Lo que más le costó
fue hacerse a la idea
de que el sueño
por fin había acabado.
Pero,
una vez pasado
este primer dolor
-ese abrupto despertar
acariciando la ausencia
en la almohada contigua-
lo siguiente sería
simplemente levantarse.
"Qué ancho es el infierno",
meditó sorprendido
mientras intentaba
incorporarse en la cama,
explorando
donde habían quedado
las ojotas.
Una fracción de luz
iluminó un sucio reloj
colgado en la pared
con las agujas
clavadas en las doce del mediodía
y, supuso al verlo,
que ya era tiempo.
A tientas
recorrió el cuchitril,
atestado de colillas desparramadas
y botellas rotas
entremezcladas con medias sucias,
platos sin lavar,
tazas con café helado
y viejas canciones de amor
escritas en servilletas.
Todo, absolutamente todo
nadando en la atmósfera viciosa
de esas cuatro paredes
impregnadas de humo rancio.
Se acercó a una avejentada cómoda
donde solía guardar
cosas en desuso
y, tras un breve esfuerzo,
el primer cajón accedió.
Parecía raro
que las polillas
no le hayan destruido
aquel indecente saco marrón.
Atinó a sonreir
mirándose en el espejo
como le quedaba
encima de la vieja hoja de parra.
Pero trató de no detenerse
en detalles.
Pesadamente se vistió,
se afeitó,
se hizo la cola al pelo engominado,
y, sin preocuparse
en desayunar
siquiera un resto de manzana
del día anterior,
salió a la calle
lo más pronto posible.
Sabía que no sería fácil
sin dinero,
sobre todo en aquel entonces
que en el paraíso
había cambiado la administración
y hasta el pasto estaba privatizado.
Se acercó hasta la avenida principal
y comenzó a recorrerla,
deteniéndose en cada vidriera
a ver si por casualidad
alguien buscaba
algún empleado resignado
que no exigiera demasiado
como pago a su jornal.
Así, el primer día transcurrió
sin mayores altibajos.
Adán volvió a su casa
y se acostó solo nuevamente.
Repitió esta secuencia
algunos días más
hasta que una mañana
el teléfono sonó para avisarle
que había conseguido trabajo
como encargado de limpieza de un supermercado.
Y ahí se quedó
sin protestar,
esperando que a Dios se le ocurra
mandar a el ángel
que expulse a su soledad pecaminosa
del paraíso.
Sin embargo, esto no ocurrió.
Adán, venido a menos,
simplemente se dedicó a dejar
que los años transcurran,
trayendo como único corolario
una vejez
sin más anécdota
que un recuerdo claro
de como amaneció
cada uno de los días
en el paraíso,
rebotándole en la mente.
Repitiéndose en cada ocasión
la vieja frase
que hiló
aquella primera mañana
"qué ancho es el infierno"
al acariciar,
entre melancólico e irónico,
el lugar de la almohada
que antiguamente
había ocupado
la mágica cabeza de Eva.
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