Sin el menor ánimo de polemizar, y apenas a simple título
informativo, me permití aludir a una remembranza de Abel Posse sobre “El
nada centenario Cioran”, publicada en el suplemento cultural del diario
argentino “La Gaceta” (de Tucumán) el pasado domingo 24 de abril.
Al referirse allí a “tantos otros exilados europeos: Ionesco,
Mircea Eliade, Paul Celan”, que compartieron su asilo en París con el
singular y nada complaciente escritor rumano Emil Cioran, el autor los
define como “Hombres de extraordinario refinamiento cultural que
vivieron al margen del incendio.” (El subrayado es mío.) Acaso
por un lapsus comprensible, incluye entre ellos al citado Celan, a quien
sin duda le cabe la primera parte de esa frase, pero muy difícilmente la
segunda.
Paul Celan
es sin duda uno de los grandes poetas de la época, pero además inviste
--en vida y obra-- sus inmensas tragedias. Nacido como Paul Antschel en
Cernowitz, en la Bukovina, el 23 de noviembre de 1920, no sólo le tocó
asistir a la anexión de esa zona por los soviéticos, sino también a la
posterior invasión nazi junto con sus aliados rumanos.
Como judío, Paul Celan fue enviado al ghetto, del cual logró
fugarse para ser internado en el campo de trabajo de Tabariste. Sus
padres y parientes cercanos fueron devorados por el infernal abismo de
Auschwitz. Muchos pensamos que resultó la comprensible imposibilidad de
admitir finalmente todo eso, la que terminó provocando su
suicidio, arrojándose a las aguas del Sena, en mayo de 1970.
Pero, al mismo tiempo, ya le había tocado contradecir
aquella célebre aseveración de Theodor Adorno, en el sentido de que “es
cosa bárbara intentar escribir poesía después de Auschwitz”. Su
entrañable y desgarrador poema “Fuga en muerte” (Todesfuge),
quedará para siempre como una evidencia candente de aquellos años de
fuego, de sangre y de hierro.
(Ese texto, indeleble, estuvo entre los más conmovedores de
que me tocó ocuparme para un libro también conmovedor: “Poesía
alemana de hoy (1945-1966)”, que tradujimos juntos con Klaus Dieter
Vervuert y que publicó la editorial Sudamericana, de Buenos Aires, en
1967. Klaus se había aparecido de improviso en mi casa para proponérmelo
y, ante mi sincera respuesta de que no sé alemán, me retrucó: “Y yo no
soy un poeta argentino.”
Como es de
imaginar, trabajamos más que juntos durante un largo tiempo, y llegué a
abrumarlo con mis dudas, pero valió la pena: allí aparecen no sólo Paul
Celan, sino también dos futuros Premios Nobel: Nelly Sachs, otra judía
alemana, a quien Selma Lagerloff logró sacar a Suecia en 1940, y el
célebre Günter Grass, escritor y hombre público, así como el polémico e
incisivo Hans Magnus Enzensberger, pero también nombres del calibre de
Ingeborg Bachmann, Günter Eich, Helmut Heissenbüttel y Karl Krolow. Es
decir, el renacer de la gran lírica alemana después de la hecatombe. Una
prueba más de que, como tan bien afirmó el griego Odiseo Elytis, otro
Premio Nobel: “La poesía comienza allí donde la última palabra no la
tiene la muerte.”) |