La huella de la danza sólo
puede descubrirse en las palabras que
conforman el poema; no en el espacio donde
se posó la bailarina ni en el vestuario
colgado en el camerino, sino en la memoria
de quien sabe hacer el ritmo variando los
acentos, limando consonantes, se encuentran
vestigios suficientes para hacer el informe
pormenorizado de la gracia. Y yo, como
cualquier felino Artemidoro, he visto a
Manuel Iris caminar por las calles de Mérida
con los versos resonando en su pensamiento.
Cuaderno de los sueños
es el fruto del trabajo serio de su autor,
de su compromiso con la lengua española y
con la herencia poética. Para la fortuna de
sus lectores, Manuel no se ha empeñado en
negar los grandes poemas, por el contrario,
los ha digerido tan minuciosamente que los
frutos son de una genealogía diversa
amalgamada con el buen arte de la
originalidad: Eduardo Lizalde, Bonifaz Nuño,
Alí Chumacero, por los mexicanos, Rainer
María Rilke, entre los universales. De
Lizalde ha tomado el dúctil flujo de la voz
que se decanta de un verso en otro,
dispensando oralidad. De Bonifaz, el tono
amatorio; de Chumacero, la construcción
detallista del verso. De Rilke ha usurpado
la figura del ángel, como una entidad atroz
lo mismo que hermosa. Pero todo este corpus
literario es reinventado por Iris, brindando
un hálito de verdad a los versos: “Es la
primera vez que alguien te dice / y yo soy
el que ama por primera vez.”
El libro está compuesto por
tres series poemáticas dispuestas en orden
inverso a su fecha de composición. Es
importante aclarar que, aunque integradas en
un mismo conjunto, son series que se cumplen
de manera independiente, es decir, son
autónomas en lo semántico, aunque los
vínculos estilísticos nos dejan apreciar la
evolución que ha sobrellevado el autor en
los últimos años y el salto de calidad que
significó la serie que le hizo merecedor del
premio Mérida de poesía del año pasado. A
continuación haré algunos comentarios
específicos sobre cada una de los capítulos,
apelando a la cronología.
No es difícil establecer
una analogía entre la versificación y la
danza, en cambio, sí lo es la confusión
ontológica de ambos actos que logra Manuel
Iris en algunos momentos de la serie “Llegar
a tu silencio”. “Voy a leer la danza / que
dibujas” asegura el enunciante a Anémona, la
danzarina que prefigura en estos poemas el
enigma de lo femenino y, por tanto, del
amor; cubierta de velos, oculta en la
inmovilidad, la belleza se escurre ante la
mirada atenta del poeta, pero habrá dejado
impregnada su esencia, como he dicho en los
primeros párrafos, en la memoria: “Cuando no
estés quizá pueda sentirte, inmóvil / y
perfecta”.
También permanecen los
versos, como síntoma del tránsito que se ha
realizado, como las cicatrices que contienen
los traumas de un veterano de guerra, o a la
manera de Iris (siguiendo a Lizalde): “El
tigre es un incendio / contenido por sus
rayas”. Este es un motivo constante en la
breve trayectoria de este poeta, la
necesidad de encontrar la forma que exprese
de manera sucinta el sentimiento que ha de
ser expresado, el cual es, en la segunda
serie del libro, la “angustia”: “El poema
tiene ombligo: / El centro / de su centro es
una angustia.”
“Parado en el umbral” es el
título de la segunda serie que lleva en el
nombre su penitencia: “estás a punto de
llegar”, se dice al enunciante en el canto
14. La “flor azul” que cantó Novalis es en
Manuel Iris un círculo sin cuadratura
posible, el que traza la voz del verdadero
poema investido de belleza, aunque el
enunciante esté convencido “que existes más
allá de tu sonido / de su terrible y combo
paladar / que te promete antílopes y
monstruos delicados / que llegarán a ti /
que parten de su ombligo / porque te estás
muriendo y nada más tienes palabras”.
El enunciante, sin embargo,
entrará, bajo el carácter de maldito, por
ese umbral que es su propia voz: “Vista de
frente / mi boca es amplia y alta, / es una
puerta roja y murmurante.” Descubrir la
belleza, entonces, ¿pasará por el
autodescubrimiento? Se trata de un poemario
en el que los plurales pierden vigencia: es
del hombre solo de quien se da noticia, y
también de las improbables compañías que por
amor se buscan, que se encuentran mediante
el sueño o la poesía. Alí Chumacero, en un
poema que Manuel Iris parafrasea, se
preguntaba con un dejo de amargura “¿en qué
lugar está mi soledad?”
Quizá en respuesta a la
cuestión anterior, en la primera parte del
libro hay una disolución de las identidades:
lo que ocurre fuera del libro tiene
correspondencia con lo que ocurre dentro;
así, el gato de Inés, Artemidoro, es también
el manuscrito del poemario y el libro que el
lector posee; Inés, se confunde con Mía, y
Manuel con el hablante. Además, no hay una
preexistencia de la realidad de Manuel e
Inés sobre el libro que se escribe y se
discute, sino al revés.
Mía (nombre que “alude a
una relación en lugar de una persona”)
usurpa de Manuel su existencia: “Voy a tomar
tu aliento / a construirme. (…) Voy a
escribir mi libro”; y de Inés su nombre y su
descripción: “Me pertenezco / de maneras
menos obvias / y mi nombre es Inés. Me llamo
Inés / y tengo voz en este asunto.” Como el
personaje de Niebla, de Miguel de
Unamuno, Mía se rebela contra su creador y
hace públicos las juicios y los momentos
dubitativos, descubre las costuras del libro
que es ella misma: “Qué sueño y qué terrible
/ es que te leas / cuando vas naciendo”. Mía
se hace carne, fuego y ángel a instancias de
la belleza que pretende alcanzar el hablante
cantando su amor por la Inés verdadera: “Su
cuerpo está en el cuarto. Yo sigo caminando,
en el silencio, este pasillo que une y que
separa su carne de su nombre. / Atrás, Inés
me sueña algo que ignoro. Adelante, Mía
escribe esta página”.
Y también como ocurre en
Niebla, Mía escapa de la forma que se le
tenía destinada; no hay un círculo que la
contenga plenamente, no hay endecasílabo
capaz de tolerar sus flamas de ángel
despiadado; la piel hecha de letras que
Manuel le ha formado, con tanto amor, se
desborda y algo de Mía llega hasta nosotros,
los lectores, indomable. Claro, esto también
es una victoria del poeta que da rienda a
las sonoridades, que ha sabido dar aliento
auténtico a las distintas voces del poema,
que permite que el verso surja cuando la
prosa del parque de los adolescentes no es
suficiente, y viceversa. La búsqueda formal,
constante del libro, como se ha dicho, y que
podríamos considerar arte poética de Iris,
se resume en tres versos: “Tocar al Ángel /
y que siga siendo Ángel / será el poema”.
Iris ya no está parado en el umbral, como en
la segunda serie, ya no puede más que poseer
las páginas que se abren como muslos, de las
que salta la palabra “más” y algunos besos.
–“Hay un olor de carne”,
Manuel, parece que ya lo has hecho germinar
y no es posible el paso atrás: llevas en la
espalda un filo de lectores, y aún queda
poesía por delante.
El libro Cuaderno de los
sueños es una invitación a descubrir las
posibilidades interiores del ser humano,
para después poder alcanzar una realidad
plena “afuera”, reivindicando los placeres
en sus múltiples sensualidades e
intelectualidades. Un libro que nos hace
esperar el cumplimiento de la poesía en una
suerte de conjuro para comprender una
realidad tumultuosa, que se agolpa en
nuestros sentidos con las intenciones
pálidas de un siglo que se empeña en ser
publicitariamente apocalíptico. |