Al parecer, Raymond Aron dijo hace ya mucho tiempo que la Argentina resultaba “la gran desilusión del siglo XX”. Sin duda es un grave diagnóstico. Y que debería preocuparnos igualmente, a nosotros, los argentinos, aunque lo calibráramos desde su evidente perspectiva eurocéntrica. Pero, si así fuera, qué comparación podría tener eso con la frase, desesperada y lapidaria, que Ricardo Piglia afirmó haberle escuchado en 1959 a Ezequiel Martínez Estrada, sin duda uno de los más concernidos y poco complacientes grandes intelectuales argentinos: “ La Argentina se tiene que hundir. Se tiene que hundir y desaparecer, no hay que hacer nada para salvarla, si lo merece volverá a reaparecer y si no lo merece es mejor que se pierda”.
Palabras que hoy, casi cinco décadas después, no dejan de conmocionarnos incluso aún más, acaso con el mismo rabioso y despechado amor, cuando no habiendo podido atinar todavía con el diagnóstico preciso y neto de lo que nos condujo a esto, mucho menos podemos imaginarnos capaces de concretar la receta para salir, para recuperarnos. Probablemente el único “milagro” que hayamos concretado los argentinos sea, contrariamente a las Bodas de Caná, el de haber permitido, el de haber logrado volver miserable a un país tan insoslayablemente rico. Milagros de dentro y de fuera, por supuesto.
Yo escribí estas líneas muy cerca de Buenos Aires, el 8 de febrero de 2002, en pleno reventón de una de las crisis políticas, sociales y económicas más profundas que haya vivido mi desdichado país. Y a pedido de un gran diario portugués que, gracias a la efectiva mediación de ese brillante escritor y artista que fue el entonces embajador José Augusto Seabra, precisamente en esos mismos momentos y con un carácter decididamente solidario, quiso dedicarle a la literatura argentina todo un número de su prestigioso suplemento cultural. Se trata de un gesto que no pude sino apreciar en toda su magnitud pero que, al mismo tiempo, en lo que hace a mis modestas capacidades, no deja de atraerme tanto como me inquieta. Perdóneseme, entonces, teniendo en cuenta que fueron escritas para lectores de otro país y en momentos de alta tensión emocional, la escasamente académica factura de estas páginas. Que acaso se justifica, precisamente, por aquellas circunstancias.
En efecto, ¿cómo es posible intentar transmitir a lectores de otras playas, por agudos y fraternales que sean, eso en gran medida tan palpable como indefinible que constituye la identidad y la personalidad, la sal y la gracia de una literatura? Y, al mismo tiempo, ¿cómo dejar de hacerlo, ante una tan cálida y generosa invitación? Así como acepto de hecho la especificidad del texto literario, su vida propia y sus propias leyes internas, que han de culminar cuando logra convertirse en un organismo latente, y sin recaer absolutamente en aquellos maniqueísmos de fondo y forma, de forma y contenido, de mensajes explícitos cuando no de consignas más o menos demagógicas, también me resulta imposible negar (hasta por experiencia propia) que la polisémica ambigüedad del lenguaje humano no deja de estar teñida o por lo menos enmarcada por los acontecimientos privados o públicos en que fue gestada. Que si el texto es autónomo, digamos, no hay texto sin contexto, individual e histórico. Hasta el poema de amor más desentendido y hasta la más ardua especulación metafísica no dejan de cobrar, además del propio, otro u otros sentidos cuando ubicamos la fecha en que fueron escritos y las circunstancias, particulares o sociales, que rodeaban su gestación.
No en el mismo sentido, pero acaso en similar dirección, hoy resulta quizás igualmente imposible que los textos literarios argentinos, a la luz de esta hoguera en que arden nuestras ilusiones y nuestras esperanzas, dejen de encarnar por lo menos en algo sus reflejos, no vean modificada en algo su valoración, su aprehensión. Cosa que por otro lado ha ocurrido a lo largo de nuestra historia.
Los textos fundamentales de nuestra literatura, aquellos libros de quienes podemos considerar los padres fundadores de nuestras letras (me refiero sobre todo a El matadero, de Esteban Echeverría; el Facundo, de Domingo F. Sarmiento; La excursión a los indiosranqueles, de Lucio V. Mansilla; y el Martín Fierro, de José Hernández) presentan para mí características muy singulares. Todos nacieron por lo general de una profunda inquietud política y social (los dos primeros son directamente panfletos contra Rosas) pero, también, al mismo tiempo, lo que me resulta doblemente significativo, ninguno de ellos se presenta estrictamente constreñido a un género. Ni El matadero es simplemente un relato, ni el Facundo es tan sólo un ensayo, ni Ranqueles es apenas una crónica de viaje. Y el mismísimo Martín Fierro, que en tantos sentidos se erigió como prototípico, como bien susurró Borges es más bien una novela en verso que estrictamente un poema.
De lo cual surgen, al menos para mí, algunas otras inferencias. Los libros fundamentales de la literatura argentina no fueron concebidos, estrictamente, como una pieza literaria destinada a intentar llevar a su culminación un género. Sino que como la misma naturaleza todavía en gran medida salvaje que los rodeaba, se trata de palabras brotadas más bien del instinto y de la pasión. Y en cuyo lenguaje, surgido acaso a borbotones, algo había que intentaba manifestarse y que no era tan sólo, al menos, por lo menos, la manifiesta intención política o contestataria de cada autor. Yo intuyo que había allí una realidad y un lenguaje, un lenguaje y una realidad tan fuertes, tan dramáticamente vitales e impulsivos, que quizá emergían a través de los textos, en la escritura, a sabiendas o no de su creador.
Para ello dispongo de algunas pruebas. Habiéndose visto empujado por Rosas a Montevideo, y encontrándose por lo tanto en un medio donde no sólo era usual sino preferible lanzar diatribas contra el dictador, quizá por haber experimentado él mismo que en esas palabras había surgido y palpitaba, inquietante, mucho más de lo que había supuesto proponerse, Echeverría no se decidió a publicar El matadero en tan favorables circunstancias. Cosa que no ocurriría sino mucho después, tras de su muerte, casi contemporáneamente con la aparición del Martín Fierro y por expresa iniciativa de ese brillante intelectual que fue Juan María Gutiérrez. Así como es usual percibir ahora en el Facundo, donde Sarmiento se tiraba a fondo contra Rosas (lanzando, ya desde el subtítulo 1, que con leve pero sintomática deformación el uso terminaría por convertirle en el sintomático y premonitorio lema de “Civilización o barbarie”, que iba a hacer historia), una oculta y probablemente inconsciente seducción del autor por la figura tan antípoda y no menos legendaria del caudillo que, a sabiendas, se había propuesto denigrar.
Yo intuyo que ambas emergencias, la de una realidad chúcara que no se resigna a aceptar “civilizarse” y, al mismo tiempo, la de un lenguaje no menos cimarrón y legítimo, que no se propone para nada someterse a los mandatos de un género, y que por el contrario se manifiestan mutuamente, como buscando y siendo su propia forma al mismo tiempo, representan de alguna manera la verdadera, legítima “tradición” de una literatura que, como su propio país, nunca terminó de encontrar su forma. Al menos todavía.
Sé que algunos dirán, tal vez, y casi de inmediato, “Pero, ¿y entonces, Borges?” Porque la canonización aparentemente planetaria en que ha venido a devenir su obra pareciera convertirlo, sobre todo desde una perspectiva europea, casi en una proyección sudamericana de esa misma cultura, maestro de una inteligencia y un lenguaje hechos de precisión e ingenio, de refinamiento y regodeo, supremamente “civilizado”. Y sin embargo... Y sin embargo basta leer a Borges desde su propia tierra, desde sus propias playas, e incluso sin recurrir a aquellos primeros libros rabiosamente nacionales (como El tamaño de mi esperanza) que él mismo se ocupó de silenciar en su madurez, para experimentar la sensación de que, sí, también a él, paradigma del civilizado, había “barbaries” que no dejaban de seducirlo. No basta leer tan sólo ese relato ejemplar, “El Sur”, patentemente autobiográfico, o limitarse a la modesta proporción de asesinos, guapos, compadritos y cuchilleros que anidan entre sus personajes, sino percibir incluso motivaciones más profundas, que le venían de su pasado de algún modo localmente patricio pero también ineludiblemente ligado con la entreverada historia, de muerte y de sangre, que cubre estas tierras aparentemente, sólo aparentemente sosegadas. Y recuerdo especialmente ese otro relato no menos ejemplar donde dos hermanos, apasionados de la misma mujer, terminan asesinádola a dúo para que no interfiera en su “amistad”.
Sí, también en Borges, refinado y sensibilísimo, y quizá por eso mismo, se manifiestan pulsiones, tensiones, conflictos, tan colectivos como personales, a la vez personales y también colectivos, que si han sido macerados y manufacturados por una inteligencia (por una escritura) superior, no dejan, no pueden sin embargo dejar de estar afectados, ellos también, oh dioses, por la ineludible polisemia, por la rica y destinada ambigüedad del lenguaje humano.
Junto con aquellas peculiares características que hemos atisbado más arriba en los libros de los padres fundadores de la literatura argentina, hay otra que también se me hace acaso palpablemente evidente. Y es la aparición en casi todos ellos, así como también en La cautiva del romántico Echeverría, de lo que constituiría la metáfora fundacional de nuestra cultura: el desierto. Fruto probable de la enorme extensión y de la escasa población de la República Argentina, convertida desde un comienzo en el lema-guía que debía inspirarnos: “Gobernar es poblar”, por otro de los hombres clave de nuestros orígenes, Juan Bautista Alberdi, escritor, jurisconsulto, constitucionalista, músico, dramaturgo, que no por casualidad debió pasar prácticamente toda su vida en el exilio (volveremos sobre esto), ella inspiró sin duda el inmenso proyecto social de convocar a millones de inmigrantes que nos convirtieron en una “sociedad aluvial”, como bien dijo José Luis Romero, pero no por eso dejó de constituir siempre, al mismo tiempo, al menos para mí, aunque no creo ser el único, algo más que un problema territorial y demográfico a resolver para convertirse en una espléndida metáfora, a través de esa inquietante pero ineludible seducción con que la inmensidad y la belleza de los grandes espacios deshabitados y yermos logran todavía conmovernos.
Si alguna vez, finalmente, el general-presidente Roca creyó haber concretado “la conquista del desierto” al ocupar militarmente las inmensas regiones de la no menos todavía legendaria Patagonia, sobre la cual nuestros indios nómades perfectamente adaptados al caballo que abandonaron aquí los primeros conquistadores españoles, se habían movido con tan veloz como cómoda libertad, hoy bien podríamos preguntarnos, ante el país devastado y desguarnecido, ante las provincias y los campos empobrecidos y abandonados, ante los miles de argentinos que hoy intentan irse del país, y ante ese otro yermo no menos invencible, el interior, el espiritual, si en realidad no ha sido el desierto quien nos conquistó.
Como aludí al mentar a Alberdi, otro de los signos reiterativos que parece presentar la compleja realidad argentina es el del exilio. No sólo el tremendo y desgarrador exilio de tantos miles de compatriotas que trajo como consecuencia por ejemplo la última dictadura militar, sino también otros exilios históricos, por otros motivos, sobre todo políticos y sociales, pero también el no menos doloroso y desolador exilio interior, el exilio en el propio país, aludido quizá durante mucho tiempo en el siempre revelador lenguaje popular con el llamativo mote de “ninguneo”, aludiendo a los desaparecidos de la opinión pública, a los “borrados”, a aquellos de quienes ya no se habla, que tanto ha de tener que ver acaso con aquella bárbara espontaneidad de nuestro suelo y de nuestras costumbres como con el cegador y deslumbrante resplandor de espejismo con que el desierto original, no menos fundacional, intenta siempre anonadarnos, tan seductora como ineludiblemente.
Todo eso vive en nuestra literatura, y de todo eso vive asimismo nuestra literatura. Al menos, en aquellos escritores que (a mi modesto entender) valen la pena. Por eso imaginé que, convidado ahora tan magnánimamente, y en tan difíciles circunstancias, a presentar ante los sagaces lectores portugueses la literatura actual de mi país, por otro lado tan vasta y tan compleja, sería absurdo pretender hacerlo de una manera apenas enumerativa o estadística, hilvanando una mera ristra de títulos, autores o fechas. Y mucho menos aludiendo a textos de los cuales no se cuenta acaso todavía con traducción portuguesa, cuando –insisto-- cada texto es para mí la única fuente legítima, ineludible y personal, de acceso a una presencia literaria.
Así me descubrí sintiendo, ante esta oferta, ante esta tentación, que mediante una pequeña antología de “fragmentos”, de textos no sólo literarios sino también de intervenciones o alusiones significativas, de autores significativos, podía arrimar a los lectores europeos algunas brasas activas, capaces de encender un fuego contagioso, de aquella literatura argentina que me parece estar viva, latente, por su propia densidad específica pero también por lo profundo y no menos denso de la realidad que en ellas o a través de ellas ha alcanzado a manifestarse. Y que convierte a sus autores, entonces, no sólo en redactores de una pieza literaria sino en instrumentos de una experiencia de vida y de lenguaje.
En todo lo cual nunca deja de entrar el no menos ineludible enfoque personal. A la ambigüedad del lenguaje corresponde la idéntica y no menos constitucional ambigüedad humana, en el autor y en el lector. Hasta que se logre encender la chispa, hasta que se logre aquel “rayo instantáneo de la comunicación” que Jakobson percibe no sólo en estas lides sino también, coincido plenamente, hasta en el más aparentemente simple y cotidiano intercambio coloquial. Algo vive en el lenguaje que quiere ser dicho. Algo dice, y a lo mejor se dice, en lo que decimos, o creemos decir.
Yo lo experimenté al descubrir por ejemplo el preciso y luminoso “ Brindis a Marinetti”, del inefable Macedonio Fernández, ese presocrático argentino sin el cual no existiría Borges, y donde él, que en algún momento se asumió como “anarquista spenceriano y místico”, supo refutar en público y en persona, durante su visita a Buenos Aires nada menos que en ese trágico año clave de 1936, con ocasión de un congreso del Pen Club (como el mismo Pessoa en su magnífico “ Marinetti, académico”), la absurda incongruencia de haber sido a la vez padre del futurismo y académico fascista. O lo percibí también en la modulada y fecunda brevedad, de tan sabrosa riqueza estilística, en que vino a convertirse felizmente la escritura de ese auténtico hombre de izquierda que sigue siendo Andrés Rivera, cuando en su breve pero intensísima novela El farmer, donde alude magníficamente al otro exilio, final, e inglés, de ese autócrata criollo que fue Juan Manuel de Rosas, que a tantos argentinos envió al exilio, se anima a proponer, no sin audaz coraje, un teorema que puede ser a la vez, ferozmente, denuncia y desafío: el poder “podrá contar, siempre, con la cobardía incondicional de los argentinos.”
Así como en cualquier antología de Ricardo E. Molinari, uno de los más altos y más lúcidos líricos argentinos, también canonizado en su momento como métrico perfecto y como paisajista metafísico, acaso para reducirlo a una jaula dorada, él mismo no dejó de incluir nunca su indeleble “ Oda a un soldado”, donde la sangre y el barro, la injusticia y la miseria brotan también de su límpido idioma, como ya lo había hecho en otra línea ejemplar, y que tanto quisieran esquivarle: “La patria es linda y de algunos.” O en el no menos desafiante prólogo de Los lanzallamas, magnífica segunda parte de su por tantos motivos también fundacional novela Los siete locos, donde Roberto Arlt, ese “mal” escritor que fue capaz sin embargo de crear un lenguaje tan personal como tocante, en medio de una crisis económica, política y social acaso tan trágica como la actual, se animaba a confiar en que “el Futuro diga”.
Ya en la primera línea del Facundo, Sarmiento se anima a invocar una “sombra terrible”. Y en el cuerpo del Santos Vega, de Rafael Obligado, ese bello y delicado poema donde nuestra gauchesca deviene límpidamente lírica, “cruza una sombra doliente / sobre la pampa argentina”. Algo me dijo, y me sigue diciendo, que entre esos dos blasones, una sombra terrible y una sombra doliente, y a pesar de los anonadamientos impuestos por el posmodernismo globalizado y la industria “cultural”, las consignas deletéreas del mercadeo y del exhibicionismo, la permanente cháchara insustancial que parece rodearnos y el narcotizante parpadeo de las mesmerizadas pantallas de la invasión virtual, entre la sociedad del consumo autoritario y la omnipresente sociedad del espectáculo, busca la dimensión de su silencio la palabra humana, sigue girando la rueda del destino de la gran literatura argentina.
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