No sin cierto atisbo de sabiduría, oí decir que después de la primera muerte, física, con el tiempo llegaba la segunda y definitiva, al desaparecer nuestro recuerdo (con su propia muerte) en la memoria de quienes nos conocieron. Pero la verdad es que no hay pautas a las cuales acogerse en estas lides. Somos hijos del tiempo y del azar, y por lo tanto impredecibles, también como destinos.
Mucho de todo ello hay en la vida y obra de Alejandra Pizarnik (1936-1972). Cumplidos ya aquellos plazos tal vez imaginarios (y quizás por esa misma muerte muy probablemente voluntaria que vino a rubricar, con semejante decisión, la íntima validez de angustias que de otro modo algunos podrían considerar quizá retóricas), su poesía siguió sosteniendo una creciente dimensión, tanto en ciertos medios extranjeros como entre muchos jóvenes locales. Si el suicidio constituye el feroz testimonio de una solvencia rubricada con la vida, también es verdad que, tarde o temprano, tratándose de obras literarias son los textos por sí solos, desnudos de anécdota y pre-juicios, los que deberán afrontar a las generaciones posteriores.
Por eso ha hecho muy bien Cristina Piña, sin duda una de sus más dedicadas estudiosas, no sólo en compilar con tan perfecto sentido de la medida sus “Textosselectos”, esa eficaz antología que reúne, en un solo volumen de tamaño accesible, muestras sumamente representativas de la poesía y la prosa de Alejandra Pizarnik, sino en acentuar, dentro de su preciso e informado prólogo, lo que llama “la estructuración formal de su poesía” y, como es ineludible tratándose de un autor significativo y de manera muy especial en este caso, también “la certidumbre contraria de que el lenguaje no alcanza”.
Quiere decir que ahora, al mismo tiempo que, superados los encantamientos iniciales, por otra parte comprensibles, van apareciendo voces críticas que comienzan a evaluar desde ángulos felizmente diversos y no siempre del todo complacientes el sentido y el alcance de su arte (esa digestión de una obra para convertirla en cultura, cosa que nunca puede --o debería-- volverse apenas una intangible canonización, sino una ineludible apropiación desde distintas perspectivas, a mi modesto entender sí vendría a constituir una prueba definitiva de permanencia), aquella breve pero jugosa antología, tan sólidamente estructurada por Cristina Piña, resulta una herramienta invalorable para los nuevos lectores que quieran acercarse sin anteojeras a Alejandra Pizarnik.
Lo cual nos ha de producir, confiemos, libres y fecundas consecuencias. En mi caso particular, por ejemplo, y aceptando carencias del propio observador, si consigo olvidar la prueba de fuego de su suicidio no alcanzo a leerla sin desterrar del todo la inquietante sensación de que (incluso cuando más literariamente lograda) nunca se entrega del todo, no deja de ocultarnos algo, no siempre alcanza los dominios de la evidencia, allí donde la palabra encarnada sobrepasa los límites de la inteligencia y el gusto para volverse llama viva. Eso que por ejemplo, cuando la oímos enunciar que “Yo estaba predestinada a nombrar las cosas con nombres esenciales”, por su misma trágica dimensión humana nos hace sospechar que vivencias así, inocentes y ambiciosas, no se agotarán nunca en su mera enumeración. Y que (precisamente a ese nivel) sólo nos convencen a fondo, nos contactan, cuando saltan de improviso sobre nosotros desde el fuego del logos. Nunca como razonamiento o descripción.
Lo que vino a acentuarse, en forma inesperada pero a la vez prevista, con la aparición en superficie de inesperados documentos. Difícilmente podríamos imaginarnos a Rimbaud, por ejemplo, puntualizando: “Numero las cartas para nuestros futuros biógrafos”, como ella lo hizo al dirigirse, desde París, a su temprano psicoanalista León Ostrov.
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