
anteriores, como Ícaro entre Esfinges
(2003-4), el cambio es evidente: si en aquél
el mito representa la condena de quien,
privado de sus alas, se precipita hacia un
ámbito infernal, en éste es la propia caída
la que desintegra el cuerpo que, con ese
acto, logra de nuevo resplandecer. Ícaro en
fuego (2006) acentúa incluso la parábola de
una caída nocturna, que se ilumina con
ráfagas de color rojo anaranjado casi como
si definiera un vuelo inverso, el salto
acrobático y feliz que precede a la
aniquilación. La postura supina del cuerpo
que yace en una versión de 2007 de Caída de
Ícaro deja presagiar la muerte del
individuo, compuesto e iluminado como en las
formas de Caravaggio. Pero sus ojos abiertos
y vivos y la tensión del brazo derecho en
busca de un apoyo indican que su trayectoria
entre manchas incandescentes no ha
terminado. Casi al límite con un umbral
lineal, solar y plano, el joven que ha
perdido sus alas se vuelve consciente de su
destino, semejante al de Lucifer. También el
último Ícaro de Danza inmóvil es un retrato
vivo, en una danza inmóvil que preanuncia la
postración y el abandono a la muerte. La
fuerza creadora, parece recordar Amaya,
reside en la danza, ignara del límite, en la
danza eterna e inmóvil dirigida a desafiar
el proceso destructivo del tiempo. Pero hay
más, como sugiere el título de la homónima
obra del escritor peruano Manuel Scorza. La
danza que sobrepasa la música y el tiempo es
lo que da sentido y dignidad a la vida
humana, más que las ideologías y que las
utopías. La danza inmóvil es además el
significado que da el amor a la existencia,
que de otro modo estaría destinada a la
destrucción y a la soledad.
En estas
nuevas composiciones ya no se trata de
figuras que afloran en un ambiente, sino de
un espacio determinado entre los cuerpos,
los movimientos y la expresión pictórica. La
tradicional dicotomía entre figura y
ausencia de fondo encuentra un nuevo
equilibrio a través de la composición
dinámica de ambos.
Sin
embargo, al retomar la serie dantesca, esta
tendencia se hace más clara. El Tríptico del
abismo está literalmente ambientado en las
puertas del infierno, en “la valle d’ abisso
dolorosa / che ‘ntorno accoglie d’infiniti
guai” (Inferno, IV: 8-9). La profundidad
abismal evocada por la perspectiva de este
tríptico desdibuja y desenfoca un personaje
central, que intenta alcanzar con un brazo
la superficie de dos individuos laterales.
En el texto, al igual que en el cuadro, la
angustia de los condenados se refleja en los
rostros de los dos viajeros, retratados aquí
nítidamente. El descenso a un “cieco mondo”,
donde sus residentes no tienen ni mirada ni
rostro, se une a la creación espacial de un
vórtice central, en el que los viajeros
serán absorbidos.
En el
díptico de 2008 En la batalla, en cambio, el
aspecto dinámico prevalece en el interior de
la visión narrativa. La descripción de una
violenta batalla correspondiente a la lucha
entre condenados y demonios de la quinta
infernal aborda el tema de la guerra y de la
violencia como forma expresiva
deshumanizadora. Los dos personajes
representados aparecen en el momento del
ataque, tal como indica el texto, para alzar
el campo y “cominciare stormo e far loro
mostra e talvolta partir per loro scampo”
(Inferno, XXII: 2-3). Esta imagen, casi
arrancada cinematográficamente de un flujo
dinámico, no se contenta, por primera vez,
con ostentar un ámbito extremo en la
abstracción del color. La parte baja del
cuadro muestra un nuevo campo, basto y
lineal, que señala el final de un espacio
pictórico. El umbral irrumpe en la escena
como referencia esencial al mundo de los
conflictos presentados. Es un elemento nuevo
e importante, destinado a confrontarse con
la composición según un riqueza de
significado y un valor cada vez mayores.
Ahora, comparando el díptico con la trilogía
roja, resulta enseguida evidente que el
umbral buscado en un ambiente se ha
convertido en un límite real, que se puede
medir y pisar.
El 2007 se inaugura bajo este nuevo dato
compositivo que, a partir del ejemplo de
Caída de Ícaro, gana porciones de tela cada
vez mayores. Es el caso de Aparición y del
Tríptico con autorretrato, en los que una
composición en tímpano de evidente
clasicismo se mide a la aparición de un
umbral amarillo, que ocupa casi la mitad del
cuadro. Las figuras del extremo la empujan
hacia abajo, en una especie de vano intento
de eliminarla. Pero el umbral avanza y
absorbe la envolvente danza polícroma en
torno a un gran autorretrato central. Pisar
el umbral: esto parece sugerir Amaya al
observador con mirada lúcida y premonitoria.
Vivirlo, pisarlo y limitar su espacio de
influencia, antes de que su uniformidad
nivele y destruya la vida. A la luz de esta
superficie aniquiladora, el ambiente
abigarrado que parecía aprisionar a los
personajes se muestra ahora repentinamente
vivo y protector: ya no es una áspera y
agobiante selva, sino un territorio casi
deseable. Con este objetivo, la combinación
de la paleta revela una elección importante:
ya no usa las zonas grises como único tono
de contrapunto para los rojos, sino que los
mezcla con amarillos, ocres y naranjas,
difundiendo una amalgama sabiamente graduada
que va del fuego a las cenizas. |
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Desgarrar el telón
La búsqueda de Amaya en el espacio
ambiental no se detiene en la
comprensión del sentido del umbral,
sino que profundiza más, hacia los
confines de la composición de las
manchas, para revelar su esencia. En
las obras que realiza hasta el año
2000 destaca de manera evidente una
estructura ambiental que ofrece
espacialidad a la aparición de las
figuras. Pero precisamente gracias a
la composición, a la masa y a la
luminosidad de estas últimas el
bosque polícromo se hace tal. Una
atenta mirada a algunas parejas de
personajes puede explicar cómo.
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En una serie
compuesta en 2005, las dos obras
complementarias Figura y Torsión muestran
cómo se obtiene el mismo efecto con paletas
opuestas.
En Figura, un
personaje femenino que danza en una postura
casi arrodillada tuerce la cabeza hacia
arriba, confiando al resto del cuerpo su
expresión visible. En el centro de un
movimiento polícromo y polifónico la masa
surge, capturada en un solo instante,
combinando la armónica flexión de las
extremidades con la robusta presencia del
torso y la contracción del cuello. La paleta
del cuerpo y del ambiente refleja
exactamente este conjunto: la luz tórrida de
los colores tierra, la momentánea aparición
de luminiscencias rojas, la lluvia de
turquesas y las envolventes franjas azules:
la múltiple presencia sonora revela que se
puede descomponer el cuerpo en el espacio o
reconstruir el vacío a través de las masas.
Esta composición compleja, sabia – y en
algunos trazos incluso incomprensible e
ilegible – revela la potencia y lo ilusorio
de un mundo semejante a un telón, una lona
en la que cada vacío y cada lleno se pueden
recomponer una y otra vez, en un juego
perpetuo del que también participa la
experiencia humana. El telón no es fijo: es
un caleidoscopio dinámico en el que la masa
y las luces, reales y creíbles, se muestran
efímeras, momentáneas, condenadas al flujo
perpetuo de la creación por la
autodestrucción. Se trata de un telón, y
como tal, de una fina tela.
Opuesto y complementario a Figura, Torsión
se realiza del mismo modo. También aquí el
rostro de un personaje masculino se esconde,
dirigiéndose hacia lo alto desde una
posición prácticamente arrodillada. También
aquí las extremidades flexionadas se
componen en torno a la contracción muscular
que sostiene la barbilla. También aquí los
colores nocturnos reproducen la misma danza:
la luz subterránea de los azules, los
relampagueos grises y puntiformes, la
tormenta helada de los azules, la lluvia
persistente de los anaranjados y las franjas
celestes. La paleta lunar masculina,
complemento de la solar femenina, desarrolla
la temática propuesta en Ícaro entre
Esfinges, en el que un personaje masculino
central se contrapone a dos figuras
femeninas, de las que sólo se aprecian bien
los rostros. En Torsión, sin embargo, la
paleta es más agresiva en la composición de
la masa: la pierna derecha del personaje
está casi totalmente descompuesta entre las
manchas, siendo al mismo tiempo compacta. Lo
mismo ocurre con el hombro izquierdo, que se
proyecta sin solución de continuidad en el
propio movimiento y en el ambiente que lo
absorbe. El espacio es un telón, pero se
convierte también en telón la masa, no menos
ficticia que el juego de luces que la
genera. |
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Entre 2007 y
2008 Amaya retoma esta solución
pictórica para elaborarla
posteriormente a través de dos obras
que marcan otro paso adelante: Hacia
la luz, dedicada al escritor
portugués José Saramago, y Voz de la
sombra. Las imágenes vuelven a
proponer el tema de la búsqueda y la
pérdida de la luz. Los personajes de
los dos lienzos se presentan
interrelacionados: opuestos en su
paleta, en su composición, en sus
gestos y en sus supuestas
intenciones, parecen ligados a una
misma condición.
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Las dos
paletas, totalmente especulares, son
equivalentes también en la dimensión de las
manchas: rojas, naranjas y azules para Hacia
la luz y azul, celeste y rosa para Voz de la
sombra. Surgiendo de un tórrido y tormentoso
atardecer, un joven se dirige hacia la luz,
que lo ilumina frontalmente. En la base del
cuerpo el espacio se desmaterializa en un
umbral rojo fuego, semejante a una enorme
llama capaz de absorber toda la imagen. En
Voz de la Sombra una mujer opone resistencia
al vórtice generado en el ambiente que la
rodea, inmerso en una luz nocturna bastante
próxima al amanecer. El ambiente polícromo
no se ve interrumpido por un umbral visible,
sino que se disgrega literalmente en arroyos
de color que borran rápidamente la imagen.
El telón espacial, primero compuesto y
articulado en manchas, y más tarde
interrumpido por los umbrales, se deshace
definitivamente en un goteo.
Asimismo relacionadas entre sí
explícitamente en sus títulos, las dos obras
evocan el tema del continuo alternarse de la
luz y la sombra en la configuración del
tiempo y del espacio. Hacia la luz nace como
respuesta al desafío lanzado por José
Saramago con su novela Ensayo sobre la
ceguera, que identifica en la incapacidad de
ver la inconsciencia y la absurda oscuridad
de la condición contemporánea. Por otra
parte, es lo que observa también Federico
Balart en el poema Voz de la sombra: “Yo soy
la inseparable compañera /que allá en tu
soledad […] te turba el corazón: yo soy la
Duda”. En el cuadro homónimo, el alternarse
de luz y sombra en una complementariedad de
figuras masculinas y femeninas parece
condensar el universo poético del artista,
que se vale de esta imagen literaria para
investigar la condición de la soledad y el
dolor, la miseria y la grandeza humanas. El
individuo mora en la duda, consciente del
naufragio de las ideologías, pero se
mantiene íntegro, capaz de mirar lejos. La
contemplación de la duda, parece sugerir
Amaya, no es por tanto una condena, sino una
condición esencial para el reconocimiento
del esplendor.
Por su parte, al poeta cubano Pablo Armando
Fernández le dedica, la obra Espejismo
nocturno, en la que dos figuras envueltas
por la misma atmósfera nocturna de Voz en la
sombra danzan en el vacío. Se vislumbra aquí
una reflexión central en la producción del
bienio, la relativa al reflejo y al espejo,
que dará vida a cinco cuadros dedicados a
otros tantos poetas. En Fernández el espejo
define el umbral de la visión, siempre
premonitoria, ya sea onírica o real. El
sueño vaticinador, que se refleja en una
armónica relación con la realidad diurna,
presagia y anticipa la llegada del nuevo día,
el [día] ausente. De esta manera, las
figuras danzantes , como personajes en
sueños, reconstruyen la parte que les falta
en su reflejo en el espejo: “Los vivos – de
esta mitad oscura del espejo, / inventan,
reconstruyen o adulteran / su relación con
el ausente”.
Esta propuesta temática, de calado más
onírico, consiente al artista plasmar las
masas con mayor libertad expresiva; sin
embargo, la variabilidad del contexto
luminoso que evoca cromáticamente la llegada
del amanecer ya exhala por sí misma los
elementos que inducen a los cuerpos a una
fluidez danzante. A medida que se va bajando,
la consistencia aérea empieza a degradarse,
revelando la textura del lino puro sobre la
que se dibuja: una alusión al telón
arrancado que representa al mismo tiempo la
memoria de una estructura subyacente y el
presagio de un nuevo elemento en la escena.
La solución compositiva utilizada para la
base de Espejismo nocturno se repite
nuevamente en Crucifixión I, dedicado al
pintor Umberto Giangrandi, compañero de
aventuras del artista en Bogotá en sus
primeras experiencias pictóricas y sobre
todo en el grabado. Una figura femenina
yacente y vista desde arriba replantea el
tema de la crucifixión, al que Amaya dedicó
una serie entera de dibujos a principios de
los noventa, en un espacio pictórico
completamente renovado en su contexto. Si en
los dibujos la linealidad de los cuerpos en
tensión indicaba la experiencia del dolor
como parte de la realidad física y material
de la vida, aquí el verde brillante y rico
de matices del fondo amplifica el sentido,
dotándolo de un efecto ambiental. La
crucifixión deja de presentarse como
tragedia individual para transformarse en
una metáfora de la condición humana,
perennemente atraída y rechazada por la
vida, incapaz de trascender por su perpetua
lucha contra una naturaleza a la que
pertenece y de la que al mismo tiempo se
autoexcluye. En este dolor perpetuo se
advierte una melancolía de fondo, cuyos
límites son superar la grandeza, la finitud,
destruir el deseo de superación: casi como
un presagio de derrota, que ni siquiera la
más viva de las paletas puede labrar. La
animada selva de manchas puede arrancarse
como un telón, pero persiste un paño, una
superficie limitada, cerrada y restringida,
en la que la conciencia en evolución se
halla prisionera. |
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Desaparecer entre bastidores
Es necesario un nuevo cambio para
presenciar la regeneración del
escenario en una modalidad dinámica,
que se compara con la experiencia de
algunos maestros de los siglos XVI y
XX en la formulación de una idea de
espacio precisa. |
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El trabajo de
Francis Bacon ofrece un punto de partida
importante, por ejemplo a través de la
Figura in rotación (Turning Figure1962), que
introduce el lino como espacio
bidimensional, o bien Estudio para un hombr
que habla (Study for a Man Talking,1981), en
el que la áspera textura del lienzo se
utiliza tanto para la base como para el
espacio de fondo. Para Amaya, esta
posibilidad existe desde Recuerdo (1987) y
se evidencia ya a partir de 2001, cuando,
inaugurando la temática del espejo destinada
a acompañarlo hasta sus cuadros más
recientes, define en la composición de El
otro espejo un área de lino. Se trata de una
pared o una separación o, acaso, de una
superficie destinada a hacer las veces de
espejo, que interrumpe el flujo de manchas
que rodea a tres personajes en ambientes
diferentes. Aquí la comparación con Bacon y
con Velázquez es evidente, tanto por la
postura de los personajes como por la
presencia diagonal de la pared/espejo de Las
Meninas. No se trata sólo de una reflexión
pictórica, sino también literaria: poco
tiempo antes, de hecho, Amaya termina su
ensayo Per speculum in aenigmate, dedicado a
la centralidad del espejo en Borges.
Este conjunto de propuestas estéticas está
destinado a madurar en el artista durante
algunos años, hasta fundirse y originar una
nueva presencia espacial: el bastidor.
Dos áreas de lino crudo casi simétricas dan
forma a Crucifixión II y III en sus
variantes con la paleta verde y roja, en las
que dos figuras femeninas, yacentes o vistas
desde arriba, como en Crucifixión I, se
debaten en atmósferas apabullantes y
surcadas por imprevistas cuchillas
luminosas. Puesto que los cuerpos no
sobresalen de los campos polícromos, las
áreas sin pintar, sino precisamente
delineadas, se presentan como bastidores.
El bastidor de un escenario está normalmente
formado por un telar que se introduce
diagonalmente sobre la escena por sus
extremidades, creando entradas y salidas
invisibles para los espectadores. Esto
permite la permeabilidad de un ambiente
delimitado como el escenario. La generación
de bastidores superficialmente vacíos, en
los que el lino virgen se convierte en telón
de fondo y límite de la imagen, permite al
bosque de manchas animadas existir más allá
del cuadro y a los personajes diluirse en
éste. El contraste es tan extremo que genera
una constante oposición entre la precisa
línea que define el campo carente de color y
el desigual proceso de disgregación y
disolución de la policromía animada. La
entrada del bastidor permite a los ambientes
dilatarse hasta el infinito y a los
personajes salir de éste. Es más: la
constitución de un elemento geométrico
espacial acentúa, en su composición
abstracta, la existencia de la línea pura y
la destrucción de la masa informe. La línea
se convierte en una frontera, en un límite
que separa la ausencia de color como signo
gráfico detenido y delimitado por la selva
de manchas en perpetua transformación. Es
una evolución estética importante, que el
pintor explorará a fondo en todas sus obras
posteriores, forzando continuamente el
límite entre contrastes posibles.
Con Detenida en la penumbra y Nocturno en
fuego el bastidor asume un papel escénico
completo, enmarcando escenas que se dirigen
hacia la composición de perspectiva central
y trazan los límites de ambientes cada vez
más complejos.
En el primer cuadro, un personaje femenino
arrodillado, con la cabeza volteada hacia
arriba, se apoya sobre su brazo derecho que
sostiene con fatiga el torso. Formada y al
mismo tiempo envuelta por una amalgama
nocturna de manchas azules, celestes y
violetas, su posición se presenta bien
iluminada pero prisionera de los bastidores,
de un recuadro superior y de una sombra
diagonal que se extiende amenazando con
reducir su espacio de movimiento. La sombra
sería conceptualmente imposible, pero logra
transformar los bastidores en paredes y el
recuadro en ventana. El bosque polícromo,
repentinamente, se transforma en la luz de
una celda nocturna. Como en una ilusión
óptica que contiene simultáneamente dos
imágenes y dos mundos, la abstracción y la
figuración parecen enfrentarse aquí en un
duelo perpetuo, animado por el movimiento de
la sombra.
La obra Nocturno en fuego acentúa a su vez
la paradoja figurativa que se deduce de los
bastidores, creando las premisas para una
disolución definitiva de la selva de
manchas. También aquí la paleta de azules
claros y oscuros produce una ambientación
nocturna, pero el habitual proliferar de
cromatismos se va dilatando en favor de una
figura que se impone de manera más decidida,
nítidamente definida por las tintas
celestes. La cabeza y las articulaciones se
adentran en un abismo gaseoso azul oscuro,
sobre el que el resto del cuerpo parece casi
flotar. Algunos destellos y trayectorias de
luz roja rodean el cuerpo, decididamente
separado de su ambiente. Pero justo allí
donde el espacio pareciera adquirir mayor
consistencia figurativa, el telón se
desgarra en una nítida hendidura que deja
entrever el lienzo. Más al fondo, la
consistencia oscura de la masa azul se
disgrega abriéndose hacia un vacío imposible.
Imposible pero no impenetrable.
El cielo nocturno surcado de cometas
llameantes responde claramente a la imagen
del poeta mexicano Octavio Paz: “Astros
desnudos como el oro y la plata / alto
espacio / noche derramada”. La noche, dice
Amaya, la masa oscura de un telón aplastado
por dos bastidores, se disuelve al paso de
la desnuda luminosidad celeste.
De nuevo Octavio Paz es quien guía la visión
encerrada en la siguiente obra, que toma
explícitamente el título del poema Ardor sin
llama que Amaya dedica a la escritora
colombiana Marvel Moreno. La síntesis entre
laceración del telón y presencia de los
bastidores abre aquí las puertas a una nueva
definición de especialidad, en la que las
figuras pueden a la vez sumergirse y posarse,
perderse y encontrar una referencia. Un
elemento autónomo y rojo, semejante a una
fina cubierta, une horizontalmente los
bastidores y separa a dos personajes, uno
masculino tumbado boca abajo y uno femenino
en la habitual postura arrodillada. Una
primera versión de esta dicotomía que
relaciona dos mundos se puede encontrar en
Abandono celeste (1997), perteneciente al
ciclo dantesco, en el que una figura
femenina rodeada por una propagación de
bases celestes aparece cromática y
linealmente separada por una figura
masculina tumbada. En esta nueva
interpretación, sin embargo, el artista va
más allá en la correspondencia-separación
cromática y espacial. La paleta del telón de
manchas es la misma en ambos planos
separados por la cubierta roja, pero una
franja rectangular se interpone entre el
telón y la cubierta, señalando un vasto
surco horizontal. La figura masculina,
retratada en una postura descompuesta,
excepcionalmente amalgamada por una bicromía
violeta y celeste, desaparece allí donde la
corporeidad se vuelve más robusta, como en
los brazos y las piernas. La femenina, por
el contrario, se muestra resplandeciente,
cincelada, casi incorpórea en su simetría.
Quien separa estos dos mundos es una soledad,
una incomunicabilidad claramente expresada
en los versos de Paz: “Arde en la soledad
que nos deshace / tierra de piedra ardiente
[…] arde en ti mismo, ardor sin llama,
soledad sin imagen”. A la condición humana
de soledad material se une, a través de la
dedicatoria a Marvel Moreno, la del
aislamiento existencial, que condena a las
conciencias a ese silencio tan bien
documentado en las novelas de la escritora
del caribe colombiano.
Renacer en el
reflejo
La correspondencia entre elementos
abstractos y figuraciones, entre figuras
masculinas y femeninas, y la continua
alternancia de paletas encuentra en la
introducción de los bastidores y el desgarre
del telón una nueva espacialidad,
literalmente multidimensional. Cada signo,
color, gesto o elemento de la composición se
convierte en el reflejo de otro que,
normalmente invertido u opuesto, evoca
incesablemente otra realidad. Esta visión se
coagula en dos obras centrales, en las que
el espacio renace y al mismo tiempo se
configura a través de la experiencia del
observador. Se trata de Secreto del espejo y
Confianza en la ventana.
Secreto presenta por lo menos tres
composiciones diferentes, enlazadas por la
idea de la eterna evocación contenida en el
espejo. La primera replantea, a través de la
paleta de Ardor sin llama, un personaje
femenino del que no se ve el rostro
abandonado sobre una suave nube cromática:
el clasicismo de esta postura, indudable
evocación al icono de la Venus de Velázquez,
está naturalmente diluido, en parte, por las
hendiduras del vórtice polícromo que la
genera. La segunda composición parece querer
invertir y negar el virtuosismo técnico de
la primera, con un campo rojo comprimido
entre dos bastidores de lino crudo en los
que una enérgica batalla de salpicaduras y
goteos luminosos golpea el lienzo. Pero es
la tercera composición la que aglutina las
dos primeras: una rejilla de franjas
verticales y horizontales azules y rojas
surca el lienzo como una red subyacente,
dinámica, capaz de borrar toda señal a su
paso. En este entramado tienen lugar los
efectos ópticos más inverosímiles: el
desvanecimiento vertical de parte de las
piernas de la figura femenina, la definición
de una franja horizontal superior, la
prosecución de la sección azul en el
interior los bastidores, la gran franja
paralela de la composición inferior, oxidada
en su base, el acordonamiento de una franja
negativa vertical en el interior del campo
de goteo rojo, e, incluso la sombra generada
por la franja sobre un espacio carente de
profundidad. En este dinamismo infinito y
vortiginoso, la mente del observador no
puede gobernar la eterna evocación de un
sistema formal tan perfectamente armónico
como invisible –las proporciones invisibles,
por otra parte, son las únicas permanentes.
Una explicación de este continuo e incesante
reflejo se puede, hallar quizá en la
multidimensionalidad evocada por Borges, a
quien la obra remite parcialmente:
“Infinitos los veo, elementales /Ejecutores
de un antiguo pacto / Multiplicar el mundo
como el acto / Generativo, insomnes y
fatales”. Pero si para Borges el espejo
contiene el terror de la regeneración, para
Amaya la perpetua disolución y recomposición
de un sistema de imágenes posee, en cambio,
el valor de una alta y original afirmación
estética: el renacimiento en el reflejo es
un verdadero, continuo y perpetuo
renacimiento de la realidad a partir del
reflejo de las imágenes que lo definen.
En Confianza en la ventana, el renacimiento
en el reflejo tiene lugar según una solución
más simple, pero no por ello menos
innovadora: la multiplicación de imágenes
sucesivas a partir de un plano principal de
la realidad. La base de desarrollo de la
composición es un vasto ambiente polícromo
que retoma la paleta azul y violeta de
Secreto del espejo. La grandiosa fluidez del
empaste produce también una variación
significativa en el esparcimiento del color,
casi uniforme en superior derecha, mezclada
en el centro, diluida y goteante en la parte
inferior y aclarada en la parte superior
izquierda.
Una figura femenina medio tumbada se dirige
hacia el centro. A la izquierda, el rostro
de una joven –quizá la hija menor del
artista- se asoma entre las manchas, dos
veces.
En el centro, un tabique de lino delimita el
espacio de un dibujo trazado con sanguina,
en el que otra mujer de postura inestable
parece intentar salir de su realidad. El
tabique parece precipitarse lejos, empujado
por un bastidor perspectivo que surge de una
fina línea de color amarillo brillante. Pero
otra imagen se superpone a estas dos, con
una paleta y un tema diferente: un hombre
tiende el brazo derecho hacia arriba, en una
desproporción anatómica que sólo la nube
roja por la que está envuelto logra
camuflar. La imagen está empapada de una
luminosidad omnipresente, casi como si
quisiera presentar un cuerpo capaz de
resplandecer en la oscuridad. La obra,
dedicada al poeta Sebastiano Grasso, hace
explícita referencia, a través del título
Confianza en la ventana, a un verso del
poeta peruano César Vallejo: “Confianza en
el cauce, jamás en la corriente […]
Confianza en la ventana, no en la puerta”.
Vallejo alude al orden de las
circunstancias, capaces de determinar o
explicar la realidad más que las
experiencias individuales. Tres personajes
separados que no se conocen y no se ven
viven un drama existencial destinado a
regenerarse simultáneamente en mundos
diferentes, separados pero ligados por un
orden, un orden armónico e invisible que
hace posible lo visible localmente.
Reconociendo la fuerza de este orden, Amaya
reivindica la réplica de éste en las
relaciones proporcionales, invisibles
singularmente, pero perceptibles en su
conjunto. Su esfera de acción no está en la
corriente, sino en el cauce: es aquí donde
se manifiesta la fuerza de Amaya.
Una serie de trípticos confirma esta nueva
estética del espacio, basada en la presencia
simultánea de mundos y escenarios paralelos,
complementarios o inconscientemente
entrelazados, pero sin comunicación entre sí:
aquí la pintura a menudo se vale del
tríptico, como forma expresiva privilegiada
por extensión narrativa y horizontalidad del
efecto.
El Tríptico del vacío, dedicado al gran
dibujante colombiano Luis Caballero, y el
Tríptico del absurdo, homenaje al
latinoamericanista Jacques Gilard, confirman
esta tendencia. En el primero, una presencia
casi metaespacial de las figuras traza una
ambientación claramente irreal. Tanto la
figura central, directa evolución de Ardor
sin llamas, como las laterales que provienen
de las Crucifixiones, se recortan con una
separación cromática y compositiva nunca
antes vista. Asistimos a una exploración al
límite de la representatividad del cuerpo
humano como emblema y modelo expresivo de
condiciones existenciales extremas, como la
de la desesperación y la de la
incomunicabilidad, manifestadas en esta
ocasión con una fuerza inédita y grandiosa.
Los cuerpos ya no pertenecen a un espacio
ambiental, sino que dan vida, frente al
espacio que ocupan, a un sentido de
enajenación completa. El potente contraste
de la paleta no hace más que confirmar este
efecto. Simultáneamente, la composición que
conecta bastidores asimétricos en una
perspectiva central pone de manifiesto la
enajenación individual de los personajes. El
uso de las manchas se sustituye por nuevas
líneas finas, cromáticamente definidas, que
separan los bastidores y los planos. La
evolución es tal que sus obras, incluso las
de sólo dos años antes, se antojan lejanas y
difíciles de comparar.
El cuadro siguiente, Tríptico del absurdo,
continúa con esta tendencia a la irrealidad
de la experiencia humana en la realidad de
la vida. Cinco individuos enmarcados por
otros tantos ambientes autónomos se
enfrentan ignorantes, uno del otro, en un
espacio común. La figura central aparece
enjaulada por una estructura
semitransparente: una probable reflexión
sobre el tema de los paralepípedos de Bacon,
visibles en el seminal Estudio para un
retrato (Study for a Portrait,1949).. Aquí,
sin embargo, el paralepípedo no se despedaza,
sino que se compone con una neoespacialidad
de bastidores y planos superpuestos, hasta
identificar una profundidad hexagonal
recubierta por una superficie blanca.
De la superficie hexagonal surgen dos planos
inclinados en los dos cuadros laterales, en
los que dos figuras, una masculina y una
femenina, se prolongan hacia arriba para
alcanzar una superficie iluminada. En lo
alto, sus respectivos retratos cruzados de
enfrentan, como en un continuo juego de
quiasmos pertenecientes a una misma simetría.
La paleta brillante aviva la dureza de los
contrastes en un espacio en el que la nube
multicromática se reduce a la mínima
expresión.
Es una metafísica de la constricción, en la
que los seres humanos no encuentran ni
siquiera el espacio para expresar una
existencia completa: de ellos no aparecen
más que fragmentos, que buscan continuamente
una vía de escape a la absurdidad de su
condición.
La composición en trípticos es una modalidad
recurrente en toda la producción de Amaya:
junto a las dimensiones de los lienzos es,
quizá, el único aspecto inmutable de su
trabajo. Las últimas dos obras del 2008
abordan el tema del exilio y de la muerte
con el Tríptico del exilio, dedicado al
editor mexicano Jesús Anaya, y el Tríptico
de los heraldos, homenaje al escritor
Alfredo Antonaros y explícita referencia a
César Vallejo. Presentes desde los orígenes
de la producción artística de Amaya, los dos
temas pueden atribuirse a toda una corriente
del arte latinoamericano que entre 1960 y
1975 manifestó su compromiso en la lucha
contra las injusticias sociales y la
violencia de su propio país y del continente
y sobre la exploración de diferentes
temáticas sociales. Sin embargo, bien visto,
cuarenta años después la interpretación se
presenta muy evolucionada, no sólo en el
lenguaje pictórico, sino también en sus
posturas de fondo.
La gran complejidad constructiva de la
geometría de los trípticos utiliza la
jerarquía de los polípticos toscanos del “Trecento”,
pero rompiendo naturalmente la estructura y
el sentido. En Tríptico del exilio, un
autorretrato de perfil –nacido junto con el
retrato de la mujer madura de Enigma de la
esfinge- se acompaña de dos figuras
contrapuestas, una masculina y una femenina,
que encuentran su correspondiente cruzado en
el extremo inferior de las pinturas. Opuesto
al retrato central, aparece un chorro
vertical blanco que se confronta con las
franjas laterales de la parte alta.
Esta extrema articulación de cruces vuelve a
mostrarse para planos y volúmenes en
Tríptico de los heraldos: aquí el
autorretrato se convierte en uno de los
personajes que pueblan toda una galería, en
la que los espacios están formados por las
propias obras y en la que la figura central
desarticula el volumen que la aprisiona. Una
galería de heraldos que anuncian la muerte
como un presagio, como aquellos golpes
destinados a empozar la vida de los que
hablaba Vallejo en su poema Los heraldos
negros, Vallejo: “Hay golpes en la vida tan
fuertes […] como del odio de Dios […] Serán
los heraldos negros / que nos manda la
Muerte”.
Otro verso de Vallejo da título a una obra
concebida en torno a una única figura
inmersa en espacios y dimensiones múltiples:
Ella, vibrando y forcejeando, en la que se
ve una figura femenina enrollada en sí misma,
casi como si estuviera a punto de dar una
voltereta. Una selva monocroma politonal de
rojos que van del cadmio al veneciano,
pasando por el escarlata y el bermejo,
genera esta figura en una composición
extremadamente elaborada. El contraste a
esta politonalidad viene dado por un inmenso
campo violeta claro, resaltado por una
franja diagonal blanca y con una base
cobalto. Una jaula compuesta por líneas sin
color crea un paralepípedo que en realidad
es fruto de una ilusión óptica. La mano de
la figura femenina, tendida más allá de su
espacio aferrando un falso plano inclinado
que se revela como franja bidimensional, la
resalta aún más.
El delicado equilibrio de la composición
bloquea el movimiento en un instante casi
acrobático, en el que la ligereza del gesto
y la imposibilidad del espacio se encuentran
en una nueva expresión estética. Un fenómeno
análogo reaparece en Miradas divergentes, en
la que las miradas de un hombre y una mujer
pertenecientes a universos y pinturas
diferentes coexisten sin lograr encontrarse
nunca. La gran vitalidad de un vasto campo
cromático amarillo cadmio claro y brillante
hace aún más significativa la ausencia de
contacto entre las dimensiones, literalmente
divergentes, de los dos individuos.
La exploración de vastos ambientes
monocromáticos y monotonales rodeando
recuadros de manchas politonales alcanza una
nueva definición a finales de 2008, en
particular con la obra Hay otro.
El equilibrio que se genera en la
combinación de colores y tonos parece
aplicar al pie de la letra la enseñanza del
tratado leonardesco: “Cada color se conoce
mejor en su contrario que en su semejante,
como lo oscuro en lo claro, lo claro en lo
oscuro”. Así la composición de tonos
opuestos y correspondientes (amarillo y
azul, rojo y verde) se utiliza para crear un
marco, abierto en un lado. En su interior,
una figura que titubea ante un umbral.
Consciente de que su reflejo ha generado
otra presencia, parece preguntar al
observador cuál es la figura más real: ¿cuál
de las dos permanece en la memoria? ¿La
presencia visible o la figura invisible que
el personaje femenino está observando? Esto
es algo que indica claramente el texto de
Borges del que toma el nombre este último
cuadro dedicado al espejo y a la profunda
esencia de la alteridad: “Nos acecha el
cristal. Si entre las cuatro / Paredes de la
alcoba hay un espejo / Ya no estoy solo. Hay
otro. Hay el reflejo/ Que arma en el alba un
sigiloso teatro”.
He aquí las cuatro paredes, la figura, el
presagio de una presencia, la luz aguamarina
del alba que está llegando. Amaya logra
mostrar al doble sin mostrarlo, pinta un
espejo ausente, obliga al observador a
convertirse en el otro que la figura busca.
Hay siempre otro delante de quien se busca a
sí mismo, recuerdan Borges y Velázquez. Hay
otro, angelical para Caravaggio o diabólico
para Goya. Hay otro, solitario para Hopper y
desesperado para Bacon. Hay otro para Amaya,
y se encuentra siempre, si se sabe buscar.
Pero cuando nos damos la vuelta para
hablarle, la habitación se queda vacía,
resonando por un instante luminoso con la
vibración de su presencia. |
Sean
Funes (Dublín, 1930). Historiador y
crítico de artes. Ha trabajado como
conservador en el Museo de
instrumentos musicales de Edimburgo.
Sucesivamente se ha dedicado al
estudio del grabado y de los libros
de arte de la colección de la Queen’s
Gallery at Holyroodhouse de la que
ha sido hasta 1999 curador del
Gabinete de Dibujo y Grabado. Ha
publicado diferentes libros, entre
los cuales Grabado y pintura de
América Latina de mitad del siglo XX
(1962), Historia innaturalis (1968),
Books, bindings and manuscripts of
the Queen’s Gallery at Holyroodhouse
(1994), An ivory Cantonese chocolate
fan (1999), Nothing that has been
heard can be retold in the same
words (2003). Contacto: s.funes5@googlemail.com.
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