Aunque iba a resultar
de por vida un irreparable hombre del libro, para mi formación también
fueron clave la canción popular (de los más diversos orígenes), las
historietas y, claro, el cine. No sólo el que veía de niño en por
desdicha desvanecidos cines de barrio, sino el que llegaría a frecuentar
en cineclubes y cinematecas. (Aún me sorprenden recordando aquella
primera traducción del indeleble texto de Marguerite Duras para
Hiroshima mon amour, aparecida en el número inicial de la revista
Tiempo de Cine, del Cine Club Núcleo.).
Como anticipara Robert
Desnos, el cine parecía inventado para jóvenes como nosotros, ansiosos
cuando no desesperados por escapar en la intensa intimidad de su
penumbra a la abrumadora, opaca realidad. Una relación tan temprana no
podía ser calibrada ni mucho menos racionalizada: algo orgánico e
instintivo me hacía percibir, no sólo que algunos filmes eran
radicalmente diferentes de la mayoría, sino algunos superiores a los
otros. Entre esas revelaciones, instantáneas e imborrables, hay una que
no cesa: La pasión de Juana de Arco (1928), de Carl Theodor
Dreyer. Un filme que constituye la más plena, exigente, tocante,
despojada concreción de un lenguaje, de un género. Y no es casual que lo
haya producido el cine mudo, es decir no sólo el momento en que el
lenguaje cinematográfico está reducido a lo esencial de su discurso:
imagen en movimiento, sino también cuando la precariedad de los medios
tecnológicos a su alcance lo mantiene cerca del contacto humano con sus
creadores.
En blanco y negro
entonces, sin sonido, absolutamente filmada en primeros planos, el danés
Dreyer, hijo de rigurosos luteranos, iba a lograr una de las obras
maestras de la historia del cine, y quizás de la historia del arte. No
sólo tuvo a su cargo la dirección, montaje y títulos internos, sino que
fue coautor (con Joseph Delteil, amigo de Max Jacob y André Breton) del
guión, basado en las actas originales del proceso y en dos exitosas
novelas de Delteil. La protagonista principal, Renée Jeanne, Marie,
Maria, Renée Maria o simplemente Falconetti (para mí eternamente “la”
Falconetti, que en 1946 iba a morir en Buenos Aires), convierte a su
rostro desnudo de todo maquillaje en la máscara más conmovedora y humana
del séptimo arte. Y la acompañan, entre otros actores ejemplares, desde
Michel Simon hasta el inesperadamente bello y joven, y también
trágicamente expresivo, incluso de sí mismo, Antonin Artaud.
Que la
fotografía consagre asimismo como maestro indiscutible al polaco Rudolph
Matté (¿cómo olvidar La dama de Shangai o Gilda?), o que
hasta el vestuario –no menos despojado y expresivo que los rostros-- se
deba a quien iba a ser primera ilustradora de Paul Éluard y
paradigmática pintora surrealista: Valentine Hugo, son detalles, en este
caso nunca apenas “técnicos”.
(Siempre hay
poesía en el gran cine, poesía que no necesita ser escrita.)
Los
especialistas de todos los tiempos han incluido a La pasión de Juana
de Arco ente los diez mejores filmes del planeta. (Yo mismo acabo de
hacerlo, en una encuesta colombiana.) Y sin embargo, al mismo tiempo que
Europa seguía utilizando el cine mudo para esta obra genial, ya
Hollywood había lanzado poco antes, en octubre de 1927, el primer corto
parlante sobre un cantante de jazz, que había deslumbrado a USA con esta
única frase: “¡Y aún no han escuchado nada!”. Lamento desmentirla: son
quienes no conocen La pasión de Juana de Arco los que todavía no
han visto nada. |