Eugenio Montejo:
¿Cuál es su opinión sobre la poesía
latinoamericana en las actuales circunstancias?
Rodolfo Alonso: La ambiciosa --y probablemente
inocente-- desproporción de esta pregunta, sin duda debería inhibirme.
Generalizar siempre es riesgoso, y hasta puede derivar en lo vacuo, en
lo superficial. ¿Quién puede afirmar que se encuentra en condiciones,
cuando más estadísticas, de haber leído todo --o aún suficientemente--
lo que se produce en nuestro maravilloso e infausto continente? ¿Quién
podría aseverar que conoce a toda la poesía latinoamericana?
Digamos, cuando menos, que en un momento de por lo general crasa lasitud
y opaca anomia para la poesía occidental contemporánea, por
contraposición el fervor y el hervor de nuestro continente se hacen
palpables más en una ausencia, en la conciencia de una carencia,
en la herida que es la poesía posible y que nos falta, revelados por lo
mucho que se escribe poesía entre nosotros.
Hay una verdadera epidemia de autores, pero me temo también que
falte el criterio del valor. Como ya dije alguna vez, quizá el sentido
de la presencia evidente de una poesía latinoamericana contemporánea sea
este: representar amplios estados de ánimo colectivos antes que
limitarse a algunas pocas cimas significativas. Al mismo tiempo, todo
hace suponer que ciertos mitos acerca del poeta se van derrumbando
lentamente. Ni ángeles caídos ni profetas redentores, los mejores entre
los poetas latinoamericanos se van redescubriendo en la oscura selva
viva del lenguaje, que no es distinta a la oscura selva viva del corazón
humano y de la mismísima e incontrastable realidad.
Abrumados por esa desmedida cuando no asoladora realidad,
orgullosos de una estirpe que sin embargo no tiene ahora curso legal,
dueños y a la vez deudores ante el mundo, hay sin duda poetas recientes
en Latinoamérica que ya nos han dejado su señal. De la magnitud o de la
persistencia de su brillo, de su resplandor en el mejor de los casos,
del alimento de su luz o del alcance de su luz, también seremos todos un
poquito responsables.
Por enésima vez, digamos que la poesía no describe ni enuncia,
que el poema es. En primer lugar, entonces, volvamos a la obra.
La poesía escrita tiene una praxis concreta que no es otra, por
supuesto, que el texto. Toda opinión, todo prejuicio, debe ser sostenido
con la alusión al texto que lo avale. No es por los servicios prestados
a una u otra causa, por los favores conquistados o los halagos merecidos
que debe ser juzgada una obra. Aunque ella tenga también su vida propia,
como organismo histórico, social y cultural, debemos esforzarnos en
apreciarla ante todo como texto: es allí, en el desafío del lenguaje,
donde todo valor y todo sentido han de encararse como evidencia para
merecerse.
E. M.: El llamado boom
de la narrativa
acrecentó el interés por la nueva literatura de este continente. ¿Cree
usted que ello haya favorecido de algún modo a nuestra poesía?
R. A.: Además de los innegables ingredientes que
hicieron del publicitado boom de la narrativa latinoamericana
antes otro lanzamiento comercial de la inefable sociedad de
consumo que un auténtico acontecimiento cultural, digamos que
Latinoamérica debe renunciar de una vez a sentirse condenada a esperar
perpetuamente la reiteración de su descubrimiento. El verdadero
descubrimiento de América será el que ella haga de sí misma, de su
propia ventura y de su propio dolor, de su propio lenguaje y de su
propia savia, y no el que quiera seguir viendo reflejado en los ojos del
otro: conquistador, caudillo, general, patrón, desarrollado,
superpotente.
Quizá por ello la auténtica poesía latinoamericana (mirada
nueva, limpia, fresca, original, mirada hacia sí misma, en sí misma) no
pudo obtener ningún beneficio concreto del estallido del boom
porque su misma esencia, su ser poesía y ser además
latinoamericana, la hacía inviable para los carriles por donde
circularon en cambio fácilmente otros productos. La poesía
latinoamericana, por serlo, no resultaba ni útil ni rentable para los
artífices del boom.
E. M.:
Tradicionalmente los poetas latinoamericanos, de expresión
castellana, al contrario de lo que ocurría en otras lenguas, no nos han
dejado --salvo excepciones-- aportes teóricos sobre poesía. Algunos,
como Neruda, se rehusaron expresamente a hacerlo, reservando esta labor
a los críticos. ¿Cuál es su parecer al respecto?
R. A.:
De ninguna manera pienso que pueda entenderse como obligatorio el hecho
de que un autor reflexione teóricamente sobre su propia obra o la de
otros. Pero creo también, sinceramente, que nadie puede sustituir como
teórico al auténtico creador cuando se lanza a reflexionar. En esto, sin
duda, volvemos a lo que ya afirmaba Baudelaire: ningún crítico llegará a
ser poeta, pero todo poeta esconde a un crítico. Como naciones, como
culturas, nos conviene que aflore urgentemente la mayor cantidad posible
del pensamiento crítico que hay sin duda dentro de los poetas y de los
artistas latinoamericanos.
E. M.: Las tendencias líricas aparecidas en los
últimos cuarenta años, las mismas que se hallan más o menos vigentes, se
agrupan bajo lo que tentativamente Octavio Paz ha definido como
la posvanguardia. ¿Está de acuerdo con esa denominación o
prefiere emplear otra diferente?
R. A.: Aquí, en cambio, me parece que el problema supera
ampliamente a la pregunta. La cuestión no es cómo denominamos al
fenómeno, sino si lo hemos comprendido y hemos asimilado lo que tenía de
positivo, desechando por otro lado lo nocivo o negativo. Los movimientos
artísticos no existen en el vacío, no tienen entidad si no se encarnan
en obras. Son las obras, entonces, en primer lugar, y luego sus
relaciones y sus significados culturales, las que deben preocuparnos, y
no la forma de denominarlas. Salvo que esa denominación, ese nombrar,
incluya, implique una nueva perspectiva, ilumine un nuevo ámbito, amplíe
nuestro espacio para vivir y para crear. Modestamente, no creo que el
vocablo post-vanguardia, apenas temporal o físicamente
catalogador, alcance a superar o esclarecer las ambigüedades y
contradicciones que ya el concepto de vanguardia, acuñado a
comienzos del siglo XX, acarreaba consigo desde entonces.
E. M.:
En la época que vivimos, de amenazas
universales y tensiones de pre-guerra atómica, ¿qué misión le asigna
usted al poeta?
R. A.: Otra vez, una pregunta de inocencia demoledora.
¿Cómo evitarse decir que todos quisiéramos que el poeta fuera capaz con
su palabra a la vez de realizarse como persona y de ayudar a todos sus
hermanos, de enunciar la palabra necesaria, imprescindible y única, la
palabra a la vez tan íntima y secreta, húmeda todavía del silencio de
los orígenes, emergiendo en una orilla virgen del universo, y también a
la vez general, compartida, fraterna, solidaria, no tan sólo ofrecida
sino también aceptada por los otros, que entonces la harían suya y le
darían destino, aunque ese destino fuera el no poco glorioso de volverse
sabiamente anónima, ya sin autor ni tiempo, encarnada en el fluir mismo
de la vida y de lo humano?
Ni traicionarse, pues, ni traicionar a los otros; y además, no
traicionar la propia lengua, el propio idioma, el sonido que uno ha
venido a traer al mundo. Y siendo uno ser la especie, tan bellamente
bárbara e intuitiva como trágicamente condicionada por las culturas que
se ha hecho o le han impuesto. Y ser la esperanza de un mañana mejor, la
luz de la utopía sin la cual no merece la pena vivir. Y ser también, al
mismo tiempo, la conciencia de nuestra irrisoria pero desmedida
condición. Lo que somos, lo que podríamos ser, quizá lo que seremos.
Pero bien sabemos que, por ahora, la única gloria honestamente
deseable ya no es siquiera ni la de vivir en el corazón de los otros, de
algún otro, sino más humilde y sabiamente el honor y el placer, la
angustia y la ansiedad de haber escrito, de haber sido capaz
del poema, que por nosotros circuló y ahora está vivo, fragante y tibio,
latente carne de lenguaje, recién amanecido, temblorosamente inclinado,
libremente tendido hacia los otros, hipócritas o no, semejantes,
hermanos. |