HACE TREINTA AÑOS QUE ESCRIBO

Hace treinta años que escribo. Lo que no significa gran cosa. O sí, al menos, que la locura pasajera de la que hablaban algunos se transformó, hace mucho, en locura crónica. Nunca creí que la literatura es la más alta forma de arte - como se supone, casi siempre desde el lado de los escritores -, esta concepción me parece tan vanidosa como desacertada. En mi caso, soy escritor por fatalidad, destino final luego de una larga y infructuosa aventura por la pintura, la música e, incluso, el teatro. Nunca logré escribir un cuento. Estoy imposibilitado para narrar. En una carta, José Kozer me decía que en mi correspondencia había mucho de narración y me alentaba a convertir ese material en cuento o novela. Pero no, en las contadas ocasiones que lo intenté acabé por hacer prosa poética. Mis ocasionales intervenciones en el ensayo, sobre todo de pintura y fotografía, obedecen a un intento por satisfacer un deseo, darme un gusto e, incluso, y sobre todo, hablar de la obra de algunas personas a quienes admiro y quiero.

Si bien publiqué varios libros, no escribo para publicar. Es decir, escribo para justificarme, desahogarme, comunicarme, esquivar la muerte, hacer que otros me quieran, no dejar nunca de ser un niño del todo. Al cabo de prolongados lapsos de escritura, algo me dice que es hora de reunir lo escrito en un libro. Esta recolección me lleva mucho tiempo de dudas, a veces son meses e, incluso, años en los que cambio títulos, varío el orden, corrijo los poemas, prueba de ello son mis numerosas versiones de obras que están diseminadas en Internet - la red, desde hace tiempo constituye para mí un laboratorio previo a la edición en papel -.

En un texto del pintor Miguel Ocampo, publicado en el catálogo de su más reciente muestra, aparece una idea en la que jamás antes había reparado. Se trata del asunto de la moda. En ese texto la moda es vista como un referente, un estado de las cosas, algo a lo que observar para situar la propia obra dentro de un contexto. No como barco al que subirse y abandonar por otro barco cuando así lo indica la marea, que quede claro. En las tres décadas en las que escribí no dejé de tener presente tendencias, modos y modas, pero siempre seguí mis voces y urgencias interiores. Si a alguien fui fiel en estos años fue a mí mismo. Esta tozudez, que un poeta amigo, Oscar Portela, definió una manera que llegó a asustarme - se trata de un destino, dijo- me empujó hacia un lugar un tanto excéntrico, marginal dentro de la poesía argentina. Sos un poeta raro, lo escribió una poeta hace ya mucho cuando ella y yo éramos cachorros. Esta rareza no deja de fascinarme y angustiarme.

¿Mis influencias? Varias y diversas. La primera, de la que me libré luego de años de dura lucha, fue César Vallejo. Lo que no impidió que un crítico ya fallecido, acaso acostumbrado a la presencia del peruano en mis poemas, calificara como vallejiano uno de mis libros que no lo era en absoluto. Durante mi vida literaria acusé influjos de Eliot, Montale, Michaux, Artaud, Borges, Quasimodo, Wallace Stevens, Frost, Dylan Thomas; algunos ya no frecuentan mis obras, otros, sobre todo los dos primeros, sí. Pero hay un cúmulo de influencias no literarias, desde la pintura, tanto clásica como de vanguardia, hasta el cine y la fotografía; desde la alquimia hasta la física, fruto de tantas lecturas durante tantos años, que alumbran y alimentan mis poemas. No olvido nombrar aquí a Alejandro González Gattone, allá en Pergamino donde nací y viví durante décadas, a Raúl Gustavo Aguirre, con quien mantuve frondosa y nutricia correspondencia durante mi adolescencia, a ellos debo cosas de las que tengo conciencia y, acaso otras que aún hoy ni siquiera sospecho.

¿Una frase favorita? Extrañamente le pertenece a Yves de Saint-Laurent: No hay nada más bello que un cuerpo desnudo. Lo dice alguien que cimentó fama y fortuna precisamente yendo en dirección contraria.

Carlos Barbarito
Muñíz, Buenos Aires, 14 de enero de 2003.





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