Resultó particularmente alucinante tener que enfrentarse por escrito, en ese completo panorama antológico de Juan Antonio Vasco (1924-1984) que fue titulado como uno de sus mejores poemas: Déjame pasar (Último Reino, Buenos Aires, 1988), con el amigo ya muerto que sin embargo sigue viviendo, hablando, mirándome y gesticulando desde nuestra propia memoria, literalmente desde su imagen todavía activa y movediza, indeleblemente grabada en el fondo de nuestras retinas. Allí, donde se albergan inclusive instantáneas imágenes probablemente significativas de desconocidos a veces entrevistos, conviven también muchos queridos compañeros ya muertos, y de modo especial aquellos que tuvieron que ver con nuestra ansiosa adolescencia y por lo tanto con los cimientos de nuestra formación.
Extraño es aquí entonces toparse hecho lectura a un Juan Antonio Vasco que dentro mío conservo tan vivo y fresco como cuando lo conocí, apenas poco tiempo antes de su primera larga estadía en Venezuela, o cuando volvió de allí, unos diez años después, antes de comenzar a caer postrado en su trágico lecho de enfermo, donde lo esperaba otro largo viaje, quizás hacia sí mismo. Era diez años mayor que yo, pero esa distancia no existía en mi trato con él, a la vez exigente y fraternal. Al envío de mi cuarto librito, allá por 1959, respondió con unas líneas donde adoctrinaba amistosamente algo así como: “Desmelénate, chico. A ver qué barro arrastras”. Es que ya había dejado Chascomús y tomado contacto con el surrealismo porteño. Pero esas palabras suyas, a la vez toda una estética (y también toda una ética), nos testimonian y nos adelantan que su sincera adhesión a los postulados de Breton y sus amigos no era en absoluto, de ningún modo, tan solo intelectual.
El choque de aquella imagen íntima, privada, con el redescubrimiento que supuso para todos aquella inteligente y eficaz antología tan generosamente preparada por Ricardo H. Herrera, fue capaz de producirme ciertas reverberaciones que quizá superan, intuyo, el caso particular. Porque la palabra escrita, la palabra poética (y muy especialmente esta palabra), no es por supuesto meramente el reflejo, digamos especular, de una personalidad. No es, apenas, un instrumento, y mucho menos un utensilio. Aún para quien no acepte que el lenguaje tenga una vida propia, y se niegue entonces a imaginar que podamos ser nosotros su instrumento y no sólo a la inversa, difícil será negarse a la evidencia de aquello a lo que tan bien aludió el límpido Pedro Salinas: que el lenguaje tira de uno. Y ya que estamos hablando de surrealistas, recordemos que la ortodoxia de ese movimiento quiso liberarse de los imperativos de la razón e imaginó –Breton dixit-- un “automatismo psíquico puro” que permitiría la libre expresión del inconsciente. Pues bien, tal automatismo entonces considerado archi-revolucionario, a mi modesto entender no deja de seguir considerando al lenguaje como un instrumento, en este caso del inconsciente en lugar de la razón. Pero, a la vez, también resulta llamativo que, en una literatura como la argentina, donde prácticamente no ha tenido asidero el llamado “realismo mágico”, haya sido de los integrantes dl pequeño grupo filosurrealista de donde surgieron voces tan hondamente, tan íntegramente latinoamericanas como las de Enrique Molina, Francisco Madariaga o Juan Antonio Vasco. Así como no es menos llamativo que, en todos ellos, cada cual a su modo, el esplendor de los paisajes soñados e entrevistos se haga uno, se haga carne en el esplendor de los lenguajes, orgánicamente espontáneos, y a la vez sabiamente, sagazmente populares, en el mejor sentido.
Esa lograda antología, que creyó conveniente dividir su contenido entre poemas, cuentos, ensayos y traducciones (coincido en que no he leído mejor traducción castellana de Gottfried Benn), además de su innegable oportunidad al volver a poner en circulación, entonces casi por primera vez entre nosotros, la entera personalidad de un poeta absolutamente singular y a la vez también significativo como vimos de ciertas actitudes más generales, ostentó asimismo otros méritos. Que comenzaban directamente por Historia de Vasco, título homónimo de aquel drama del luminoso Georges Schehadé que tan bien le sirvió allí a Herrera, en un lúcido hallazgo, (y me sirve ahora a mí) para denominar igualmente a su atinada introducción. En la que sigue casi paso a paso, con fidelidad y lucidez, pero no sin rigor, el itinerario vital de nuestro poeta: su infancia de huérfano a quien llevan a vivir al campo, su adolescencia en Chascomús, el encuentro con los surrealistas porteños, los diez largos años en Venezuela, esa larga y lenta agonía de su maldita enfermedad (sobrellevada con tanta entereza, con tanto valor, realmente ejemplares).
Algunas claves se desprenden de ese estudio: en primer lugar, la honestidad absoluta –doy fe--, la absoluta inocencia con que Vasco vivió y nunca trató de ocultar sus contradicciones (esas contradicciones que, en términos generales y para otros casos, alguna vez comparé con señales de estar vivo), principalmente entre las antónimas poesía y publicidad, sin duda como agua y aceite para quien adhiriera de algún modo al ideario surrealista que, bien sabemos, no era revolucionario apenas en literatura, y el ejercicio de altos cargos directivos en una desmedida multinacional. Pero también, y de un modo cabalmente relevante, su fidelidad, su pasión, su entrega a esa dicha del lenguaje que la poesía es según Wallace Stevens (su hermano también en contradicciones). Si Vasco inicia su producción a través de las formas clásicas castellanas, y aunque después tomara otros caminos, incluso opuestos, también es verdad –como allí se apuntaba-- que nunca las despreció, especialmente en el sentido de que él bien sabía que no debían considerarse una finalidad, sino un instrumento. Uno de los instrumentos posibles para ese genio de la lengua que tanto le conmovió a él mismo descubrir vivo y contagioso en su itinerario latinoamericano, y sobre todo en su contacto tan fraternal con el pueblo de Venezuela.
Si hoy podemos afirmar, no sólo por haberlos releído en aquella antología que, especialmente su imborrable Hay que pagar, pero también, quizá en menor medida, su sintomático Prohibido pasar, serán seguramente dos textos imprescindibles cuando se quiera hacer una selección certera de la poesía latinoamericana contemporánea, bien sabemos que ello no ha de ser así tan sólo por sus evidentes, inclusive sonoros hallazgos verbales, por sus logros digamos estilísticos, que los tienen, y muchos, sino también por la forma en que, al hacerlo, allí quedan encarnados asimismo de manera inefable, inescindible, su denuncia del hambre y la injusticia que soportan tantos humildes de estas tierras, aquella otra idea de la poesía que “se hace negación de la iniquidad” que enarbolara –a lo mejor sin proponérselo-- nada menos que Baudelaire. Belleza que es verdad, y también viceversa, la palabra de Juan Antonio Vasco no seducen enuncia. Como la indeleble “rosa de fuego” que él supo entrever y enaltecer también en don Antonio Machado, el fuego de su verdad y el fuego de su belleza vivirán hechos uno en el poema logrado, seguirán viviendo en otros, que sean dignos de ellos. |