No podemos negar que los
norteamericanos de los Estados Unidos son
factor fundamental en el movimiento
cultural, político y social del mundo entero
desde que se lanzaron a la democracia como
triunfo de la burguesía. Y hoy en día con
más fuerza, dado el poder que viene del
dinero y su aliada la ciencia. Sin embargo,
a veces pienso que ellos descubren el mundo
cada dos o tres décadas. Lo descubren para
ellos, se entusiasman con su nuevo hallazgo,
lo incorporan como parte de su cultura, y
luego lo olvidan en aras de la nueva
búsqueda y subsecuente encuentro. Lo
interesante de esto es que entonces el mundo
se descubre descubierto, bautiza lo que ya
existía con un nuevo sustantivo anglosajón y
lo deglute como parte de la cultura del
momento, o lo mastica como chicle,
divertido. Pienso en estas dos líneas
confluyentes cuando me encuentro con la
poesía de Allen Ginsberg y por extensión, la
generación beat. Pero antes de seguir
con esta especulación intelectual,
permítanme ir a la memoria.
Bien recuerdo los días de comienzos de la
década del 60 cuando encontré en mis manos,
gracias a mis compañeros nadaístas, un
ejemplar de la revista Eco Contemporáneo
que dirigía el argentino Miguel Grinberg, y
allí pude leer América, uno de los
más famosos poemas de Ginsberg, y donde el
poeta hacía clara, visible, su
homosexualidad. Poco después caería como una
bomba, nada extraño en la Colombia de
entonces y de hoy, su poema Aullido (Howl).
Poemas que inmediatamente publicaría Alfredo
Sánchez en su ya legendaria Esquirla,
el suplemento literario del diario El
Crisol.
Ya desde el primer versículo este poema daba
en el centro de nuestra necesidad vital,
poética: “He visto las mejores mentes de
mi generación destruidas por la locura,
histéricos famélicos muertos de hambre
arrastrándose por las calles…”. Voz de
la nueva rebelión que venía del norte, se
aunaba a la nueva oscuridad que predicábamos
nosotros, los nadaistas. Allí estaban, en
línea, los adjetivos que tocaban nuestra
rabia, nuestra angustia, nuestra desolación,
pero también nuestra alegría y humor
juvenil. Y desde ese momento en adelante
Allen Ginsberg fue uno de los nuestros,
alguien que nos acompañaba en espíritu y
poesía por el camino, en los bares humosos
de droga y alcohol, y en el descubrir que
Cali no era un pueblo miserable sino una
ciudad creciente, y que no éramos un
subproducto cultural provinciano, sino los
llamados a cambiar el clima cultural de todo
el país, “desacreditar el orden”, como era
la proclama de Gonzalo Arango.
Es interesante notar que Ginsberg no estaba
muy lejos físicamente de nosotros en aquel
entonces, porque fue en esos años cuando de
visita en Chile, invitado por Gonzalo Rojas
de la Universidad de Concepción, dictó su
famosa charla a punta de ronquidos, ya que
borracho se quedó dormido en la mesa del
auditorio antes de hablar; también entre
Bolivia y Perú se empaquetó unos viajes de
“ayahuasca”, la droga sagrada de incas y
aymaras, y si no llegó a Colombia era porque
lo esperaban Paul Bowles y William Burroughs
en Tánger, o Peter Orlovsky en el famoso
Hotel Beat de París.
Fue en 1965 cuando Ginsberg invitado a Cuba
dice la leyenda le tocó el trasero a Haydee
Santamaría y trató de enamorar a cuanto
efebo caminaba por las calles de La Habana.
Su visita era en ocasión a una de esas
fiestas de la izquierda que se llamaban
Premio Casa de las Américas. Como invitado
especial estaba también de jurado nuestro
compañero nadaísta Elmo Valencia, mejor
conocido como “el monje loco”. Llamados a
concilio, los jurados en pleno, excepción de
Camilo José Cela, votaron por la expulsión a
Praga de Ginsberg. La postura de Elmo
Valencia, que no vale la pena juzgar, dice
sí de las vacilaciones de algunos de los
integrantes del movimiento nadaista con
respecto a la revolución cubana.
Hablaba al comienzo de esas dos líneas que
se encuentran cuando nos hallamos frente a
la cultura norteamericana. Ginsberg y sus
compañeros de la beat generation no
son la excepción. Aunque mucha de la fuerza
que viene en su poesía está ligada a William
Blake y a Walt Whitman, la experimentación
de escritura automática, libre, casual,
circunstancial, que predica para ese
entonces Jack Kerouac, la cual hace eco en
el joven Ginsberg, viene de la vanguardia
surrealista europea, de los gritos sin
sentido de Dada, de la poesía elástica de
Apollinaire y Cendrars, de los viajes al fin
de la noche de Celine, o de los aullidos de
los expresionistas alemanes, para decir de
unos cuantos. Sin embargo, e incluso hasta
hoy en día, los académicos y poetas
norteamericanos, al referirse a esta época,
la ven como producto original de la poesía
anglosajona, y si dan algún crédito va hacia
Eliot o Pound. Digo esto porque,
paradójicamente, hay una crítica al
movimiento nadaista que lo convierte en un
subproducto subdesarrollado de la vanguardia
beatnik. Ignoran estos críticos que
los aires de la literatura europea ya
estaban en Colombia años antes, que los
mismos poetas e intelectuales que se agrupan
alrededor de la revista Mito habían
movido bien los cimientos de la cultura
nacional oficial, e incluso que las
librerías de Cali, entre ellas la nunca
olvidada Librería Bonar de Alfonso
Bonilla Aragón, traía libros de México,
Argentina, Chile, donde se traducía a los
poetas surrealistas, se conocían los
esfuerzos de un joven llamado Julio
Cortázar, o se oía la voz de Álvaro Mutis en
la edición en Buenos Aires de su “Los
elementos del desastre”, uno de los libros
capitales para la formación poética de
algunos de los poetas jóvenes. Era más fácil
en ese entonces encontrar en una librería de
Cali Ulises de Joyce que hoy,
envenenados como estamos de basura
literaria. Entonces, la voz poética de
Ginsberg era importante, nos llenaba de
infinito gozo rabioso, pero no fue
fundamental en la formación de nuestra
poética juvenil. Ya Amilkar U y Gonzalo
Arango nos habían encantado con sus poemas
beligerantes, ya Jotamario se deslizaba por
los bailaderos del Barrio Obrero con sus
palabras que hacían malabarismos de la prosa
a la poesía, ya X-504 viajaba con su ballena
al hombro por las calles de Cali encaramado
en sus versos largos y oscuros. Sin embargo,
insisto, no podemos negar la presencia de
Ginsberg, así como la de Kerouac y la de
Henry Millar.
Pasan los años y los zapatos de caucho y a
veces de cuero me llevan por los caminos de
América de arriba abajo, haciendo de la
poesía el diario vivir, y en uno de esos
viajes el ir mismo me atrapa en los Estados
Unidos, engarzado ya no en el golpeteo de
los blues y las noches de Chicago, sino
entre los hornos de acero que se apagaban al
comienzo de los 80 en Pittsburgh. Y es allí,
cantando con sus campanillas orientales, sin
barba, de corbata y saco, que veo frente a
mí al mismo poeta, ahora Allen Ginsberg,
profesor de poesía en el Instituto Budista
Naropa de Boulder, Colorado. Ya sus poemas
no tienen esa fuerza que recordaba en mi
infancia, ya su presencia, con la que tanto
había soñado, no era tan importante. Luego
de sus cantos y quejidos búdicos, varios
poetas amigos me invitaron a una recepción
que le daban esa noche, y allá fui, a
dialogar con el gran gurú, el líder de la
poesía de los 60 y los 70.
Muy formal y discreto Ginsberg me habló
rápidamente de sus días en América Latina.
Pero cuando le pregunté qué poetas le
interesaban de nuestra América, abrió la
boca y me dijo que lastimosamente no conocía
nada de la poesía de esta parte del
continente, que si yo le ayudaba con algunos
poemas largos, algo que tuviera el aliento
de Whitman, de la Prosa del transiberiano
de Cendrars, entonces le mandara una
traducción literal a Naropa. Tomó un pedazo
de papel y me escribió su dirección y firmó,
con la grafía que yo había visto en los
libros desde siempre. Al salir de la casa
revisé el papel de nuevo. Era el mismo
Ginsberg, indudablemente. De eso se trata la
vida, y por qué no, la poesía. |