I
Si te tocan, desgarra.
Si te acogen, destierra.
Si te poseen, destruye.
No dejes que te hiera
la maraña oscura de la noche,
el torcido cauce de sus aguas
buscando el nacimiento de la luz.
Si te hermanan, disgrega.
Si te cercan, disipa.
Si te eligen, dimite.
No dejes que el amor fermente
en ti su gran amargura
de fantasma embalsamado
que hurga en lo imposible
sin saciarse jamás.
¿Para quién esta vida?
¿Acaso un error?
¿Un ejercicio de soledad?
¿La muerte que se agolpa a quemarropa,
como un viento cortante,
entre crepúsculo y crepúsculo?
¿La insidia de los dioses?
Los poetas advierten (sic maese Holan)
al ordenar los elementos de la noche:
«Vas abierto de par en par
y, sin embargo, eres de pronto abatido
por la gigantesca realidad
de las cosas que fueron soñadas».
Porfía tu nada en los desfiladeros.
Porfíala cuanto antes. Encerrada e inmóvil.
Que te hiera y te cave.
Báilate en ella sin esfuerzo.
Cuando ya no te queden palabras en la boca.
Cuando piernas y brazos y ademanes
se disuelvan en un solo estallido
de desesperanza y de miedo.
ii
El aire viciado de tu cuarto:
la frontera que nunca cruzarás.
Las palabras, como voraces alimañas,
han ido clausurando todas las salidas.
El poeta, dices, es un malabarista de la muerte.
Por eso siéntate y espera.
Ahora que la felicidad ha dejado de amenazarte
iii
Una soga pende del techo.
A solas quieres compartir con ella
esa oscura queja que hormiguea
en tu cuello y en tu boca.
Atrás van quedando aquellos gastados amores
que alguna vez ordeñaron para ti ilusiones perdidas,
o los sucios arroyos donde arrojaste tus sueños
y que nada ni nadie puede ya desbordarlos.
«Es el ultraje de los años», piensas,
con la sosegada certidumbre de quien está al borde del precipicio
dispuesto a seguir la estela de sus propias tinieblas.
Es este tu ritual de despedida,
el signo que trazas para agrietar el silencio,
el soplo con el que dispersas las sílabas de tu nombre,
la trampa que tiendes a la lengua falaz del destino.
|