Sin duda, ¡y aún en estos tiempos!, algunos poetas continúan siendo vates. En relación con el segundo libro de Julio Llinás (La Ciencia Natural, Boa, Buenos Aires, 1959), Alejandra Pizarnik llegó a advertir --con justicia-- lo que era evidente para un oído atento y calibrado: “Ninguna palabra inútil. Ninguna frase espuria”. Es decir, la extrema precisión de un lenguaje a la vez inquietante y perfecto. Pero desde París, fue Jean-Clarence Lambert quien lograba ya entonces vislumbrar, sobre el mismo texto y también hace más de cuatro décadas, lo que este autor viene a contagiarnos en realidad recién ahora, tanto tiempo después, con sorprendente y rabiosa desnudez casi en cada nuevo libro suyo: “Para Llinás, la poesía no es sólo una actividad literaria sino que debe entrañar el testimonio de una experiencia vivida. Su objetivo es la puesta en evidencia de una verdad viable, una aproximación a la existencia verdadera y total”.
Claro que para eso, después de haber hecho arder su juventud entre los surrealistas argentinos y franceses, después de haber sido el creador de la revista Boa, un momento crucial de la vanguardia vernácula, después de haber realizado inteligentes y poco confortables aportes en relación con las artes visuales (su otro amor), tuvo que entregarle veinte años de su vida a la seductora bruja Publicidad, que le devoró los huesos haciéndolo triunfar, hasta que supo desprenderse de ella y abandonarla por su vieja amante, la poesía, a la que ha vuelto a entregarse de lleno, pero no sin haber concretado al mismo tiempo, acaso en forma compulsiva, precipitada por la tentativa casi desesperada de recuperar el tiempo perdido, una celebrada obra narrativa que ya comprende seis títulos, comenzada con muy buenos augurios mediante su De eso no se habla (1993), llevado al cine por María Luisa Bemberg con la complicidad de Marcello Mastroianni, para culminar con la publicación de novelas como El fervoroso idiota y Circus.
No hay, como se ve, muchos casos semejantes ni muchas situaciones similares en la literatura argentina contemporánea. Pero fue un bienvenido y nuevo libro suyo de poemas tan significativamente titulado con un verdadero hallazgo: Sombrero de perro (Casandra, Buenos Aires, 1999), el que vino en realidad a convertirlo, a mi modesto entender, en algo así como un extraño paradigma, a la vez actualísimo y tal vez a destiempo. Porque no es usual, en los días que corren, toparse en estas lides con la entrega incondicional y la feroz fidelidad que testimonian esas páginas. Aquello que como vimos percibió tan bien Lambert hace ya tiempo, una poesía existencialmente vivida y encarnada de manera inescindible con el propio fluir de la existencia (“¿Estaré hablando de mí mismo?”, hace como que se pregunta el autor, tantas veces quizás ajeno a lo que le está ocurriendo), hecha de carne y de memoria, pero también del esplendor de un lenguaje quizás ya no perfecto pero sí tocante y desbocado, donde se refleja el mundo (un mundo bellamente, devoradoramente tantálico), nos alcanza en esas páginas con la certeza de la pasión.
Como quería su recordado Walt Whitman, quien toca a ese libro, toca a un hombre. Y toca también, a través de su furiosa sed por la belleza, esa convincente Miseria de la poesía, que tantos implicados no lograrán acaso percibir en sí mismos. Y, a través de él, también ¡y en estos tiempos!, sin duda los que resulten capaces alcanzarán “a rozar la realidad / ese otro ensueño”.
Como anticipo, recibí de sus manos los originales de Crepúsculo en América, el nuevo libro de poemas que iba a publicar poco después (Casandra, Buenos Aires, 2000). Y al leérmelo entero, de un tirón, me descubrí experimentando la extraña sensación de que asistía a algo así como a una Fiesta de Resurrección, al flagrante y puntual Regreso del Hijo Pródigo. Tantos años después, y profundamente conmovido, sentía renacer en estas páginas vibrantes y encendidas a aquel joven entusiasta y generoso con quien nos habíamos conocido siendo yo casi poco más que un niño, allá a comienzos de los años cincuenta, cuando ambos formábamos parte apasionadamente de sendos grupos nucleados alrededor de dos significativas revistas literarias: Poesía Buenos Aires y A partir de cero, con tantos vasos comunicantes entre sí, y que con tan renovador como definitivo impulso iban a modificar de una manera profunda y luminosa la teoría y la práctica de la poesía argentina contemporánea.
Ahora, con los poemas de Crepúsculo en América, era como si la vida entera de Julio Llinás (marcada con un fierro al rojo por tantas desdichas personales, que no lograron sin embargo ni por un momento amilanar su irrefrenable dicha de vivir y su agudo sentido del humor, con el que, como deber ser, solemos jalear todavía casi a diario nuestros mutuos egos) no apenas retornara como el salmón a su punto de partida sino que, mucho mejor, venía a reencontrar ahora en su flamante devenir tanto los yacimientos mismos de su legítimo impulso juvenil, al parecer nunca extinguidos, como el rico tesoro de experiencia viva en que venían a convertirse, ante sus ojos, que imagino asombrados, los que él mismo creía tal vez años desperdiciados. Deglutido durante casi un ventenio por el anonadante y obsesivo espejismo publicitario, no obstante había sobrevivido indemne como Jonás en el vientre de la Bestia, y ahora era capaz de devolverle, a ella, golpe por golpe y a nosotros podía, felizmente, devolvernos también pasión por pasión, dolor por dolor, poesía por poesía.
Como el arpón de Ahab dirigiéndose cimbreando contra las fauces chorreantes de la Gran Muerte Blanca, como un explosivo de espléndido efecto retardado, en su Crepúsculo en América, la memoria --que también es un arma-- ha estallado feroz después de tanto tiempo devorador y devorado, y la resaca hirviente de todo lo vivido viene a erguirse ahora como un esbelto y contradictorio geyser refrescante, incluso liberador. Pero no surge a solas. Al filo mismo del instante, precisamente en el momento justo, la renacida precisión ya no apenas verbal (hija legítima de la indignación y de la náusea) restalla ahora como un látigo, y los blasones del surrealismo bien cocido, a punto, resurgen para entonar la Marcha Fúnebre Triunfal contra todo Poder que intente oponerse a la poesía.
Recogiendo a la vez, y en ambos casos seguramente sin habérselo propuesto, el imborrable "NO" que Rubén Darío supo encajarle al peor de los Roosevelt, pero también ese hilo de oro y de baba incandescente que el indeleble Federico dejó encendido como otro reguero de pólvora en el espeso aroma de su Canto a Walt Whitman, la poesía vuelve a emerger aquí desnuda para renegar de la miseria en que han querido amortajarla, y escupir ácidamente viva al rostro mismo de la iniquidad que al despreciarla se propuso negarla, aniquilarla, borrarla con su corte de esplendores y andrajos de la faz de la tierra.
Y yo imagino al mismo tiempo la alegría todavía húmeda y acaso temblorosa con que, de algún modo ya inmortal ahora, porque pudo sobrevivir a esta forma de muerte, Julio Llinás habrá vuelto a sentir que resurgía también él, al hacerlo, por esos borbotones de su canto despellejado y desolado, ineludiblemente contagioso, por los sangrantes orificios mismos de las heridas candentes de ese pasado-presente de cuya vieja y seca piel no conseguía quizás hasta ahora desprenderse, aquella que lo deslumbró desde su primera juventud, con la bárbara inocencia de un esplendor de vida, de una estampida de salud: la ciencia natural de la poesía. |