No fue uno de los menores paradigmas que me presentó la frecuentación del memorable y fecundo modernismo brasileño, la convicción de que sus integrantes –contrariamene a lo que suele ocurrir en otras playas, donde florecen tantas mezquinas competencias literarias-- creaban y convivían en un clima de exigencia y de fraternidad, de devoción y de afecto, que les permitía a la vez reconocerse, compartir y diferenciarse. Desde mi propio país, no me era difícil extender ese crédito al carácter extrovertido y comunicativo que suele adjudicarse no sin razón al pueblo brasileño, y entender por lo tanto que esa feliz característica iba inclusive más allá de los patriarcas modernistas.
Sin embargo, y sea cual sea la realidad virtual de ese supuesto, hay por lo menos un caso en la literatura brasileña contemporánea que constituye indudablemente la excepción a la regla. Nacido en Vargem Grande do Sul (estado de São Paulo) en 1925, y fallecido en Curitiba, donde se había afincado, el 4 de agosto de 1999, no mucho después de habernos conocido allí pesonalmente tras de una amistad epistolar de muchas décadas, Milton de Lima Sousa gozó de un desconocimiento prácticamente absoluto en su propia tierra. No así en algunos de los principales países de habla castellana, donde no somos pocos los que reconocemos su originalidad y su indudable presencia, y donde desde hace largo tiempo se vienen dando a conocer casi reiteradamente traducciones de sus textos 1. Y donde incluso fue aceptado desde un comienzo como uno más, sin haber salido nunca de Brasil, en el grupo reunido alrededor de la legendaria revista argentina de vanguardia Poesía Buenos Aires (1950-1960), que modificó de manera definitiva el criterio y la práctica de la poesía entre nosotros.
Sus muy escasos libros: la poesía de Abecedário interior (1947) Caos intacto (1952), Êrmo de pupila (1955), Ditado noescuro (1967), y los relatos de Muro de arrimo (1971), no fueron publicados nunca por ninguna editorial, ni siquiera de las más pequeñas, sino siempre por cuenta del autor, que inclusive para los más recientes debió recurrir a modestos sistemas de reproducción. Y sin embargo, escribió y reescribió más de ochocientos poemas, en absoluto discursivos o meramente coloquiales, sino todo lo contrario. Y sin embargo, allí en su casa de Lindolfo da Rocha Pombo 328, Bacacheri, en Curitiba, superando incluso al inagotable legado de Fernando Pessoa, nos dejó más de veinte libros cuidadosamente terminados, en prosa y verso, “que no fueron editados por cuestiones financeras”, como me dijo su esposa, Rebeca Stein, al anunciarme su fallecimiento.
Interrogado por mí al respecto, me contestó sabiamente en una carta personal del 10 de agosto de 1981: “No entiendes por qué mi poesía no es valorizada en Brasil. Te explico. En primer lugar, como sabes vivo enteramente apartado de los llamados medios literarios, organismo fantasma que generalmente crea las reputaciones en el país. No frecuento a los cronistas literarios ni conozco las personas que circulan como críticos. Soy, por temperamento, más inclinado a convivir con el silencio y la soledad. Me repugnan las gimnasias de plaza pública. Impregnado de zen, no quiero nada más que crear mi poesía. Y aun eso es difícil, pues estoy obligado a salir de casa para ganarme el pan. Admiro a los grandes enclaustrados, comenzando por Emily Dickinson, quien, no habiendo dicho nada, dijo todo sobre la vida del poeta y de la poesía. Su lección es inagotable.”
No obstante, Milton de Lima Sousa fue capaz de dirigir por muchos años una exigente revista multinacional de poesía: Narceja, bajo cuyo auspicio organizó y llevó a cabo además en São Paulo, durante abril y mayo de 1961, una importante Muestra Internacional de Poesía. Y, durante toda su vida, fue corresponsal en su país del Centro Internacional de Estudios Poéticos, con sede en Bruselas. Pero, ratificando con sus propios actos lo que se desprende de aquellas afirmaciones de su carta, fijó su residencia en un tranquilo barrio de Curitiba, en el estado de Paraná, donde vivió voluntariamente recluido después de haber habitado desde 1936 la bulliciosa metrópoli paulista.
Resulta difícil, indudablemente, arriesgar interpretaciones para un asunto no sólo en gran medida ajeno sino también evidentemente complejo. Pero tampoco se hace fácil aceptar, al menos en forma exclusiva, la interpretación del propio interesado. Aunque su saludable y ejemplar retraimiento de la mal llamada vida literaria –que me consta-- tenga algo que ver en el asunto, intuyo que puede haber allí algo más, más sugestivo, más intenso, quizá más revelador. Y me refiero a la actitud misma de Milton de Lima Sousa con respecto a su creación, a la escritura ardua y honda que fue desplegando, con envidiable coherencia, prácticamente desde el comienzo mismo de su actividad.
Es un lugar común (discutible, como tantos) aceptar que universos como el del Brasil, tan ricos en exhuberancias visuales y sonoras, deberían encontrar su expresión artística legítima en cálidas expansiones, en extroversiones vehementes. No ocurrió eso sin embargo con el mencionado y fundacional modernismo brasileño, que supo ser auténticamente nacional sin dejar de ser absolutamente moderno, y por lo tanto contenido, cuando no circunspecto y hasta burlón o mordaz, pero siempre profundo. (Recordemos, al pasar, que ya durante la memorable Semana de Arte Moderno de 1922, siempre en São Paulo, que dio origen al movimiento, hubo quien habló explícitamente de cierta infusa melancolía, a la que desde un punto de vista más o menos sociológico dio hasta como componente del alma brasileña. Y no olvidemos tampoco la reseca, áspera y poco complaciente poesía de un João Cabral de Melo Neto, tan enjuta por fuera y tan jugosa por dentro como algunas especies vegetales del sertón, y quizá por eso mismo tan significativa.)
De modo que la escritura de Milton de Lima Sousa, también ricamente encarnada en su lenguaje, de algún modo sobriamente barroca, como quiere el modernismo, ejercida asimismo hondamente para irradiar, no para explayarse, sólo se haría claramente distinta en cierta actitud aparentemente menos cálida, más desapasionada, quizá más fría. A la que la sutil virulencia del humor negro viene a agregar acaso inesperadas derivaciones. Pero que esconde tanta o mayor pasión, tanta o mayor ternura, tanto o mayor lirismo. Porque en todas estas cuestiones, como se sabe, las apariencias no hacen sino poner de manifesto a contrario sensu otros contenidos latentes, pero no menos reveladores. Lo que aparentemente se antepone (o se opone) a la pasión, lo que se presenta como un predominio de la razón o de la mente, puede implicar abismos mucho más profundos, iluminar realidades más vastas, descubrir mundos más amplios, como nos enseñó precisamente el modernismo brasileño, que lo que se propone apenas describirlo, reflejarlo o exaltarlo.
A ese radical (y tal vez sólo aparente) desapasionamiento, Milton de Lima Sousa agrega otra distinción no menos raigal, y en cierto modo complementaria: la absoluta y poco complaciente indagación acerca de su yo, característica casi orgánicamente constitutiva –diríamos-- del hombre llamado moderno. Y que se vuelve brasileñísima desde los tuétanos, ya que está absolutamente desprendida del más mínimo pintoresquismo. Un lenguaje preciso, descarnado, de casi feroz eficacia, exigido hasta la desolación, nos transmite crudamente, sin sentimentalismos ni superficialidad alguna, aquí sí, aquello que alguna vez H. A. Murena intentó adjudicar a Alberto Girri: “la épica de un alma.”
Pienso que el estilo de Milton de Lima Sousa es tan importante como el hombre para explicar este evidente apartamiento antípoda: el de ese medio con este autor, el de este autor con ese medio. Pero no creo que la palabra de Milton de Lima Sousa sea menos importante (y necesaria) para expresar al Brasil legítimo que el resto de tantos de sus ilustres compatriotas. Por el contrario, y como suele ocurrir, muchas veces aquello que nos resistimos a ver es precisamente no sólo lo que más nos atrae, sino –en el fondo, y a veces de una manera harto inconsciente-- también lo que más nos interesa, lo que nos toca más de cerca. |