Desde que por primera vez, allá a mediados de 1994, descubrí profundamente conmovido, en lo alto del cerro Nutibara, rodeado en su gran anfiteatro al aire libre durante horas y horas (e incluso bajo la lluvia) por miles y miles de atentos, cálidos, fraternales habitantes de la injustamente desangrada Medellín, como no pude evitarme decirles allí mismo que les agradecía poder ver al fin concretado lo que profetizara Lautréamont: “La poesía debe ser hecha por todos”, intuí con deslumbradora certidumbre no sólo que ellos eran los principales protagonistas, los auténticos poetas, sino también los verdaderos artífices de ese milagro reiterado y creciente que, a través de su Festival Internacional, ha convertido sin duda a la ciudad cabecera de la provincia colombiana de Antioquia en capital mundial de la poesía.
Han errado, entonces, quienes han enfocado sus desdenes contra el esforzado grupo de seres humanos que, con sus más y sus menos, con sus muchos aciertos y sus previsibles errores, han ideado, organizado, sostenido y mantenido vigente a este evento memorable y ejemplar. Porque los verdaderos artífices, los verdaderos creadores del inolvidable Festival Internacional de Poesía de Medellín, al cual auguro larga vida para que nos siga dando vida, son sus muy numerosos, apasionados y devotos sostenedores, los hombres, mujeres, ancianos, jóvenes y niños de su pueblo, que le dan su verdadera dimensión y sin los cuales nunca hubiera sido posible. Gracias, de corazón. Salud, hermanos.
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