Los audaces impulsores de una esforzada revista literaria me ofrecieron cierta vez --más que generosamente-- la oportunidad de ocupar su sección “El oficio de poeta”, cuyo título siempre resultó para mí directamente estremecedor, y por más de una razón. Escrito originalmente en noviembre de 1934, “Il mestiere di poeta” fue uno de los dos textos en prosa agregados como apéndice por Cesare Pavese a la edición definitiva de su primer libro de poemas: “Lavorare stanca” (cuyo lanzamiento había sido de 1936, por Solaria, con aprobación previa de Elio Vittorini), que iba a ser publicada por Giulio Einaudi Editore en octubre de 1943.
Esa doble figura, la de aquel escritor y la de ese texto --casi me atrevería a decir la de ese título, porque lo de “El oficio de poeta” vino a convertirse con el tiempo en algo así como una metáfora-paradigma--, están raigalmente ligados a mi propia vida. Y no sólo por las resplandecientes consecuencias que, para mi formación, tuvo su descubrimiento en mi primera adolescencia. Sino también porque fue precisamente ése uno de los textos, y precisamente ese mismo título el elegido para el conjunto, cuando con Hugo Gola seleccionamos y vertimos al castellano (lo que constituye además el comienzo de mi no escasa tarea de traductor) una antología de ensayos de Cesare Pavese que Nueva Visión publicara en septiembre de 1957. Con tanto éxito que tuvo que reeditarla en varias ocasiones sucesivas. Y con tanta repercusión que, inclusive hace no poco tiempo, al publicarse ya en dominio español las obras de Pavese, se siguió utilizando como título de uno de sus libros al de aquel viejo texto. Que, como vimos, en realidad es sólo uno de sus primeros ensayos.
¿Cómo colocarme ahora, entonces, tantos años después, de algún modo bajo esta misma leyenda memorable, y pretender que puedo hablar --como si fuera fácil, como si me fuera fácil-- de cuál es la situación actual de la poesía? ¿Cómo hablar, hoy, en apariencia despreocupadamente, de algo que está tan bella, tan trágicamente unido a mi destino?¿Y justamente bajo el emblema de la llaga siempre abierta?
Hablar del oficio de poeta, entre las décadas del treinta y del cuarenta, implicaba como siempre cuestiones diversas. La más evidente, casi palpable, era la intención de desacralizar la imagen del poeta. Y, teniendo en cuenta no sólo el aire de la época, sino también las peculiares opiniones político-sociales que ya iban madurando sin duda en el joven Pavese, la idea de la poesía como un oficio podía ser aprehendida por lo menos también en otras dimensiones: una, haciendo al poeta hermano de todos aquellos que vivían de un oficio, que tenían un oficio; otra, desacralizando como vimos la imagen del poeta, convirtiéndolo quizás en alguien cuya tarea podía encararse como la de cualquier oficio y, lo que es muy importante, cuyos productos tenían entonces destinatarios, venían a cubrir alguna necesidad.
Claro que estos asuntos no son nunca lineales. Por empezar, el contexto donde aquello se escribía (un mundo en el que había pueblos capaces de enfrentarse con el fascismo y donde había hombres a los que cabía considerar como compañeros), resulta en absoluto antípoda con el mundo en que nos toca sobrevivir hoy. Después de todo, el feliz neorrealismo que había embebido a la cultura italiana precisamente durante los años de la resistencia antifascista y que florecería luego con la posguerra, no era por supuesto sólo un movimiento estético sino una actitud humanista, social, cultural, incluso política.
Pero, y atención a esto, dentro de esa amplia corriente no se habían disuelto sino que continuaban latentes y activos meollos fecundísimos de la cultura. Y no es casual que, cuando pensamos en ello, mencionemos a un escritor como Cesare Pavese. Si hay alguien que ya entonces se había negado a simplificar excesivamente las cosas, si hubo un intelectual que no fue tentado nunca por la demagogia, ése fue sin duda Cesare Pavese. Y una prueba muy simple al respecto, y que inclusive viene al caso, es la siguiente. Si su título El oficio de poeta viene a traernos como vimos todas esas resonancias de que hablábamos en líneas anteriores, ¿cómo comprenderlas a la luz de esta otra reflexión suya: “En mi oficio, pues, soy rey”, contenida en ese libro indeleble que son sus memorias de “Il mestiere di vivere”? Porque esta idea de la autonomía del oficio, como vemos casi monárquica, no sólo casa mal con los proyectos sociales de carácter decididamente colectivo que se estaban soñando en aquellos años de dolor y de esperanza sino que, más bien, parece devolvernos a cierta fraternidad exclusiva de los gremios medievales, que se traspasaban de generación en generación un oficio conservado casi secreto, ajeno a extraños.
Entre dos ámbitos del oficio de poeta, aquel que se quiere implicado en los sueños mejores de la humanidad, sueños no de egoísmo sino de fraternidad, y el no menos ambicioso de imaginar la tarea creadora como de una soberana autonomía, aunque nunca totalmente desligada de lo anterior, caminos ambos que como vimos podemos reflejar casi simultáneamente con el célebre título-metáfora de Pavese, debo confesar que se tendió mi ansiosa adolescencia. Mi edad y mi destino me permitieron convivir todavía, siendo casi un niño, con algunos de aquellos héroes de lo que luego sería mi personal mitología, principalmente republicanos españoles y antifascistas italianos, de cuyo límpido coraje y de cuya honrada conciencia civil aprendí sin duda una lección de moral que nunca olvidaré. Una lección de moral que no me llegaba envuelta en absoluto con ningún maniqueísmo, ya que muchos de ellos habían combatido al mismo tiempo al fascismo y al stalinismo, pero sí embebida con una imagen de la poesía que era a la vez de autonomía y de servicio, ética y estética, poema y canción. Durante la década del treinta, principalmente en España pero también en Alemania y en Italia, y un poco por todas partes, los poetas habían ocupado dignamente su lugar en las luchas comunes por la libertad y la justicia, y su palabra llegaba muchas veces empapada con los gritos de desesperación y rebeldía. Pero también, como no podía ser de otro modo, para nada de forma maniquea. Y muchos habían aprendido en carne propia que el valor testimonial o público de un poema era mayor y más efectivo cuanto más efectiva y mayor era su soberanía.
Con el tiempo, pasadas muchas décadas, apagados muchos de esos fuegos, pasada mucha agua y hasta mucha sangre bajo demasiados puentes, hemos dejado atrás bastantes ilusiones y algunas certidumbres. Pero de tan agria experiencia surge a veces también un incierto sueño de razón, una árida y a veces ácida sabiduría. Hoy aceptamos que los pueblos también pueden equivocarse, que la historia no es lineal y que el progreso no es necesariamente continuo. Pero no renunciamos, porque no podríamos renunciar a nuestro propio ser, a la idea de que es posible imaginar (acaso como tensión permanente, sin un final definitivo) un mundo con mayor libertad y más justicia.
La poesía entre tanto, ha dejado ya varias décadas atrás de ser testimonio y bandera, y se refugia, a la defensiva, acaso en sus últimos bastiones. Si es que también estos no han sido arrasados, y tal vez hace tiempo. Fue nada menos que Ricardo Piglia quien llegó a decir1: “A mi juicio la literatura es un ejército en retirada que ha sufrido una derrota y le queda una vanguardia, que es la única que lucha tratando de resistir a ese ejército que avanza para liquidar a la literatura como un espacio posible de circulación de lo que hoy llamamos social”. Lo que me parece que no se animó a decir Piglia, lo que me parece que se le está escapando como un doble fondo por debajo de las palabras que enuncia, es que a eso no se le llama vanguardia, que es siempre la de un ejército a la ofensiva, sino más bien destacamento suicida, o sea aquel que ofrenda su vida para cubrir la retirada de sus compañeros derrotados. Y tengamos en cuenta que no se estaba refiriendo a la poesía, sino a la narrativa, hoy todavía el género dominante, dentro de los limitadísimos límites de la situación.
Como debió ocurrir siempre, aunque a veces no se lo pueda soportar, de nada sirve cerrar los ojos para no ver la realidad o esconder la cabeza como el avestruz. La única forma de enfrentar una realidad, por amarga que sea, nunca será la del doctor Pangloss, que siempre creía estar viviendo en el mejor de los mundos posibles. Los problemas que afectan a la expresión y la difusión, a la existencia social y por lo tanto cultural de la poesía, no tienen que ver simplemente con la vigencia o no de un mero género literario. La poesía es “la alegría (la dicha) del lenguaje”, como bien dijo Wallace Stevens, y lo que la afecta intuyo que es aquello que está afectando al corazón mismo, al núcleo mismo de la hominidad, que es precisamente su lenguaje. El problema no es sólo que hoy la poesía no circule o que se escriba mala poesía, sino que ese fenómeno es el síntoma más evidente de que la humanidad está abandonando --o acaso ya abandonó-- algo que le fue ínsito, que le dio umbral y futuro, y que es su espontánea capacidad de creación de lenguaje vivo. Fue Michel Butor2, poco antes de 1963, quien supo ver que “El poeta es aquel que se da cuenta de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está en peligro”. Y algo de eso había entrevisto ya W. H. Auden3, no mucho tiempo antes, al afirmar tajantemente: “Hay un mal literario que nunca se debe dejar pasar en silencio, sino atacarse continuamente, y ese es la corrupción del lenguaje, ya que los escritores no pueden inventar su propio lenguaje y dependen de aquel que heredan, de donde se desprende que la corrupción de éste implica tácitamente la de aquellos”.
Pero hoy, ya adentrados en el siglo XXI, simplemente escuchando a nuestros contempóraneos, podemos imaginarnos que ya no habrá necesidad de que un pueblo como el árabe, pongamos por caso, se vea en la necesidad de inventar diez mil palabras diferentes para decir simplemente “caballo”. Esa riqueza viva, orgánica, en ebullición, latente, que es una lengua humana viva, cualquiera sea su dominio y su amplitud, su extensión y su influjo, está hoy gravemente enferma y hasta en riesgo de extinción. A partir de 1945, cuando finaliza la segunda guerra mundial, comienza a extenderse sobre el planeta una nueva cultura, la sociedad de consumo, que alcanzó a masificar en forma vertical, no horizontal, de arriba abajo, los gustos y las ansiedades de la comunidad. Esa nueva cultura se ha impuesto y, valiéndose de los adelantos tecnológicos del audio y del video, de la red virtual y la informática, ha producido una conmoción espiritual de carácter tan grave, y tan irreparable, que no somos ni siquiera capaces de evaluar sus consecuencias. Durante miles de años la humanidad ha vivido dentro de civilizaciones cuyo centro era el lenguaje. Y mucho me temo que, por el contrario, estamos asistiendo a las estribaciones de una inmensa y profunda mutación cultural, que podrá aspirar tal vez a otros prodigios hipertecnológicos pero en la cual, me duele anunciarles, el lenguaje ya no será el eje.
La crisis de la poesía entonces, a la luz de estos acontecimientos, a mi modesto entender ya no puede ser encarada solamente como una alternativa entre la torre de marfil y la acción solidaria, entre aislarnos o salir a buscar un público. Como bien dijo Octavio Paz, hablando de D. H. Lawrence, a mí también la literatura me interesa como comunión, no apenas como comunicación. No hay ya torre de marfil ni catacumba donde ocultarse porque lo que se ataca, lo que se ha dañado, es el lenguaje humano, es decir el mismo ser de la poesía y del hombre. Y de poco sirve pretender enfrentarse a las nuevas teofanías tecnotrónicas, eminentemente audiovisuales, empuñando como arma un instrumento, la palabra, el lenguaje, que si pudo durante siglos hacer de su humanísima ambigüedad una cantera hoy está afectado quizás en su ser más íntimo.
Hemos llegado a plantearnos, cada vez más rotundamente, una conciencia ecológica de la deletéreas consecuencias con que cierto “progreso” viene dañando al planeta de todos, amenazando a la vida misma. ¿Pero alguien ha pensado en lanzar su grito de alarma contra los daños ecológicos a la propia naturaleza humana? Volviendo a nuestro tema, por ejemplo, ¿cómo enfrentarse a la inmensa seducción del espejismo tecnolátrico con una palabra que ha dejado de ser sagrada? Ni en los sueños de los materialistas más ambiciosos se habría podido llegar a desacralizar, de una manera tan profunda y efectiva, prácticamente a todo el planeta. Las cosas nos invaden, nos han vuelto cosa, y la espantosa mudez de la humanidad absorta ante las pantallas mesmerizantes es el contexto donde debemos movernos, vivir, sobrevivir. ¿Alguien recuerda a “Farenheit 451” 4? Pues siento mucho decirles que ya hemos superado (y no sólo cronológicamente) a “1984” 5. El rótulo de una de las metáforas más escalofriantes de ese libro-alegato, el Gran Hermano que era allí el rostro omnipresente de un líder totalitario que desde las pantallas ubicuas controlaba hasta lo más íntimo de una humanidad sometida, hoy ha logrado ser no sólo expropiado sino vaciado de sentido, trastrocado hasta convertirlo –no en la ficción, sino en la realidad-- en el paradigma desolador de un nuevo totalitarismo, el de la banalidad, el del mercado globalizado, frente al cual se agolpan masas de voyeurs ávidos de sorprender una intimidad ficticia, ya que sus protagonistas no son también sino (como quienes los espían) siervos satisfechos que consienten.
¿Es posible, entonces, pensar todavía en hacer el poema como si fuera simplemente un problema técnico, un problema de oficio? Las inmensas preguntas quedan ahora abiertas. Y habrá que contestarlas.
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