Publicado por primera vez en 1939 (magníficamente acompañado con litografías originales de Picasso y diez dibujos de Jean Fautrier), Lespugue es considerado con justicia como uno de los textos más notables de la poesía francesa moderna. Ventajosamente comparado nada menos que con el celebérrimo Cementerio marino de Paul Valéry, con mucha razón afirmó Léon-Gabriel Gros que “tiene todas las posibilidades de durar tanto como dure la lengua que Ganzo emplea”.
La Venus de Lespugue no es otra que la escultura auriñaciense descubierta por René de Saint-Périer en Lespugue (Haute Garonne, Francia). Pero esa calípiga imagen de mujer que nos llegó sorpresivamente desde el fondo de los tiempos, vino a revelarnos asimismo la otra imagen –indeleble-- de la Mujer que todos los hombres dignos de ese nombre llevamos en nuestro interior. La gloria de Robert Ganzo es haberla vuelto lenguaje, poesía, es decir mito, sentimiento y realidad a la vez.
Venezolano de lengua francesa, Robert Ganzo nació en Caracas en 1898, pero su familia se trasladó a Bruselas en 1910, dejando atrás una infancia en los trópicos que, sin embargo, iba a estar siempre en el meollo de su poesía. A partir de 1917 comienza a publicar pequeñas plaquettes en verso y escribe piezas que serían representadas en el Théâtre des Galeries. Hacia 1920 se instala en París, donde primero se hace bailarín (Sibelius, Chopin, danzas de América Latina) y luego se une a los tradicionales bouquinistes en las orillas del Sena. Hasta que instala su propia librería: Al vicio impune, que se volvería legendaria.
Allí, en París, frecuentó a André Breton y a Paul Éluard. Y allí se consagró su reputación de gran poeta del idioma de Francia, país por el que combatió valerosa y tenazmente en la Resistencia durante la siniestra ocupación nazi. Durante ese período volvieron a circular en forma clandestina sus Tracts, poemas-manifiestos (que había comenzado a escribir durante la guerra civil española), que recién serían publicados con su firma en 1947. En 1949 y 1950 se representó su obra Plutot q´une autre, primero en L´Atelier y luego en L´Oeuvre. Realizó diversas exposiciones de pintura y, a partir de los años 60, se consagró a la prehistoria y publicó, en 1963, Histoire avant Sumer, y en 1974 Livres de pierre ou la prehistoire reconsiderée. Entre otras distinciones, Robert Ganzo recibió en 1990 el Gran Premio de los Poetas Franceses. Murió el 6 de abril de 1995.
En poesía su obra es amplia: Tracts (1936), Orénoque (con dibujos de Fernand Léger, 1937), Sept chansons pour Agnès Capri (prefacio de Léon-Paul Fargue, 1938), Lespugue (1939), Rivière (1940), Domaine (1942), Langage (1947), Colère (1951), Résurgences (1954), y numerosas ediciones de arte ilustradas por Fautrier, Léger, Jacques Villon, Ossip Zadkine, Oscar Domínguez y muchos otros. Pero así como la estatuilla que hoy alberga el Musée de l´Homme deslumbró a todos descubriendo misteriosas y ancestrales resonancias que se creían adormecidas, así también el poema a la Venus de Lespugue, lúcidamente reconocido por el ya citado Gros como “el más grande poema de erotismo religioso que se haya escrito en nuestro tiempo”, también despierta –y despertará-- en todos nosotros la magia y la necesidad de la Mujer-Mujer, ese misterio cotidiano, compañera y vestal, madre y amante, porvenir y presente de la especie, de los mejores y más fértiles sueños de los hombres.
R. A. |
Último paso o final fuego,
a todo signo el caos lo borra.
Vientos colmados de frío azul
entre mandíbulas de hielo.
A la sombra de tu dormir,
entre las nieves y las piedras,
un primer sueño nace, igual,
a hielo que quema tus párpados.
¿Tu aliento, cual un agua se alza
hacia qué río incierto aún?
Abre tus ojos tras el sueño;
ya llega el alba y cesa el cielo.
¿Aquí es? Saqueos, hambres, sed,
tumultos: dejar que nos lleven.
Tus manos solas, como cajas,
guardan el resto de las noches.
Como los dientes de un mordisco,
alzándote cuando me alzaba,
tú me seguías, fiel esclava,
y quizás también te seguía,
esclavo sin terror, yo mismo.
Así, indiferentes, sombríos,
en celo, dos signos errantes
bajo lo hostil de un cielo pálido.
Bosques inmóviles sin polvo;
negros lagos que nada holló;
rutas de sangre; hitos de piedra:
gusto a rebaño resignado
que dócil va. Todo se borra.
detrás del sueño abre tus ojos;
tu cuerpo es cálido y friolento;
mis ojos de animal cansado.
El día. Mira. Una colina
derrama hasta nosotros pájaros,
floridos árboles y aguas
en verde hierba que se inclina.
Mujer, tú en fin –carne besada—
como tú tensa, arco de éxtasis,
revelas súbita tu gracia,
tus manos ebrias de rocío.
Tus ojos sabios en paisajes
yo los aprendo esta mañana
incólume a través de eras
y alcanzados para siempre.
Ya las palabras, de luz hechas,
en nuestro fondo se preparan:
y yo separo tus rodillas,
temblando de inicial ternura.
¿Dónde terminas? Te he dejado
en el calor de nuestro abrigo;
pero andas tú en mi pensar,
te me adelantas, como un grito.
Lobos no tienen tal clamor
cuando se abate aquel que muere;
y en los vientos no está el rumor
que voy llevando como ofrenda.
Yo te dejo y me acompañas
a las penumbras de esos bosques,
a esos barrancos, a esas cimas
donde las nubes se desgarran;
y en mis manos, cuando bebo,
lo que yo veo es tu rostro,
el primer rostro entre todos
abierto por primera vez.
La sombra sube y te me roban.
A tus confines perseguida,
te duermes. Y yo, vigilante,
escucho el pájaro rozándote,
las fuentes, tu rumor de vida
venido de lejano albergue,
y el gris follaje que agita
un lento aliento harto de voces.
¿Dónde terminas, si reencuentro
tus brazos que esperan, tus fiebres,
y el misterio que hay en tus labios
como ese fuego criador?
Sonríes cerca de ese reino
donde va tu mirada aguda;
y tu fuerza, como un torrente,
brota de tu vientre que sangra.
Si mi furor preso al racimo
de tu cuerpo tranquilo y fuerte
grita y se mezcla con tu sangre,
tu rostro lejos se me escapa.
Tu carne inmensa que yo estrecho
reía y lloraba en mi médula,
y encuentro, al fondo de tus órganos,
el caer sin fin de una estrella.
¿Dónde terminas? Tiembla el mundo;
y, en el fragor de las montañas,
renaces ya de los limones,
serpiente roja en el tobillo;
¿mujer, todo en vuelo y curvas
y entibiados resultados,
nácar y luz, carbón y sombras
de qué hundimientos producidos?
Vals que el estío ceba en savia,
veo tus senos dilatarse
y hasta tu vientre estremecerse
cual suelo cálido que se alza.
Tú me apaciguas si me asombro
de esos poderes que detentas
y sé, mujer, que tuyos son
rojos milagros del otoño.
Canta tu voz largos pasajes
de nuestros hermanos juntos
en horizontes, sus mensajes
al tronco de álamos se anudan;
osarios negros de días tórridos,
las hambres, la sed, insaciables,
y el suelto reír de las arenas
desgarrador de vacíos pechos;
las zarpas, marca de los dientes,
llamas temblando en la noche
de las llanuras infinitas,
la seca espera de las momias,
blanco desdén duro de huesos,
orden que acuña una piel muerta
rodando en alas de los ecos,
todo lo que esta tierra lleva.
Canta también que te merezco
con mis ojos, mis confusiones,
tus dedos de ocre en las paredes
de la roca en que huyó tu voz.
El silencio te ha desvestido,
--camino abierto a un solo gesto—
y mi maravillado orgullo
rodea a una mujer desnudada.
Primera y bravía quietud
donde yo bebo tus temblores
por conocer el sabor rudo
de los mares y de las selvas
que a ti te han hecho, provisoria,
caricia de ala, isla de carne,
mi compañera, que yo mezclo
al día continuo del marfil.
Tu torso se arquea lentamente
y tu destino se cumplió.
Estarás en las luces de ámbar
de nuestro asilo amortajado,
viva después de nuestro polvo
como una presencia encerrada,
cuando rindamos nuestras partes
de brisa, de onda y de humareda.
(Traducción de Rodolfo Alonso) |