“Yo sospecho de las grandes palabras, porque generalmente no quieren decir nada.” “Nunca escribí por oficio y me cuesta mucho hacerlo, porque tengo tal sospecha de las palabras, que llego a pesarlas hasta el gramo”. “Desconfía de las palabras. Siente que hay un abismo entre el discurso articulado y esa serie de gestos solitarios en que consiste la pintura.” Son algunas citas de Alfredo Hlito sobre el lenguaje y la escritura, a lo largo del tiempo. El lector coincidirá conmigo en que proponerse usar las palabras a la luz de esa exigencia (“Trabajé, pero no lo suficiente”), que colmó y mantuvo Alfredo Hlito durante toda su vida, es por lo menos arriesgado y angustioso. Y sin embargo, no sin sentirme abrumado al mismo tiempo por mi vieja amistad y mi respeto, intelectual y humano, he aceptado el fraterno encargo de su esposa, mi querida Sonia Henríquez Ureña, y de su hija Gabriela, para hacerme cargo nada menos que de la edición de todos sus escritos inéditos.
Aunque calibré la responsabilidad del compromiso, que seguramente me excedía, al mismo tiempo no podía negarme a enfrentarlo. No sólo porque desde siempre fue cordial y afectuoso conmigo sino también porque, en gran medida, ambos compartíamos el mismo linaje. El destino, que no es sino otro nombre de los dioses, me convirtió de improviso, casi niño, en el más joven de una legendaria revista de vanguardia: Poesía Buenos Aires (1950-1960), que no sólo fue la continuidad natural en lo poético de Arte Concreto-Invención, aquel movimiento del que Hlito fue una figura consular sino que, por ello mismo me regaló desde muy joven el contacto con figuras significativas y ejemplares de nuestro arte moderno, entre las cuales la relación con Alfredo, tan distante, tan parco entonces, tan exigente también consigo mismo, fue por parte de él desde un comienzo tan generosa como persistente para conmigo.
Con ser cabalmente merecida, intuyo que la creciente resonancia incluso internacional que viene alcanzando la pintura de Alfredo Hlito (1923-1993) no ha hecho sino comenzar. Y si me parece que tan feliz circunstancia no debería valorarse sin dejar de tomar en cuenta que se trata, sin duda, de uno de nuestros artistas más exigentes con respecto a su obra y menos dados a la complacencia en cualquier otro aspecto (“No pertenecía al género de la pintura instintiva; y le horrorizaba la palabra expresión en la que veía la justificación de la facilidad y de la inercia”), confío en que la perspectiva de dicho reconocimiento se ampliará hasta incluir todos los aspectos de su entera personalidad.
Porque Alfredo Hlito no es sólo un gran pintor, un pintor de raza, sino también un legítimo intelectual, un pensador de fondo, un escritor de ley. Y no menos exigente en estas lides que en sus otros dominios: “Pintaba y también escribía sobre pintura. Sus escritos eran lúcidos, exigentes, documentados. Todas sus inquietudes intelectuales se volcaban en ellos mejor que en la pintura. En una prosa un poco solemne elaboraba hasta lo inverosímil para dar cabida a un afán totalizador.”
Nunca fue demasiado habitual, ni siquiera entre los propios escritores, que un artista fuera capaz de reflexión. Pero en aquel brillante grupo de jóvenes creadores que en 1944 dieron a luz el memorable único número de la revista Arturo, y que al año siguiente fundaron la Asociación Arte Concreto-Invención, tanto el poeta Edgar Bayley como dos pintores, su hermano Tomás Maldonado y nuestro Alfredo Hlito, no eran tan sólo jefes de escuela, teóricos del movimiento, sino sin duda alguna verdaderos intelectuales, extraordinariamente dotados de pensamiento y expresión. De tal modo que, en todos ellos, pero quizás de una manera que no imaginábamos tan marcada muy especialmente en el caso de Alfredo Hlito, que estos inéditos han terminado por revelarnos ampliamente, la producción ensayística iba a resultar tan significativa como su propia obra creadora. Que ello no haya sido aún debidamente valorado entre nosotros no es su culpa claro sino, por el contrario, de la desventurada errancia de nuestra sociedad y nuestra cultura, primero hacia el olvido cuando no a la indiferencia, y últimamente hacia la banalidad, acaso formas de lo mismo.
Yo creo que lo más importante que le debo a la poesía es haber tenido la oportunidad de conocer, muy temprano, y de llegar a confraternizar con gente excepcional, con gente fuera de serie, gente de este país maravilloso y desdichado, que producía y a pesar de todo sigue produciendo riquezas que derrocha o que desdeña, riquezas no sólo materiales por supuesto. Dentro de esa gente que me tocó conocer allá a comienzos de mi adolescencia, creo que una de las personalidades más intransigentes, uno de los artistas más lúcidos, más enemigo de toda retórica, era y es Alfredo Hlito.
Alfredo tuvo siempre una relación muy especial y muy intensa con la poesía y con la palabra. No es sólo uno de los más exigentes y rigurosos pintores argentinos sino que también, como pueden comprobar precisamente estos textos, es un hombre de una lucidez no sólo en cuanto a la teoría, no sólo como intelectual (porque es uno de los grandes intelectuales argentinos), sino que es un gran escritor, un hombre capaz de manejarse con la palabra en los límites de la exigencia más radical y de esa carencia de solemnidad y grandilocuencia que él aplicó también a su pintura, cuando no a su propia persona, y de planteárselo con una honestidad que a veces puede llegar a ser hiriente, hiriente para él porque no se permitía ninguna facilidad en absoluto, e hiriente para nosotros los que lo seguimos leyendo, porque son verdades de a puño las que dice, y verdades muy fuertes y verdades dolorosas. Por supuesto que no son las verdades de ninguna ortodoxia, no son verdades únicas, son más bien preguntas que él se va planteando, permanentemente, con una integridad no sólo intelectual sino también humana, tan deslumbrante como demoledora, y tan conmovedora como precisa: “Respondiendo a preguntas que nunca me fueron formuladas, encontré el pretexto para estas entrevistas fantasmales”
Con Alfredo compartimos momentos especiales, inolvidables, que fueron muy importantes, indelebles para mí. En el mismo año 1957 en que, junto con Francisco Urondo, otro miembro de la revista, lo invitamos a aquella memorable Primera reunión de arte contemporáneo organizada en Santa Fe para la Universidad Nacional del Litoral, que se iba a convertir de algún modo en la cumbre del arte argentino de vanguardia, se le pide también que envíe una colaboración para Poesía Buenos Aires, que fue su ensayo “Arte y poesía”. Y ya un año antes de que él, según nos informa posteriormente, decidiera abandonar “la ortodoxia concreta”, Hlito toma en ese texto una serie de distancias, primero consigo mismo y luego también con sus compañeros. Distancias de la inteligencia, y distancias de la ética.
Pocos años después, comenzó a orientar en la editorial Nueva Visión, que recién comenzaba, su excelente colección Arte y Estética, que Alfredo dirigía con Francisco Bullrich y donde me hizo el honor de encomendarme una de las primeras traducciones de esa serie, un libro de Gillo Dorfles: Constantes técnicas de las artes. Al poco tiempo, en 1961, algunos miembros de Poesía Buenos Aires, inspirados probablemente por Bayley, creamos algo así como una cooperativa de edición, el Fondo de Escritores Asociados, que contó siempre con el generoso y despojado diseño gráfico de Alfredo, quien vigiló personalmente cada título en la imprenta Lumen. Fueron terminados por él con una sobrecubierta en papel transparente, mediante un doblez muy especial, para el cual no admitía modificaciones y con lo que literalmente enloquecía a los de la imprenta. Y no sólo eso: casi como excepción, porque no conozco otro caso similar, me hizo el honor de ilustrar mi libro Entre dientes (1963), siendo yo entonces muy joven.
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