La actual travesía por el desierto en que se encuentra hoy aislada la poesía no es apenas, por desgracia, sólo el problema de un género literario. Al derivar de una honda crisis del lenguaje (como se sabe, fundamento ineludible de nuestra condición), cobra alcances mucho más graves. No fue por azar que un narrador tan exigente como el siciliano Vincenzo Consolo pudo decir: “Leyendo mis libros y los libros que se escriben en los últimos tiempos, me he dado cuenta de que ya no hay espacio ni tiempo para la literatura entendida en su sentido más alto. Se escribe una infinidad de novelas, pero en ellas ha desaparecido un aspecto esencial del género: la expresividad.” Para agregar poco después, con absoluta claridad: “Hoy a muy pocos les interesa la poesía.” Incluso a los muchos que en la actualidad pretenden ejercerla, me animaría a añadir.
En el prólogo a un libro de Olga Orozco: Eclipses yfulgores, no cualquiera sino un representativo poeta español, Pere Gimferrer, viene espontáneamente a coincidir con lo que imaginé sólo ansiedades personales: “se diluyó hace ya tiempo el diálogo entre las literaturas hispánicas, incluso en nuestra propia península y, momentáneamente, parece eclipsada además en ella la noción de poesía. Lo que sabían por igual Juan Ramón Jiménez, Aleixandre o Cernuda --es decir: que la poesía moderna, entre otras cosas, es la que sucede a Rimbaud y Lautréamont-- parece hoy olvidado por buena parte de sus coterráneos.” Y, por si fuera poco, reafirma de inmediato: “Se trata de un olvido interesado y no espontáneo, como interesada y no espontánea es la dejación del diálogo de las literaturas, en la medida en que podría servir de recordatorio acerca de la verdadera naturaleza de la poesía en la modernidad.”
Claro que fue alguien al parecer poco afecto a las sutilezas, Mario Vargas Llosa quien, en otra entrevista muy cercana, con ingenuidad o desparpajo planteó nítidamente la inquietante disyuntiva: “El humor en mi obra tiene que ver con la necesidad actual de acercarse a un público que no está dispuesto a invertir mucho esfuerzo intelectual en la lectura.” ¿No es esto confesar que no se crearía ya de acuerdo con cierto ideal de la literatura o del arte, para intentar un diálogo o al menos un contacto con ese fecundamente superyoico tribunal de los mejores que --según el sagaz australiano Robert Hughes-- todo creador legítimo lleva en su conciencia? Ahora, viene a decirnos crudamente el autor de Pantaleón y las visitadoras, escribes para vender o no escribes para nadie.
Pero fue el padre de la novela moderna, Gustave Flaubert, en una carta a Maupassant y ya en 1872, quien había anticipado su propia respuesta para la misma cuestión: “¿Por qué publicar con los horribles tiempos que corren? ¿Es por ganar dinero? ¡Qué irrisorio! ¡Como si el dinero fuese la recompensa del trabajo!”. Y, por si fuera poco, en otra carta a George Sand, ese mismo año, se animó a sentenciar: “cuando uno no se dirige a la masa es justo que la masa no le pague. Es la economía política.” Mientras que nuestro Luis Chitarroni, refiriéndose al insólito dúo que alguna vez formaron nada menos que Joseph Conrad y Ford Madox Ford, apuntó con precisión que “Ninguno de los dos se ejercitaba en las genuflexiones de esa reverencia penosa por el mercado.”
Y yo no consigo dejar de preguntarme, hoy, con más angustia que ansiedad, ¿es que estaremos realmente tan lejos de lo instintivo y lo sagrado como para imaginarnos a Van Gogh reclamando un análisis de mercado antes de arrojarse a pintar sus Girasoles? “Han dejado entrar putas en Eleusis” clamaba, hace tiempo, el políticamente despistado pero artísticamente visionario Ezra Pound.
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